I
Me llamo Arjuna, como el príncipe. Yo soy de piel tostada y pelo negro como el ébano. Nada de resplandeciente tiene mi aspecto. Soy normal en todos los sentidos, es decir, vulgar, como la mayoría de los seres humanos que conozco.
Mis primeros recuerdos tienen a mi abuela y a mi madre como protagonistas. La primera me contaba historias de guerra, de enfrentamientos entre grandes señores. Decía que la vida era así. Decía: “La vida es eso”.
Sus relatos estaban llenos de trompetas sonando que convocaban a los soldados para la batalla, que los enardecía e incitaba a ser valientes. De tambores cuyos redobles impedían pensar en la familia, en el terruño, en todo lo que dejaban atrás. De cuernos cuyo sonido no puedo escuchar sin un estremecimiento. De los sonidos de la guerra.
Para tranquilizarme mi abuela me decía que me pintaba esos cuadros para fortalecer mi espíritu.
Mi madre no participaba. Escuchaba y seguía faenando al lado del fogón. Mi madre era una mujer callada que tenía un gran respeto a su suegra. A veces la descubría mirándome de una manera especial, como si yo la apenase, como si, sabiendo lo que me esperaba, quisiera cambiarse por mí.
Pero nadie puede vivir la vida de otro. Cada uno tiene que vivir su propia vida. Y cuanto antes acepte esta verdad, mejor que mejor. Las dilaciones sólo enredan todavía más lo que ya de por sí es complicado.
Las dos mujeres tenían razón. Mi abuela con sus palabras y mi madre con su silencio. Yo quería a las dos. Sentía que la primera me empujaba, y que la segunda me retenía. Era consciente de esa doble maniobra contradictoria. Mi abuela, que había perdido a su hijo en una de esas refriegas sangrientas, a mi padre, actuaba así movida por su conciencia del deber. Para ella el deber era lo primero, lo más importante. Cuando ella afirmaba que había que asumir sin vacilar nuestras responsabilidades, mi madre, aunque pensase otra cosa, aunque le hubiese gustado matizar, rebajar el tono perentorio de ese dictamen, aunque yo advirtiese su incomodidad, no se atrevía a replicar a su suegra.
No hablaba porque su propia conciencia del deber no le permitía tomarse semejante libertad.
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Reblogueó esto en sara33ia.
Relatísimo. Bravo, Antonio. Tan de nuestra herencia española y latinoamericana. Abrazote.
Es cierto lo que dices. No había pensado en esa concordancia entre nuestra tradición y otra tan lejana como la hindú. Este relato está inspirado en la lectura de la Bhagavad Gita, a la que ya dediqué otro post. Un abrazo.
Y ni te imaginas las grandes coincidencias que hay entre varias de las costumbres hindúes y las mexicanas, además. Gran abrazo, Antonio.