Cuando llegaba la feria, a pesar de nuestra resistencia, nos cogían de la mano y allá nos llevaban.
Disfrutaban montándonos en cualquier artefacto que diera vueltas, de donde bajábamos pálidos, mareados o empapados en sudor. Incluso había quien vomitaba. Pero esto, con ser malo, no era lo peor.
Más tarde, tras haber visitado la barraca de la mujer barbuda o la de los espejos y habernos columpiado en las barcas, nos anunciaban que había llegado el momento de la gran atracción.
Nos ponían en filas de a dos y nos guiaban a nuestro destino. Caminábamos en silencio, sin fijarnos en nada. Nadie se atrevía a chistar. De todas formas, el que más y el que menos tenía un nudo en la garganta.
Como ya habían comprado las entradas, no teníamos que esperar. Directamente pasábamos al interior y, sin necesidad de instrucciones, nos colocábamos en el andén, de cara a las vías.
Lanzando un silbido, el tren aparecía pronto y paraba frente a nosotros. A continuación, con eficacia y rapidez, procedían al embalaje.
Nos metían en cajas provistas de un agujero para sacar la cabeza. Una vez realizada esta operación, nos trasladaban a las vagonetas. El tren silbaba de nuevo y se ponía en marcha.
En cuestión de segundos, la máquina se internaba en el túnel. Mientras ganaba velocidad, algunos intentábamos desempaquetarnos. La inutilidad de nuestros esfuerzos se hacía patente de inmediato y comprendíamos que no había escapatoria.
In illo tempore (IV)
febrero 15, 2011 por Antonio Pavón Leal
No debemos pensar que a todo el mundo le gusta la feria, incluso damos por sentado que a los más pequeños les encantan las atracciones, y no es así.
Ya lo dice el refrán:» El libro de los gustos está en blanco» y el de las sensaciones experimentadas por un mismo hecho o vivencia también.Es curioso pararse a pensar en algo tan obvio, pero es que somos «individuos» con percepciones,aficiones, gustos… distintos.
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Me has recrdado una vez cuendo tenía unos nueve años y me llevaron a la feria, iba feliz y casi memorizando cada paso para contarle a mis amigas al regresar de vacaciones, hasta que la tía sólo compró una entrada y me subí sola a una máquina con forma depulpo en cuyos tentáculos habían sillas que giraban cada vez más rápido, hasta que comenzaba a sonar una sirena que asemejaba a un grito y para entonces ya había llorado y pedido perdón por todas las faltas que una niña a esa edad puede tener.
Al bajarme odié tanto al pulpo como a mi tía y a ninguno de los dos he vuelto a visitar.
Como sice un dicho por mis tierras, «eso pasa hasta en las mejores familias».
Aquí también utilizamos esa expresión.
Ese tipo de experiencias tempranas quedan impresas en la memoria o, todavía a un nivel más profundo, en el inconsciente. Creo que sé de qué artilugio hablas que, por si fuera poco, también mueve los brazos hacia arriba y hacia abajo al tiempo que da vueltas.