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Archive for the ‘Entre nosotros’ Category

LI

Te he contemplado endomingada, del brazo de tu tía, camino de la iglesia en tardes estivales.

Peinada con esmero, con una pulsera de oro y un collar de perlas cultivadas, con zapatos beis de tacón, haciendo que las cabezas se volvieran a tu paso, avanzando con gallardía, ni aprisa ni despacio, saludando cortésmente, consciente de tu elegancia.

Tu tía, a tu lado, inflada como un pavo porque erais el blanco de las miradas y de los comentarios, disfrutando, contoneándose como una quinceañera, participando de una gloria que sólo a ti correspondía porque, tripona y más bien baja, no es precisamente la contrapartida femenina de Petronio.

LII

Los días se suceden con precisión matemática. E igual ocurre con las semanas, los meses y los años. La rueda de las estaciones no se detiene: veranos tórridos, otoños lluviosos, inviernos benignos, primaveras radiantes.

En Navidad la copa de anís que reanima y alegra la vida, pero sobre todo que subraya la festividad. En ninguna otra época del año se te ocurriría consumir bebidas espirituosas, excepción hecha del coñac siempre y cuando estés resfriada. En ese caso no sólo está permitido sino que es recomendable echar un chorreón en un vaso de leche caliente, tomarlo con una aspirina y, a continuación, meterse en la cama para exudar los malos humores.

En Feria el obligado paseo por el recinto para lucir las galas recién compradas, sentarse en una caseta y comer calamares fritos, pescado en adobo, aceitunas y picos de pan regados con cerveza. Pero como el gentío os agobia, a ti en particular, no permanecéis mucho rato.

Aparte de estos hitos que marca la tradición, el tiempo te hace guiños a través de la parra del patio que, invariablemente, se cubre de pámpanos en primavera y de racimos en verano, para despojarse de unos y otros en otoño.

En octubre, después de almorzar, te dedicas a barrer el patio de hojas que amontonas en un rincón y luego les prendes fuego.

Sube el humo gris y crepitan las hojas. Apoyada en el escobón, esperas a que el combustible vegetal se haya consumido. Finalmente recoges las cenizas y las tiras al cubo de la basura

LIII

Hay palabras que te sonrojan e incluso te violentan. Si dependiera de ti las eliminarías del lenguaje, prohibirías terminantemente su uso.

Palabras que a veces te rondan con persistencia, y que tienen el poder de erizarte los pelos, de ponerte nerviosa, de sacarte de tus casillas.

Palabras que asocias a imágenes turbadoras. Palabras – fantasmas, palabras – tabúes, palabras sicalípticas a cuya música te rindes.

“Gañán” es una de ellas. Si no cito más, es por respeto a ti, para no exponerte a su efecto subversivo.

LIV

Acaba de llover. Un chaparrón primaveral que apenas ha durado cinco minutos. Delante de la ventana del comedor te aplicas a tu labor de bordado que interrumpiste cuando cayeron las primeras gotas.

Ahora que ha escampado, no te apetece seguir cosiendo. Permaneces con la aguja ensartada en suspenso, la vista perdida tras los cristales. No hay nadie en casa.

Impulsadas por el viento grandes aglomeraciones de nubes cruzan el cielo. El mismo viento que agita las hojas de la parra aligerándolas de su carga de agua. Seguramente lloverá más.

Estás relajada, con los pies en el travesaño de otra silla. Son tales tu inmovilidad y tu ensimismamiento que pareces una estatua. La palidez y la seriedad de tu rostro refuerzan aún más esa impresión.

De repente echas la cabeza hacia atrás, luego hacia adelante, y fijas la mirada en el bastidor que reposa en tus piernas. Alzando la mano que sostiene la aguja, perforas la tela atirantada de arriba abajo, de abajo arriba, de arriba abajo…

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L

Apoyándose en un codo e incorporándose en la cama, la mujer dijo: “Estoy esperando”.

Tu tío cogió por el brazo al bigotudo y lo animó: “Anda con ella” “¿Por qué yo?” “¿No eres tú quien ha cerrado el trato?” “¿Qué tiene que ver eso?” “Yo no voy a ser el primero” afirmó tu tío categóricamente. “Yo tampoco” se apresuró a anunciar el bandurrista.

“Me va a tocar a mí” masculló el bigotudo volviéndose hacia la prostituta que, con las manos debajo de la nuca, había optado por tomarse con calma este asunto.

Esbozando una sonrisa empezó a desabotonarse la camisa. Tu tío no le quitaba ojo. “Detrás de ti voy yo”.

Se acercó a la cama donde se sentó para quitarse los zapatos. Luego hizo lo propio con los pantalones que tiró en una silla.

“¿Qué pasa?” preguntó la mujer con voz que traslucía fastidio, “¿qué pasa ahora?”. El bigotudo, que estaba sobre ella, se dejó caer a un lado. “Yo qué sé” “Prueba otra vez”. La segunda tentativa resultó también vana.

“¿Quieres que…?”. La prostituta le susurró unas palabras al oído. El cliente movió lentamente la cabeza de derecha a izquierda mientras acariciaba las guías de sus mostachos. “He bebido demasiado”.

Tu tío y el bandurrista se sintieron estafados por la inhibición de su compañero, a quien tenían por la encarnación de la fogosidad. Ellos eran testigos de su penosa actuación. Este hecho les causaba más frustración que al desairado protagonista.

El bigotudo había encendido un cigarrillo y fumaba plácidamente aceptando sin traumas su gatillazo. En el rostro de tu tío se pintaba el desencanto completo.

Que la potencia erótica de su amigo, a cuya difusión y enaltecimiento había contribuido el jayán con el relato de sus hazañas, se redujese a un apéndice inane, lo contrarió grandemente.

Tu tío, que disfrutaba por anticipado con el pensamiento de imágenes impactantes, había asistido con progresiva incredulidad a lo que consideraba un fracaso absoluto. Tu tío, que se las prometía felices, se había visto privado de la demostración en vivo de las dotes proverbiales de su amigo.

Ni él ni el otro quisieron probar suerte. Lo que en ese momento era una anécdota a la que sabrían sacar su jugo, si ellos la pifiaban también, podía convertirse en un episodio lamentable.

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XLIX

¿Sabes lo que es un “voyeur”? No te preocupes. Estoy dispuesto a subsanar esa laguna cultural.

En su coche, tu tío y dos amigos estuvieron yendo de acá para allá toda la tarde y parte de la noche. Tras recalar en varios pueblos y numerosos bares, llegaron a una ciudad, pero estaban tan desorientados que no se ponían de acuerdo sobre su nombre.

Para solventar la cuestión bastaba con que se tomasen la molestia de preguntar a un transeúnte, que a esa hora avanzada eran escasos. Este era el camino recto que, por esa misma razón, fue desechado.

Prefirieron enzarzarse en una discusión bizantina que les permitiera gritar, manotear, reír, jurar e insultarse mutuamente. De esta forma, además de aplacar su excitación, podían darse el gusto posteriormente de fabular sobre esa extraña jornada en que, tras un largo periplo, llegaron a una localidad desconocida y solitaria. Percance este que podía ocurrirle a cualquiera pero no a ellos, hombres bragados, noctámbulos impenitentes, libertinos redomados.

Había que darle una solución airosa a esa desconcertante situación. Tenían que probar al mundo su valía. Tácitamente habían decidido que esa sería una noche sonada.

Sentado en el asiento del copiloto iba un personaje singular. Aparte de un mostacho que se atusaba con orgullo, y de haber trabajado en diversos países europeos, tenía la sin par facultad de hacer callar a tu tío.

Era capaz de hablar más que él, tenía más gracia contando las cosas y tenía más cosas que contar. No se dejaba intimidar por las miradas malignas de tu pariente, ni tampoco avasallar. Tal entereza de carácter no fue motivo de disgustos entre ambos, si bien los roces eran frecuentes.

Una broma del bigotudo, que era flexible cuando lo requerían las circunstancias, ponía punto final a enfrentamientos que podían degenerar en pelea. Tu tío, en su fuero interno, reconocía su superioridad.

En el asiento trasero estaba instalado el tercer personaje de esta historia que, como único dato destacable, sabía tocar la bandurria.

Tu tío puso en marcha el motor y arrancó. Vagaron sin rumbo fijo por la ciudad durante un buen rato.

El bigotudo hacía comentarios jocosos que rubricaba con su risa de conejo. Los otros dos permanecían callados.

Tras internarse por calles mal iluminadas y peor pavimentadas, de detenerse a la puerta de dos o tres tugurios sin decidirse a entrar, y sortear coches mal aparcados, salieron a una explanada desde donde, gracias a la tenue luz de un cuarto creciente, se veía el mar.

La brisa aligeró sus cargadas cabezas. Bajaron del vehículo y dieron un paseo por el muelle.

Mientras estiraban las piernas y respiraban a pleno pulmón, a tu tío se le aclararon las ideas. No sólo supo dónde estaban sino que recordó la existencia de un cercano garito portuario.

Era una taberna cuyo enclave pasaba desapercibido. En la puerta no había nada que indicase que, tras la inofensiva apariencia de una casa de vecinos, había un establecimiento donde no sólo se servían bebidas.

Bajaron tres escalones y llegaron a un salón de atmósfera deprimente. Los pocos parroquianos que quedaban a esa hora, estaban amodorrados.

Se acercaron al mostrador tras el que un hombre con la camisa arremangada y un mandil anudado casi a la altura del pecho fregaba vasos. El camarero los miró con ojos abúlicos sin interrumpir su tarea.

Se acodaron y guardaron silencio. Sólo se escuchaba el ruido de los vasos.

El primero en reaccionar al embrujo que ejercía sobre ellos las hileras de botellas colocadas en dos tandas de repisas decrecientes, fue el bigotudo.

Mirando a la mujer de edad indefinida que, no lejos de ellos, se había recostado en el mostrador, dijo al camarero: “Sírvele una copa”.

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XLVIII

Tu madre ha quedado desdibujada en este relato, lo cual me apena. Y no hablemos de tu padre que apenas aparece. Su prematura muerte hace imposible saber la influencia que hubiese ejercido sobre ti.

Su ausencia dejó un hueco que ocupó tu tío, como tú misma afirmas otorgándole un título que no le corresponde.

Al no haber conocido otra cosa no puedes añorar tiempos mejores. Esta verdad que es aplicable en tu caso, no lo es en el de tu madre.

Ella luchó por su felicidad. En una época en la que prevalecían los matrimonios por conveniencia y por inercia entre los miembros de un mismo estrato social, ella tuvo la osadía de enamorarse de un don nadie y el coraje de asumir sus sentimientos.

Que después de soportar tantas presiones encaminadas a hacerla desistir de su propósito se viese desposeída de la noche a la mañana de aquello por lo que había luchado, con dos niñas pequeñas y a expensas de su familia que tan enérgicamente se había opuesto a su casamiento, fue un duro golpe del que no logró reponerse.

En los últimos tiempos la sueles descubrir absorta. Si le preguntas algo, no responde de inmediato o ni siquiera responde. Esta actitud de tu madre te irrita y te hace exclamar: “¡Estás en Babia!”. Pero no lo está. La causa de su ensimismamiento hay que buscarla en otra parte.

A caballo entre un pasado emergente con su carga de melancolía y un presente que hay que vivir minuto a minuto, tu madre proyecta la imagen desvaída de una persona que se compromete lo imprescindible con la realidad cotidiana.

En las contadas ocasiones en que se ha opuesto a vuestros deseos, a los de tu hermana o a los tuyos, ha sido de cara a la galería o impulsada por el instinto de conservación al que se aferró cuando tuvo que reconstruir su vida.

De todas formas, ni tu hermana ni tú, hijas modélicas según los cánones vigentes en el pueblo, la habéis colocado nunca en un apuro. Si tal cosa hubiese ocurrido, habría delegado en tu tío, que es lo que hace incluso en los asuntos menores.

El tiempo todo lo mina y todo lo socava, todo lo minimiza y todo lo transforma. Nos proporciona perspectiva. Nos trae el olvido. El tiempo lija las asperezas de los recuerdos con los que tu madre sigue conviviendo.

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XLVII

“¿Putona yo?” dijo depositando en el pavimento las dos cestas que llevaba, una en cada mano, y poniéndose en jarra.

A esa hora la plaza estaba concurrida. En su mayoría se trataba de mujeres que iban al mercado o a una de las tiendas sitas en las calles aledañas.

Como un trallazo innoble que le cruzase la cara a la calma matinal donde sólo flotaba un murmullo persistente que tenía su origen en los corros de comadres, los cuales se hacían y deshacían por arte de birlibirloque, componiendo en el área rectangular de esa superficie encementada y con naranjos agrios las caprichosas figuras de un caleidoscopio, como un trallazo o un escopetazo infame esas dos palabras impusieron un silencio sacramental.

“¿Putona yo?” repitió, por si alguien no se había enterado, en un crescendo furibundo.

Nadie reaccionó. Tras dejar transcurrir unos segundos de forma que las presentes tuviesen margen para considerar la magnitud del agravio, y ella para congestionarse adecuadamente, empezó a aullar como un lobo.

Sus carnes blandengues ondeaban como los pendones que coronan los pináculos de los castillos, con la diferencia de que no era el viento sino la cólera la que las agitaba.

Por lo demás, por más empeño e imaginación que se pusiese en continuar con el símil, imposible sería afirmar, pese a que permanecía clavada en el suelo, que la mujer semejaba una torre por lo que de esbeltez conlleva tal imagen, siendo la de un tonel la primera que venía a la mente.

Ora con los brazos en alto, ora con los puños en el cuadril, la barbiana moduló su voz penetrante desde el tono increpatorio al apocalíptico. Desde luego, estaba en posesión de un excelente registro de agudos.

Las involuntarias oyentes, quizá temiendo por sus tímpanos, empezaron a moverse. Cada cual tenía sus obligaciones y esa grotesca situación se alargaba demasiado.

Por otro lado, resultaba difícil seguir la enrevesada argumentación tachonada de groserías de ese espantajo con faldas.

La destinataria de las estocadas verbales se mantenía en la sombra del anonimato. En ningún momento dijo esta boca es mía, siendo objeto de cábalas en los corros, donde las vecinas contraían los músculos faciales mientras susurraban la pregunta para la que nadie tenía respuesta.

Dicho misterio contribuyó a que todas permaneciesen en su puesto, aguantando mecha. Querían averiguar la identidad de la desconocida.

Su mérito tenía esa actitud que podía ser calificada de heroica. La verborrea de la mujer generaba agresividad, que sólo la refrenaba la certidumbre de que su chillidos se multiplicarían si uno se dejaba arrastrar por ese impulso.

La retaca cogió las cestas y se irguió con dignidad, echando la cabeza y los hombros hacia atrás, sacando pecho.

En esa gallarda pose que comparten las comadres y los gallos de pelea, desgranó su última filípica que remató con las mismas palabras con que iniciara su farragoso discurso. Su voz no traslucía ni asombro ni rabia sino desprecio y una convicción absoluta de la falsedad de esa cláusula venenosa.

No era ella quien merecía ese insulto como lo demostraba la entonación que había variado de interrogativa a exclamativa.

Una vez que hubo desfogado, dio media vuelta y se fue. “¡Qué vergüenza!” dijiste.

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XLV

A la ajetreada mañana que se os fue en inspeccionar la huerta, en pedir a un vecino un poco de vinagre para el gazpacho, pues, por increíble que parezca, se os había olvidado, en bajar al río donde os remojasteis los pies, salvo tu hermana que, tan atrevida, se levantó la falda y se metió en el agua hasta los muslos a pesar de las recriminaciones de tu tía, la cual había columbrado a un grupo de bañistas del sexo masculino y estimaba indecorosa esa exhibición, en preparar el almuerzo que despachasteis a renglón seguido con buen apetito a la sombra de la frondosa higuera que se yergue al lado de la casucha donde tu abuelo guarda las herramientas, la higuera de rumorosas hojas que indefectiblemente asocias al verano, cuyo olor te trae recuerdos de días infantiles pasados en ese mismo lugar, a la ajetreada mañana sucedió una tarde de calor apenas mitigado por la cercanía del río, unas largas horas de calma chicha en las que el sol, señor indiscutido del cielo y de la tierra, castiga con dureza a cualquier criatura que se exponga a sus rayos, por lo que se impone la retirada a las umbrías en busca de frescor para contrarrestar el bochorno y poder descabezar un sueñecito, único recurso para combatir el amodorramiento que, potenciado por las altas temperaturas, acompaña a una copiosa comida, y al que contribuye en no escasa medida la estridencia de las tenaces chicharras.

Tras la siesta bajasteis de nuevo al río donde procedisteis, como por la mañana, a cumplimentar la pudorosa ceremonia del baño, para luego, entre risas y bromas, volver a la huerta siguiendo el sendero que serpentea por entre las cañas del empinado repecho.

Sentada en una de las paredes de la alberca llena de un agua fina en la que sumergías una mano para disfrutar de su contacto, te aislaste de tus parientes que en ese momento prendían fuego a un montón de ramas secas para hacer café.

Sobre la tosca mesa de madera que, en cuanto llegasteis, colocasteis bajo la higuera, se veía un bote de cristal con azúcar, un envoltorio de papel de estraza con el café molido, una lata de leche condensada y dos paquetes, uno de galletas y otro de magdalenas.

Por una suerte de disociación con la realidad propiciada por la luz vespertina, asistías en un peculiar estado de ánimo a la escena que se desarrollaba ante ti.

Las idas y venidas de los otros y el murmullo de sus voces te resultaban extraños. Dejaste de remover la límpida superficie del estanque y decidiste unirte a ellos.

Aunque ejerza sobre ti una poderosa atracción, no soportas la soledad. Intuyes que estás destinada a ella, pero si esa idea se tornara consciente, enloquecerías.

Cuando te ronda la melancolía, huyes despavorida al lado de los tuyos. Con esa medida tratas de conjurar la prepotencia de un fantasma más porfiado que tus manías.

XLVI

El café, que es tu única adicción conocida, estaba en reposo. Tu vicio es el café. A lo largo del día tomas varias tazas de esa excitante infusión que tanto mal hace a tus nervios, y por la que sientes una acuciante apetencia que debes satisfacer de inmediato.

Todo eso le cuentas a quien se presta a escucharte, enumerando pros y contras, dando explicaciones, concluyendo que, en tu caso, es algo vital.

Mientras saboreáis el humeante café que tú bebes solo, habláis con renovados bríos.

Tu desazón ha desaparecido. La ha reemplazado una alegría forzada, tan difícil de mantener que temiste el derrumbe de la fábrica.

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XLIV

Las muchedumbres siempre te apabullaron. Una conveniente mixtificación que sólo a las allegadas relatas en las noches de invierno, sentadas alrededor de la mesa camilla, sitúa las raíces de ese miedo en una madrugada de Semana Santa, en Sevilla.

Tu hermana había convencido a vuestro tío para que os llevara a la capital a presenciar tan fastuoso acontecimiento.

Desde un principio te sentiste perdida en medio del gentío que abarrotaba calles y plazas. No te separabas un metro de tu hermana por temor a extraviarte. Esa posibilidad te ponía los pelos de punta.

Tu hermana iba a la zaga de tu tío que, en cabeza del grupo familiar, abría camino.

Esa noche no disfrutaste como, de regreso a casa, declaraste. Al igual que otras veces, no te atreviste a exponer tus verdaderas impresiones. Hiciste los comentarios que se esperaba que hicieses, dando las oportunas muestras de júbilo y de cansancio.

De cualquier forma, nunca más has ido a ver las cofradías a Sevilla. Siempre que se te ha presentado la ocasión, has declinado la propuesta de extasiarte ante vírgenes afligidas y enjutos crucificados.

Tus recuerdos de esa noche son deslavazados. Era una de tus primeras salidas del ámbito pueblerino.

Quizá tenía que haber dicho antes que mitificaste esa experiencia. Pero en definitiva una mitificación es una mixtificación donde subyacen datos reales.

Ha quedado grabada en tu memoria la multitud que se desplazaba de un lado a otro, que se apelotonaba en determinados puntos, que llenaba los bares, que empujaba, arrastraba…

Tu tío puso especial cuidado en llevaros a los sitios de mayor bullicio y ahogo que eran, según él, los idóneos para gozar de las más castizas estampas. Su precio había que pagar.

Ateniéndoos a ese criterio estético, anduvisteis de la ceca a la meca en busca de “sitios idóneos”.

Tú te dejabas conducir sin sugerir nada. Estabas tan aturdida que no distinguías una entrada de una salida. Si te lo hubiesen preguntado, no habrías atinado a responder.

Sin embargo, en esas aglomeraciones, aparte de los apretujones y los pisotones, no ocurrió nada digno de ser consignado.

Fue en una bocacalle interceptada por una Dolorosa donde ocurrió el lamentable incidente. Tú estabas detrás de una señora con un moño alto que tenía clavados los ojos en la imagen de la Virgen. A tu lado estaban tu hermana y más allá tu tío.

La gente se fue apiñando detrás de vosotros. Al cabo de pocos minutos se formó un tapón humano de considerable tamaño.

No era posible avanzar ni retroceder. Alguien se pegó a ti, te achuchó obscenamente. Te quedaste paralizada. No podías articular una palabra. Tus mermadas energías te fallaban.

Durante unos segundos que te parecieron siglos sólo fuiste consciente de la entrecortada respiración del desvergonzado sujeto.

Como si su jadeo te estuviera robando el oxígeno, empezó a faltarte el aire. Incapaz de poner fin a esa situación, empezaste a sentirte mal. En un último esfuerzo de tu voluntad te agarraste al brazo de tu hermana antes de desmayarte.

Entre ella y tu tío te sacaron de allí, te sentaron en el suelo y te abanicaron con un pedazo de cartón hasta que te reanimaste.

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XLIII

Las muertes sucesivas de tu abuelo y de tu abuela no bastan para explicar tu enclaustramiento. Antes de sobrevenir esas desgracias, cuya consecuencia inmediata fue que se decretara un luto riguroso, mostrabas ya inclinación al retraimiento.

Te desagradaba el trato con los demás. Sin analizar el porqué de ese disgusto que amenazaba con convertirse en rechazo, empezaste a soltar amarras, a cortar los lazos que te unían a la sociedad, optando por un aislamiento inasequible a cualquier persona que no fuera uno de los miembros de tu delimitado clan.

Mientras efectuabas esta retirada, se produjeron, como llovidas del cielo, esas dos defunciones, gracias a las cuales nadie haría preguntas molestas, ni sería necesario justificarse ni poner buena cara ante la presunta solicitud de vecinas y amigas deseosas de saber los motivos de tu eclipse. En tales circunstancias era lógico que te comportaras así. La gente lo entendería y eso te encontrabas tú.

En adelante tus incursiones en el mundo de los vivos estuvieron controladas por ti. Aplicaste tus esfuerzos a erradicar, atenuar o ignorar los elementos perturbadores. Poco a poco, no sin retrocesos en la consecución de tu objetivo, lograste tu anhelado propósito.

Sola, enlutada, gozando de la inmunidad que otorga el infortunio, organizaste tus días de acuerdo a un rígido esquema.

La divinidad ante la que te postraste no fue la Patrona del pueblo, cuya entrada en su ermita recién encalada una radiante tarde primaveral te emocionaba lo indecible, haciéndote derramar lágrimas y provocándote sacudidas interiores que las campanas lanzadas al vuelo y los vítores de los enardecidos peregrinos intensificaban.

No fue ante el altar rebosante de azucenas y claveles blancos de esa advocación mariana donde depositaste tu silenciosa ofrenda.

Ni, durante tus dominicales visitas, en la iglesia parroquial donde el cura, según te parecía, cambiaba de casulla arbitrariamente. Este detalle siempre te intrigó. Ni tu tía ni tu hermana, interrogadas al respecto, supieron aclarártelo.

Durante muchos años ese barrigudo sacerdote estuvo al frente de unos feligreses que, en su inmensa mayoría, se aburrían “ad satiatem” con sus soporíferas homilías.

Ahora bien, todos coincidíais en que era un magnífico orador, conclusión a la que llegabais por el tiempo que se llevaba hablando, a veces tan rápido que le faltaba el aliento, y por el tufillo reaccionario de sus sermones.

Aquí, en este sagrado recinto, tampoco tenía su morada la tiránica divinidad a la que rendías culto.

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XLII

La comitiva partía por fin. El proyecto largamente gestado, las compras realizadas, el deseo de dejar el pueblo y abismarse en la contemplación de los pimientos y los tomates a la sombra de un naranjo podían más que los inconvenientes de última hora.

Como vuestra casa se hallaba en una calle que da a las afueras, enfilabais pronto la carretera. A los cinco minutos estabais en pleno campo.

La quietud y el frescor de la mañana diluían vuestra carga de rencores y amarguras.

El paisaje se metamorfoseaba en imágenes. Sólo era posible señalar sin recurrir a las palabras que no servían para expresar vuestras sensaciones. Las palabras eran buenas para hacer comentarios triviales, a los que, por cierto, se entregaba tu tía poseída por el horror al silencio. Este horror la impulsaba a proferir frases deshilvanadas y a ejecutar inanes piruetas verbales.

Marchabas en cabeza, junto a tu madre, en la certeza de que ella no te torturaría los oídos. Entrecerrando los ojos reducías el entorno a manchas polícromas.

Una cinta gris era la carretera a cuyos lados se desplegaban las hazas rojizas, los rastrojos amarillos, los verdes melonares.

Los colores se extendían por anchas franjas de terreno enriqueciéndose con nuevos matices según incidiera la luz.

Después de andar tres kilómetros cogíais por el atajo que discurría paralelo al cauce seco del arroyo. Este camino entre olivares conducía a la huerta.

El sol cada vez más alto picaba. Hacíais un alto para descansar y para turnaros en el transporte de las cestas. Tu tía aprovechaba el receso para comunicaros que le dolían los pies, que no estaba para esos trotes, que no sabía si tendría fuerzas para llegar.

Tu hermana decía cuatro cuchufletas, que secundaba tu tío político, a propósito de la escasa resistencia física de tu tía carnal.

Esta, que no soltaba a tu primito por temor a que lo atropellara un coche, dudaba entre seguir las bromas o sacar a relucir una vieja historia de males que avalara su debilidad.

Tu abuela, con una mano en el cuadril, decía: “Vamos, que ya queda poco”. Y os poníais en marcha de nuevo, esta vez todos juntos, formando un grupo compacto.

Tu tía empezaba a contar el percance acaecido yendo de promesa a la ermita, detrás de la Virgen en su carreta tirada por bueyes, cuando se dislocó un tobillo de la manera más tonta y tuvo que interrumpir la caminata, sentarse en el suelo y esperar a que un coche la trasladase al pueblo.

Te acordabas bien de ese infortunio porque tu hermana y tú la acompañabais. Te tocó quedarte con ella. Tu hermana, que había hecho voto de silencio e iba descalza, os miró, hizo un gesto de disculpa y siguió andando.

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XLI

A medida que os alejabais, el pueblo, recortado sobre el azul del cielo, de una blancura multiplicada por la claridad matinal, aparecía más bello.

Salíais temprano aunque no tanto como hubieses querido por culpa de tu tía que siempre se retrasaba. Las cestas con la comida estaban preparadas desde la noche anterior.

A ti te gustaba ponerte para la ocasión un pañuelo que anudabas en el cogote porque debajo de la barbilla te hacía la cara demasiado redonda.

Los contados días que ibais a la huerta, fuese en la estación que fuese, pero sobre todo en verano, tenían un sabor especial. Por un lado significaban la abolición de la rutina, por otro un reencuentro con la naturaleza.

De pequeña las demoras de tu tía eran un motivo de enfado. De mayor no podías evitar comentarios que trasluciesen tu irritación.

Querías partir de inmediato pero por misteriosas razones eso no era posible. No es difícil encontrarle el lado cómico a esta escena.

Si tu fastidio era muy grande, te quitabas el pañuelo de vivos colores y te lo echabas por los hombros al tiempo que dabas golpecitos con el pie en el suelo. Tu madre se ponía a hurgar en las cestas porque no se acordaba si había cogido el abrelatas. Tu hermana, tan diligente, se ofrecía a ir a casa de tu tía. En cuanto a tu abuela, aprovechaba este contratiempo para mascullar: “No sé si debería quedarme. La huerta está lejos y yo estoy vieja”.

Si era domingo, tu tío seguía durmiendo y se reunía con el resto de la familia a la hora de almorzar, a no ser que surgiese un imprevisto que lo hiciera cambiar de planes, lo cual no era extraño que pasase.

Tu abuelo, con el burro de reata, se había ido al amanecer, desentendiéndose de ese jaleo.

Conforme transcurrían los minutos, tu mal humor aumentaba. Si tu abuela insistía en lo de la lejanía y la vejez, acababas replicándole con acritud. Tu madre se apresuraba a llamarte al orden e incluso jugaba con la posibilidad de cancelar la salida.

Tú enfurruñada, tu abuela callada, tu madre comprobando si no había olvidado la sal o los tenedores, el clímax se mantenía hasta que giraban los goznes de la puerta.

La primera que entraba era tu tía con su hijo de la mano. Cargados con la impedimenta, la escoltaban su marido y tu hermana. Venían en un silencio agorero.

A pesar de tu juventud y de tu inexperiencia, tenías datos suficientes para prever el desarrollo y el desenlace de este episodio.

Dado que tu único deseo era que os pusierais en marcha, como consumada estratega, cedías el protagonismo a tu tía. El quid de la cuestión radicaba en dejarla desahogarse.

No tenías el menor interés en saber qué mosca le había picado esta vez, pero más valía escuchar sus quejas, el inacabable rosario de sus padecimientos, el cúmulo de tribulaciones que la maltraía, sacándola de sus casillas. A todo lo cual ella era incapaz de poner coto, siendo su única alternativa, según declaraba con aire fatalista, cargar con su cruz.

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