Una tarde en que estaba en el cobertizo de las perdices, se le ocurrió la idea. Fue en busca de Juan Riego y le comunicó su proyecto. El hombre se limitó a preguntar: “¿Para cuándo eso?” “Para mañana”.
-o- -o- -o-
El pájaro, excitado, no cantaba sino que vociferaba denigrando al otro que tampoco se mordía la lengua.
De una encina cercana, en rápido vuelo, vino a posarse delante de la jaula un macho que, enarcando las alas y sacando los espolones, miraba torvamente al reclamo en absoluto intimidado.
En el puesto doña Rafaela contenía el aliento, hipnotizada por la escena que se desarrollaba ante sus ojos.
Ambos pájaros seguían injuriándose y haciendo alardes de fuerza para amilanar al contrario.
Faltaba poco para que los contendientes pasasen de las fanfarronadas a los picotazos al objeto de dilucidar una cuestión que no admitía demora.
El pájaro libre, exhibiéndose a una distancia prudencial, arrastraba las alas por el suelo.
Uno y otro, nerviosos, se aprestaban para el combate definitivo. La última baza iba a ser jugada.
Doña Rafaela, que seguía con el punto de mira las evoluciones guerreras de la perdiz, disparó y un estampido puso fin a la pantomima.
La Diana de esa espesura respiró aliviada. Sus músculos se distendieron. Una gran satisfacción la invadió.
Antes de que el retumbo se apagase del todo, el reclamo asomó la cabeza por entre los alambres y rezó un responso a su rival agujereado.
Al poco rato fue la hembra la que se enfrentó al intruso que había hollado sus dominios.
Y otra vez se repitió el mismo ritual coronado por mortífera perdigonada.
La infeliz pareja yacía en la tierra para regocijo del reclamo que, aun sin saber cómo lo había conseguido, se consideraba el vencedor del torneo.
El madrugón, el cansancio, la humedad hicieron mella en el ánimo de la cazadora que abrió la escopeta sin descargarla y salió del puesto con las piernas engarrotadas. Ensartó las piezas cobradas en los ganchos, enfundó la jaula y, ajustándosela en la espalda, emprendió el camino de vuelta.
A la altura del brezal que se extendía por la ladera del cerro desarbolado, empezó a gotear. Aligeró el paso doña Rafaela pero no le dio tiempo siquiera de alcanzar la vereda cuando las nubes se deshicieron en agua, invalidando el apresuramiento.
Como pudo, protegió de la lluvia la escopeta y se resignó a coger la mayor mojada de su vida.
El chaparrón que tan furiosamente se había desatado, cesó de buenas a primeras. Pero se veía a las claras, dado lo oscuro del cielo, que ese aguacero sólo era la avanzadilla de la borrasca.
Iba doña Rafaela sorteando los charcos cuando su desarrollado instinto venatorio la alertó. Algo se había movido entre los arbustos. Cerró la escopeta. Avistó un conejo.
El plúmbeo silencio que antecede a la tormenta, quedó hecho trizas por un certero disparo que volteó al roedor en plena carrera.
Doña Rafaela fue a buscar al animal cuyo corazón palpitaba todavía. Con el cuerpo caliente en las manos, la asaltó la duda de si debía hundir su cuchillo en la garganta de la víctima para acortar su agonía, o si debía dejar que expirase ella sola.
De la bóveda encapotada empezaron a caer nuevos goterones que zanjaron esa cuestión. Doña Rafaela degolló al montaraz mamífero, esperando lo justo para que se desangrara.
Arreciaba la lluvia. Anduvo un trecho por el camino, luego se internó en la espesura y escaló la empinada vertiente de un cerro cubierto de apretada vegetación.
Sólo las encinas de disperso follaje ofrecían un dudoso cobijo, sin contar el peligro, no por improbable menos real, de un rayo atraído por el árbol.
Desde la cima del cerro vio la casita tras una cerca de piedras medio derruida.
Esa casita era un refugio de cazadores que conocía doña Rafaela por haber estado en ella con su tío. Ignoraba si la puerta estaba cerrada con llave o no, pero, habida cuenta de la lejanía del cortijo, más le convenía probar suerte.
Bajó hasta la vaguada y remontó la elevación contigua. Iba con la ropa empapada, los pelos pegados a la frente, la escopeta al hombro, las dos perdices y el conejo colgados de la cintura.
Al llegar a la casita se llevó la sorpresa de que no sólo la puerta estaba abierta, sino de que había dos hombres dentro.
Le parecieron dos presidiarios escapados de un penal. Pronto comprendió que se trataba de dos carboneros de tiznadas caras.
Lo inesperado e insólito del encuentro dejó con la lengua trabada a la mujer, de pie en el umbral, y a los hombres, sentados en banquillos junto a la mesa.
Fue doña Rafaela la primera en reaccionar. Dando los buenos días entró. Los carboneros se levantaron ceremoniosamente, como si fueran a hacerle los honores.
Doña Rafaela, por cortesía y por entablar diálogo, se identificó. Gozaba ya de notoriedad en Las Hilandarias. Aparte de eso, los dos hombres trabajaban en su propiedad.
Uno de ellos encendió un fuego en la chimenea con la leña apilada en un rincón. El otro se ofreció a ir al cortijo para comunicar el paradero de la señora.
Antes de que doña Rafaela rechazara esa propuesta, el carbonero se puso el capote y partió. En el vano de la puerta se detuvo un momento, arrebujándose en la prenda. Luego se aventuró decididamente en el aguacero que creaba veloces torrentes.
La mujer se acercó a las llamas y extendió las manos. Al poco rato su ropa empezó a desprender vapor. Manteniéndose cerca del fuego, se dio la vuelta para secarse por detrás.
El otro carbonero estaba recostado en el quicio de la puerta. Se había alejado de la chimenea cuando doña Rafaela se acercó. Parecía abstraído en la contemplación de la lluvia.
Sobre la tosca mesa de madera, la escopeta abierta, la canana, el reclamo enfundado, las dos perdices y el conejo componían una engañosa naturaleza muerta.
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