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Archive for the ‘Viaje a Aracena’ Category

26

La pérdida de sangre no me angustiaba tanto como el temor de quedarme paralítico. A causa de la presión que ejercía el correaje, no me notaba las piernas.

Me revolví furioso. Grité y juré. Poco a poco las ataduras se fueron aflojando. Conforme disponía de más espacio, más violentas eran mis sacudidas. Por fin, volqué mi peso sobre un lado y caí al suelo de golpe.

El batacazo y el frescor de las losas me trajeron a la realidad. Estaba sudando y tenía el corazón palpitante. Me toqué las piernas, las encogí, las estiré. A continuación enderecé el tronco para aliviar la tensión de la columna vertebral.

Me apoyé en la cama y permanecí así un rato.

A través de la ventana abierta contemplé las lejanas estrellas que agonizaban en el cielo.

Me puse en pie y encendí la lámpara de la mesita de noche.

La habitación estaba en orden, pero el revoltijo de sábanas, la almohada torcida y mi dolor de espalda cuestionaban esa normalidad.

Faltaba poco para que amaneciese. Me tendí y apagué la luz.

Fue Luisa quien tuvo la idea de la acampada y también quien escogió el lugar: una alameda a orillas de un río, no lejos de Galaroza, en plena sierra.

Mientras describía ese paraje de ensueño, Carmelina, Pedrote y yo la escuchábamos embelesados. Añadió que podíamos aprovechar la excursión para visitar Aracena, Fuenteheridos, la peña de Alájar…

Alguien recordó que García Silva vivía en Aracena.

“A lo mejor nos lo encontramos” dijo Pedrote. “No, por favor, que nos agua la fiesta” replicó Carmelina. “¡Ay, no!” exclamó Luisa. “Con esa cara que tiene…”.

Bromeamos a su costa. Yo propuse que nos sirviera de cicerone. Pedrote sugirió que lo invitásemos a pasar la noche con nosotros para que nos alegrase la velada con chistes y canciones.

“¡Ay! ¡Ay!” gemía Luisa con los ojos llorosos por la risa. “¿Por qué no nos olvidamos de ese fantasma y hablamos de lo que nos va a hacer falta?”.

Me desperecé. La punzada persistía. Seguramente había dormido en una mala postura.

El resplandor del nuevo día iluminó débilmente la habitación. Sentí frío y me tapé. A decir verdad no me encontraba con ánimos de emprender el viaje a Aracena.

 

 

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25

Estaba tan afligido que me había olvidado de García Silva. Se había acercado y noté su presencia a mis espaldas. Lo que menos deseaba en esos momentos era tener detrás esa sombra funesta.

Me volví para comunicarle que el paseo en coche se había ido al garete. Pero lo vi tan contrariado que sólo dije: “Ya lo has oído”.

Me alejé porque quería reflexionar y con él a mi lado me resultaba imposible.

Me siguió arrastrando los pies por la tierra. Haciendo de tripas corazón y en un tono lo más persuasivo posible, hablé de nuevo.

“Nos han fastidiado a los dos. A mí más que a ti, pero en fin…Quiero pensar y descansar un rato. Desde que salí de Sevilla, no he parado. Espero que lo comprendas. De todas formas, si tengo que quedarme dos días en Aracena, vamos a tener tiempo de conversar. Ahora necesito estar solo».

Eché a andar sin aguardar respuesta. Por mi parte, este asunto estaba zanjado y así se lo daba a entender.

Apenas me había apartado unos metros cuando García Silva me cogió por el brazo. Traté de soltarme de un tirón pero me tenía bien agarrado.

“¡Déjame en paz!”.

En vista de que mis intentos por liberarme eran inútiles, pedí ayuda a los mecánicos.

Estos levantaron la cabeza y la movieron de un lado a otro, como si lo que estaban presenciando sólo fuera un juego de niños.

Repetí mi llamada de auxilio varias veces.

“¿No ve usted que es un pobre idiota?” dijo el mecánico más joven. “Lo que tiene que hacer es no prestarle atención. Así acabará aburriéndose y se irá”.

A todo esto, García Silva había conseguido inmovilizarme. Su fuerza era extraordinaria.

Me condujo a una colina cubierta de pinos, en cuya cima había un calvero ocupado por un edificio de planta circular y con cúpula que me recordó un observatorio astronómico.

Esa rotonda tenía un aire siniestro, al que encontré una explicación cuando nos acercamos lo suficiente para comprobar que la construcción carecía de aberturas.

Una vez dentro, García Silva me soltó. Me puse a buscar una salida pero adondequiera que iba el alto muro se alzaba ante mí. Ni siquiera en la cúpula había una claraboya.

La sala estaba iluminada por una serie de potentes lámparas dispuestas en un tablero que colgaba del techo. Debajo había una camilla con sábanas verdes.

García Silva parecía tranquilo. Me había dejado en libertad para que me convenciese de que no tenía escapatoria.

En la sala el silencio era tan profundo que escuchaba el sonido de mi respiración. Después resonaron unos pasos. Era García Silva que se dirigía a la camilla.

En cuanto se tendió, el armazón de aluminio empezó a elevarse hasta alcanzar una altura de dos o tres metros. Luego apareció un tubito transparente. Deduje que iba a ser testigo de una autotransfusión de sangre.

Antes de que tuviese tiempo de reconsiderar esa disparatada conclusión, ya estaba acostado y atado con correas a otra camilla.

 

 

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24

Me senté en una piedra redondeada. Estaba cansado, había perdido a mis amigos, tenía el coche en el taller y habían intentado liquidarme.

Incapaz de decidir nada, me abismé en la contemplación de ese aparato de fuselaje maltrecho que tenía ante mí.

García Silva trató de llamar mi atención restregando la suela de los zapatos por el suelo. En vista de que no lograba resultado, se puso a dar patadas a los guijarros. Por fin su voz resonó en mi cabeza.

“¿Sabes lo que le pasó a esa avioneta?”.

Ni lo sabía ni me importaba. Tras una prolongada pausa respondí: “No” “Tuvo una avería” “Esas cosas ocurren”.

“Le fallaron los frenos. El dueño dijo que no valía la pena arreglarla. En definitiva se trataba de un cacharro viejo.

“La guardaron en el cobertizo y los niños empezaron a jugar con ella. La sacaron de nuevo a la pista y la empujaban de un lado para otro. Se metían en la cabina, se encaramaban a las alas y hacían girar las aspas con las manos. Y un día la despeñaron por este terraplén”.

Me levanté y dije: “Tengo que ir a recoger mi coche. Me pediste que te acompañase a este lugar y accedí. Ahora te toca llevarme al taller. Si el seíta está a punto, podemos dar una vuelta”.

García Silva aceptó. Por el camino empecé a considerar una serie de inconvenientes. ¿Y si no quería bajarse cuando acabase el paseo? ¿O este le parecía demasiado corto? ¿O se empeñaba en conducir?

Por otro lado estaban mis compañeros, a los que tenía que localizar. Había hecho mal en comprometerme, pero mi conciencia no me atormentaría si, cuando llegase el momento, le daba esquinazo.

Por lo pronto no podía prescindir de su ayuda. Cuando vi el taller, me adelanté y fui a hablar con los mecánicos.

“Todavía nos queda tarea” dijo el mayor de ellos. “¿Mucha?”.

El hombre sacó un cigarrillo del paquete, lo encendió y aspiró una bocanada. Sólo entonces se dignó responder.

“Esto va para largo” “Pero usted me dijo que lo arreglaría hoy mismo”.

Como no replicara nada, añadí: “El coche me hace falta”.

El mecánico siguió fumando como si tal cosa. Esa cachaza me atacó los nervios.

“Si es cuestión de dinero, estoy dispuesto a pagar lo que me pida” “Le voy a cobrar lo que tenga que cobrarle, ni una peseta más” afirmó al tiempo que expulsaba una nube de humo.

Y concluyó sentenciosamente: “Ustedes, los jóvenes, siempre tienen prisa. En la vida surgen problemas que no podemos resolver a nuestro antojo”

Sólo faltaba que se pusiera a sermonearme.

“Su coche tiene una avería más grave de lo que habíamos pensado”. Y tras dar una calada al pitillo añadió: “La reparación va a durar, como mínimo, dos días”.

Si me hubiese anunciado el fin del mundo, no me habría sentido más consternado.

“Eso no puede ser”.

El mecánico se encogió de hombros, dio una última calada y arrojó la colilla al suelo. Luego se volvió y dio algunas instrucciones a su ayudante.

 

 

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23

El lugar adonde me condujo era un llano en las afueras del pueblo. Antes de llegar se oía un zumbido persistente que se incrementaba conforme nos aproximábamos. Era un sonido como el que produce un moscardón volando. Pero era evidente que, salvo que fuera de un tamaño descomunal, no podía tratarse de un insecto.

Aunque estaba intrigado por ese bordoneo, me abstuve de preguntar a García Silva.

Cuando nos hallábamos cerca de la explanada, dirigí la mirada al cielo y el enigma quedó resuelto. Un enjambre de aviones teledirigidos surcaba el espacio.

Los niños que los manejaban, los hacían entrar en barrena o describir un rizo perfecto. Habida cuenta de la multitud de aparatos que evolucionaban en el aire, era incomprensible que no ocurriese un accidente.

Otro detalle me admiraba también. Siendo los aviones iguales, ¿cómo podía distinguir cada cual el suyo?

Al principio tuve la certeza de que, tarde o temprano, se produciría un choque. Cuanto más tiempo pasaba, más me convencía de lo infundado de mi temor. Los pilotos eran auténticos expertos.

García Silva dio muestras de impaciencia. Comprendí que quería participar en esa sesión de aeroacrobacia, pero sabía que el encargado de los aviones no le alquilaría uno.

Por eso me había pedido que lo acompañase: para que fuese a hablar con dicha persona que se hallaba recostada en la pared de un inmenso cobertizo vigilando el juego de sus clientes.

No tuve inconveniente en hacer de mediador. Pensé incluso que sería una forma de librarme de él, pues en cuanto tuviese el mando a distancia en la mano, se olvidaría de mí.

Me disponía a cruzar el llano cuando tres aviones en formación de ataque descendieron y me enfilaron. Los aparatos se habrían estrellado contra mí si no me tiro al suelo.

Si había sido una broma, no tenía ninguna gracia. Arrodillado, permanecí con la vista fija en esa pandilla de mocosos en un vano intento por averiguar quiénes habían sido los autores de la fechoría.

Me levanté y, tras dar algunos pasos, presencié una maniobra que no me gustó. Varias escuadrillas se estaban formando.

Cada vez más escamado observé cómo se dirigían a diversos puntos. De pronto caí en la cuenta de que yo estaba situado en el centro de su campo de operaciones.

No había tenido tiempo de digerir ese descubrimiento y ya un avión procedente de cada unidad se abatía en picado sobre mí. A esta ofensiva sucedieron otras.

Pegado a la tierra, no me atrevía a mover un dedo. Sin pensar en nada esperé una tregua que me permitiera alcanzar el límite de la explanada. Cuando se produjo, salí pitando.

Inmediatamente los aviones se lanzaron en mi persecución. Tenía la esperanza de que me dejasen en paz tan pronto como abandonase la pista. Creía que sólo estaban interesados en expulsarme de allí.

Los cuatro aparatos que iban destacados viraron a la derecha y, describiendo una curva cerrada, se situaron frente a mí. Luego, meciéndose en el aire, me acometieron.

Logré esquivarlos encorvándome y haciéndome a un lado. Durante unos minutos estuvieron jugando conmigo al ratón y al gato.

Me embestían desde todos los ángulos. Había momentos en que la rabia me dominaba y, enderezándome, gritaba: “¿Qué queréis de mí?”.

Como corría a ciegas, caí rodando por un terraplén. Cuando paré de dar vueltas, miré hacia arriba. Varios aviones me sobrevolaban, pero no podían atacarme porque estaba fuera del campo de visión de sus controladores.

Me dolía todo el cuerpo. Me puse en pie y, mientras me sacudía el polvo, examiné un viejo aeroplano que había resbalado por la pendiente, embarrancando a medio camino.

Luego escuché el ruido provocado por un pequeño alud de piedras. Era García Silva que bajaba apoyándose en el canto de los zapatos.

 

 

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22

“Me hubiese gustado ser piloto aéreo y prestar mis servicios en una compañía cuyos aviones frecuentasen los aeropuertos de las ciudades más importantes de la Tierra.

“A menudo me entregaba a esta fantasía que con el tiempo fui perfilando.

“Me veía de uniforme subiendo la escalerilla de un Boeing, acompañado por el copiloto y el radiotelegrafista. Tres sonrientes azafatas nos recibían a la entrada de la aeronave.

“Imaginaba el momento del despegue, el silbido de las turbinas, las informaciones procedentes de la torre de control, la larga pista que enfilábamos con creciente velocidad, el tablero de mandos atestado de relojes e interruptores, el timón que manejaba con mano firme y la sacudida antes de que el aparato se elevase en el aire.

“Una vez estabilizado el avión, me dirigía a los pasajeros para darles la bienvenida y algunos datos de interés concernientes al vuelo, así como para desearles una feliz travesía.

“¿Eres capaz de concebir el placer de sobrevolar la Tierra de un extremo a otro? ¿De recorrerla en todas las direcciones? ¿De contemplar a tus pies el océano Atlántico como una suntuosa alfombra? ¿De anunciar a los viajeros que ese resplandor perdido en la lejanía es Zúrich o Ginebra o Berna y obligarlos a realizar ese acto de fe?

“La gente se deja cautivar por los nombres. No es raro que, cuando desembarcan, se lleven una decepción. No sólo los aeropuertos son parecidos. Las ciudades tienden también a confundirse unas con otras. Lo único que las diferencia es el casco antiguo y los monumentos típicos. Pero la mayor parte de las áreas urbanas está constituida por los mismos bloques de pisos, las mismas tiendas, las mismas calles…

“Como no pude realizar el sueño de convertirme en piloto, me enfrasqué en el estudio de la geografía. Todavía hoy soy capaz de localizar en un mapa mudo los archipiélagos de Oceanía o recitar las naciones de África con sus correspondientes capitales.

“Esa actividad que me absorbía plenamente, acabó convirtiéndose en un repaso de conocimientos adquiridos. Para evitar el aburrimiento pedí que me compraran nuevos atlas y libros a fin de espolear mi imaginación.

“No obstante, mi interés fue decayendo y cada vez me resultaba más difícil avivarlo.

“Pensé en hacer alpinismo, pero ese deporte planteaba muchos problemas. Así pues, seguí buscando hasta que encontré lo que necesitaba.

“Ocurrió por casualidad. Estaba desganado. Antes de que me venciese la apatía, mi madre tuvo la idea de regalarme maquetas desmontables de aviones antiguos, que eran pequeñas obras de arte.

“No me cansaba de mirarlas. Pasado ese primer momento de arrobo, me apliqué a desarmar uno de los modelos. Al principio me temblaban las manos, pero a medida que dejaba al descubierto los entresijos de la máquina, mi pulso se fue afianzando.

“Cuando acabé, me apresuré a recomponer el avioncito. Así fue como me inicié en el aeromodelismo.

“Este entretenimiento me sirvió también para aprender aerodinámica y mecánica de vuelo.

“Ahora quiero enseñarte una cosa. No tendremos que andar mucho».

Esa propuesta me cogió desprevenido. Aunque no tenía el menor interés, balbucí: “Si no está lejos…”.

 

 

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21

Dejé la plaza y me interné en el entramado de calles que trepaban por la falda del monte.

A la puerta de las casas había viejas de luto sentadas en sillas bajas. No había en su vestimenta una sola nota de color. Negros eran los pañuelos anudados debajo del mentón, las toquillas, los delantales, las medias y las babuchas.

Solas o acompañadas, permanecían mudas. A veces lanzaban un suspiro que testimoniaba su pertenencia al mundo de los vivos. Estos seres, a los que la edad había marchitado y cuyos rostros eran apenas visibles, participaban ya del reino de las sombras.

Pese a que todos los indicios apuntaban a un desapego de los asuntos terrenales, esta impresión era engañosa. Sus taimados ojillos no se apartaban de mí.

Cansado de deambular, me acerqué a dos viejas para preguntarles por dónde se iba al taller. Ambas eran regordetas y tenían la cabeza agachada.

Esperé la respuesta sin que esta llegase. Me aclaré la voz e insistí.

Una de ellas rebulló y se puso a proferir incoherencias y a espurrear saliva.

“¿No ve que la pobre no puede hablar?” dijo la otra en un tono poco amistoso. Y añadió: “Después del último arrechucho no es capaz de hilar dos palabras de corrido, ni tampoco es bueno que malgaste sus escasas energías en intentarlo. Estuvo en un tris de irse al otro barrio. El médico le ha prohibido alterarse” “Lo siento”.

“¿Usted es forastero?” “Sí, de Sevilla” “Una vez estuve allí”. La enferma empezó a mascullar.

“¿Ve usted lo que le digo? Se excita cuando hay un extraño, y eso no le conviene” “¿Podría indicarme cómo se llega al taller?” “¿No se da cuenta de que si sigue aquí le va a dar un ataque?”.

La anciana abotargada había erguido el cuello trabajosamente y contraía los músculos faciales en penosas muecas que le desfiguraban la cara. Sus tentativas de romper a hablar se traducían en visajes y temblores.

Vagué un buen rato sin atreverme a abordar a otra vieja. Pero como no encontraba el camino, no tuve más remedio que volver a preguntar.

No sin recelo me dirigí a una octogenaria enjuta. Estaba destocada. Sus cabellos eran cortos y canosos. Su aspecto era menos siniestro que el de sus convecinas.

“Tiene que coger por la primera calle a la derecha, subir la cuesta…”

La viejecita apergaminada tenía una dicción ronca en discordancia con su pequeñez. Cuando terminó de darme la explicación, la repetí para que me corrigiera si me equivocaba. Luego le di las gracias.

Seguí sus instrucciones al pie de la letra. No salía de mi asombro. Tuve que rendirme a la evidencia de que me había engañado.

Me senté en un poyete y consideré mi situación. Estaba dando bandazos en un barrio cuyas habitantes no iban a prestarme ayuda.

Tras reflexionar resolví volver al centro del pueblo, donde la gente parecía fiable.

Por el placer de ratificar la indignidad de las viejas pregunté por tercera vez. La nueva información me llevó a una plazoleta con una farola en el centro.

Estuve allí un rato, disfrutando de la soledad, antes de encaminarme al Casino Cultural.

Decidido a ignorar la presencia de esas momias enlutadas, eché a andar mirando al frente. Iba como un soldado que participa en un desfile. Las viejas se habían metido en sus casas y habían cerrado las puertas.

Al doblar una esquina descubrí en mitad de la calle a García Silva. Me paré en seco.

Tenía los brazos caídos y oscilantes, las piernas separadas. Del cuello le colgaban filamentos de piel. Un apéndice triangular ocupaba el lugar de la cabeza. Esta aleta tendría diez centímetros de alta. Su textura era semejante a la del hígado pero más pálida.

Los dos permanecimos inmóviles. Yo no atinaba a decir ni a hacer nada.

Fue él quien se puso en movimiento. Se desplazaba con la punta de los pies hacia fuera, a un ritmo nervioso, con el cuerpo recto, ayudándose de las manos.

Retrocedí varios pasos. Sus dedos descoloridos me recordaban esas plantas de tallos blanquecinos que mal que bien medran en los sótanos húmedos.

Desde una profundidad cavernosa me llegó la voz de García Silva que resonó en mi interior.

Se acercó un poco más. Luego empezó a contarme una historia.

 

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20

Me hormigueaban los pies y la sangre bullía en mis venas. Casi sin darme cuenta también yo empecé a marcar unos tímidos pasos de baile.

A pesar de mi total ignorancia, de mi torpeza y de mi temor al ridículo, cada vez me resultaba más difícil resistir la llamada de la música.

A mi alrededor todo el mundo, tarde o temprano, hacía una demostración de su talento por menguado que fuese.

La mayoría no tenía idea de ballet, pero eso no era óbice para que se dejase llevar por la inspiración del momento. Si los demás se atrevían, ¿por qué yo no?

La música con resonancias de vals fue ganando intensidad hasta desembocar en un “tutti” que desencadenó una furia danzante.

Sin pensarlo más me puse a girar como una peonza y, probablemente, con pareja velocidad. Al cabo de poco tiempo tuve que parar. Di unos cuantos traspiés y busqué apoyo en una columna.

Yo no era el único que estaba mareado o cansado. Abanicándose había bastantes socios sentados. Pero la fiesta continuaba.

Me extrañó descubrir que no todos participaban en ella. Recostado en la pared había un adolescente taciturno. Iba tocado con una gorra de marino. No sólo se mantenía al margen sino que su actitud traslucía su reprobación. ¿De qué podía acusarnos? ¿Y por qué se erigía en juez?

Si la jovialidad reinante le disgustaba, si el comportamiento de los presentes le resultaba grotesco, si su veredicto era condenatorio, ¿por qué seguía allí?

Me pasé la mano por la frente, sorprendido del discurso interior que había suscitado la vista de un muchacho de aspecto huraño.

Su retraimiento podía tener una causa banal y yo le había dado una incisiva dimensión crítica.

En el escenario las bailarinas componían arabescos y otras filigranas. El espectáculo empezó a hastiarme. Los socios se repetían. El patio se había convertido en una olla de cigarrones compitiendo entre sí por llegar hasta el techo. Decidí salir a la calle para despejarme.

Al apartar el cortinaje de terciopelo estuve a punto de chocar con una mujer que se disponía a entrar realizando una pirueta. Gracias a su ligereza consiguió evitar el encontronazo.

El mérito de que no se produjera el accidente era todo suyo. Yo me había quedado como un pasmarote.

“¡Qué alegría volver a verte!” exclamó. “¿Eres tú?” “¿Quién si no?”

Estaba desconcertado. No acababa de creer que esa mujer fuese Amparo Barrios. La recordaba como a una niña pazguata.

“Eres la última persona que esperaba ver aquí” “La vida depara sorpresas” “Estás muy cambiada” “¿De veras?” dijo llevándose a los labios una boquilla nacarada.

Me preguntaba cómo había podido producirse una transformación tan grande.

“¿Tienes fuego?” “He perdido el mechero” respondí tras rebuscar inútilmente en mis bolsillos. “En ese caso no fumaré”.

La mente se me quedó en blanco. “Y pensar que estuve enamorada de ti. Ahora no me quitas los ojos de encima. Entonces no me hacías caso” “Disparatas” “Salvo cuando no te salían los problemas” “Pero si las matemáticas no se te daban bien” “Un poco mejor que a ti”.

“Sí, me estoy acordando de aquella vez que me sacaron a la pizarra para resolver una ecuación copiada de ti. Te habías confundido hasta sumando. El profesor se llevó haciendo chistes a mi costa el resto del curso” “¿Y me reprochas eso?”.

“Eso es agua pasada. ¿Has venido sola?” “He venido con mi marido y mi hijo”.

Crucé el vestíbulo y los encontré a la puerta del Casino. Sintiendo todavía en mis espaldas la mirada de Amparo, saludé a su cónyuge que estaba abstraído en sus pensamientos. Sólo salía de su estado meditativo cuando el niño rebullía o pataleaba en el cochecito. Mis preguntas corteses fueron despachadas con displicencia. A la vista de esa actitud puse fin al paripé.

 

 

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19

Tres potentes chorros de luz cruzaban el escenario. De vez en cuando uno de los focos daba una rápida pasada por el patio, iluminando durante unos segundos los atentos rostros de los asistentes.

Se oyó un redoble de tambor y se hizo el silencio. En el tablado habían tendido un alambre de un extremo al otro, a varios metros de altura.

Apagaron dos focos. El tercero encuadró al funámbulo que sostenía un balancín. Cuando cesó el redoble, el acróbata se lanzó a recorrer el alambre con ágiles pasos. A mitad de camino se detuvo manteniendo el equilibrio durante un tiempo interminable. Sólo el contrapeso oscilaba ligeramente.

Era asombroso ver a ese hombre suspendido en el aire, controlando sus músculos y sus nervios, convocando nuestras miradas, como si de nuestra tenacidad visual dependiera el éxito de la función.

Enderezándose, el funámbulo alcanzó la otra punta. El público prorrumpió en aplausos y el artista saludó antes de desandar el alambre, esta vez sin pararse.

Unos cuantos espectadores subieron al escenario y, al son de un pasodoble, se quitaron la chaqueta y empezaron a hacer cabriolas.

Daban volteretas en todas las direcciones. Aunque el choque parecía inevitable, se las arreglaban para eludirlo en el último momento.

Causaba regocijo contemplar la habilidad de esos gimnastas que andaban cabeza abajo y daban saltos mortales. Uno de ellos se llevó un buen rato apoyado en una sola mano.

Al final formaron una torre humana; el que la coronó estuvo agitando una bandera el tiempo que sonaron los aplausos.

Antes de que se deshiciera esa efímera construcción, otra remesa de hombres y mujeres que vestían un maillot granate adornado con lentejuelas doradas, se adueñó de las tablas.

Encaramándose con pasmosa destreza al pedestal, se arrojaban al vacío con los brazos abiertos, siendo recogidos por sus compañeros que los mecían antes de depositarlos en el suelo.

El plato fuerte lo constituían las contorsiones. Todos simultáneamente se despernancaron provocando la consternación del público. Luego empezaron a retorcerse sin que esto pareciera conllevar ninguna dificultad. Se anudaban y desanudaban componiendo insólitos asanas. Sin embargo, lo más asombroso era que tras estos ejercicios los cuerpos recuperasen su forma.

Por último se repartieron en dos círculos concéntricos. Los de dentro se agacharon y los de fuera permanecieron de pie. Siguiendo una complicada técnica se entrelazaron de modo que el resultado fue un animal no registrado por ninguna mitología. Un híbrido de hidra y ciempiés, de deidad védica y balón de fútbol.

Un oportuno apagón de los focos disipó los efectos del hechizo. Cuando los encendieron de nuevo, los componentes de la bola humana se hallaban en el borde del escenario.

Tras la cerrada ovación se escucharon unos alegres compases y el tablado se llenó de bailarines con camisas de mangas anchas, chalecos bordados y pantalones ceñidos con cordones a la pantorrilla o faldas de amplios vuelos. Medias blancas y zapatos negros de charol completaban el atuendo. Ellas lucían también diademas multicolores.

Cogidos de la mano, compusieron un corro que giraba ya hacia la izquierda ya hacia la derecha. Sin dejar de marcar los pasos se dividieron en grupos de cuatro. Con los brazos extendidos, tocándose la punta de los dedos, prosiguieron dando vueltas.

Sobre el pedestal habían plantado un mástil del que pendían largas cintas azules, rojas, amarillas, rosas, verdes… Al ritmo que marcaba la música, los danzantes se apiñaron a su alrededor y enseguida se separaron de un salto dando un grito de júbilo. Cada uno tenía una cinta que enarbolaba triunfante.

Al principio evolucionaban lentamente, rotando en dirección contraria cada vez que cambiaban la cinta de mano. Pero la tonada iba adquiriendo una cadencia más viva que era reflejada por los bailarines.

Al cabo de pocos minutos se desplazaban a gran velocidad en torno al mástil a la par que, cruzando y descruzando las cintas, entremezclándolas, haciéndolas ondear, componían vertiginosas figuras.

Lo estaba pasando en grande. Los socios de Casino estaban exultantes. Su buen humor era contagioso.

Cuando acabó este número, se oyó música clásica y muchas personas, tras hacer un hueco apartando sillas y mesas, se pusieron a andar de puntillas. En el escenario muchachas con vaporosos tutús de muselina se movían con mucha más gracia.

 

 

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18

Debían de estar celebrando una fiesta. Me picó la curiosidad y, aunque sospechaba que a la entrada habría un portero con gorra de plato y gesto adusto, decidí probar suerte.

Pero no había cancerbero. Me aventuré entonces por el vestíbulo, recelando que en cualquier momento alguien se acercase para preguntarme si estaba invitado.

Avancé hacia la cancela, tras la que colgaba un cortinaje de terciopelo rojo que se hallaba descorrido en parte. De vez en cuando me paraba y observaba el zócalo o el artesonado.

A mi lado pasaban alegres parejas sin prestarme atención. Incluso un petimetre estuvo a punto de tropezar conmigo.

Metí las manos en los bolsillos de mis vaqueros y crucé la cancela. Lo único que podía ocurrir era que me echasen.

No era un salón, como pensé cuando estaba fuera, sino un patio porticado y cubierto por una montera. Las columnas y las losas eran de mármol blanco. El bar estaba a la derecha. En mitad del patio había un tablado redondo con un pedestal de mediana altura en el centro.

Los altavoces desgranaban los compases de una canción de moda.

Me acordé de Luisa, Carmelina y Pedrote. Tal vez, tras pasear por el pueblo, habían llegado a la plaza y, al igual que yo, habían sido absorbidos por la fiesta.

Escruté a la alborozada concurrencia sin lograr localizarlos. Lo mejor sería dar una vuelta.

Esquivando a jóvenes parejas que charlaban y reían, llegué al abarrotado bar.

Este ocupaba una espaciosa habitación que comunicaba con el patio a través de dos puertas. Las paredes estaban tapizadas y decoradas con espejos de molduras doradas. Tras la barra había varios camareros con pajarita que acudían raudos cuando un cliente levantaba un dedo.

Me deslicé sobre la mullida moqueta y salí por la otra puerta.

Al volver al patio advertí un mayor bullicio. La gente parloteaba más alto y un foco barría el escenario. Me situé discretamente junto al cortinaje rojo.

Un hombre enjuto con un frac de fantasía subió al escenario, se quitó la chistera e hizo una reverencia que el público respondió con una cerrada ovación.

El presentador alzó una mano y luego, alargando los brazos, entró en materia.

“Tenemos que agasajar como es debido a nuestros huéspedes de honor. Nosotros sabemos cómo hacerlo y lo vamos a demostrar enseguida. Pero antes de que empiece el espectáculo, voy a hablaros brevemente de estos simpáticos visitantes”.

Contuve la respiración, pero de inmediato rechacé la ridícula idea que me cruzó por la cabeza.

“Estos aguerridos jóvenes han realizado una peligrosa travesía y vamos a compensarlos, aunque sea modestamente, por las fatigas pasadas. La carretera de Sevilla a Aracena está jalonada de trampas y de difíciles pruebas que ellos han superado. No vale la pena extenderse sobre este particular que todos conocéis.

“Sólo me queda añadir, atribuyéndome la representatividad de los presentes, que cada uno de nosotros se siente hermanado con estos viajeros”.

Un fuerte aplauso rubricó el discurso. El amojamado portador del frac se inclinó a la par que describía un amplio arco con el sombrero, e hizo mutis.

 

 

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17

Conforme me alejaba, me iba apaciguando. El encuentro con García Silva me había desazonado.

En realidad no habíamos sido amigos a pesar de vivir cerca uno de otro. Nuestras relaciones se habían limitado a un cruce de saludos y al intercambio de algunas frases.

Era un niño que no se integró en ninguna pandilla, y que no participaba en los juegos.

Aunque hacíamos chistes a su costa, nos guardábamos de burlarnos de él en su presencia, sobre todo a raíz de un lamentable incidente.

Uno de los chavales, que se las daba de gracioso, se dirigió en una ocasión a García Silva llamándolo “esparraguera”. No obtuvo respuesta. El provocador tomó nota de esta reacción y esperó el momento propicio de volver a la carga.

Mientras tanto, no se privaba de ridiculizar a García Silva. Nunca se refería a él por su nombre sino por un mote. El Cara-coliflor era su preferido.

Ese día teníamos un examen que pocos habían preparado. El profesor tardaba en llegar.

“Seguro que ese espantapájaros saca un diez” dijo el niño en voz alta. El aludido no se dio por enterado.

Los que estaban al lado del gracioso lo incitaron a que fuese a preguntarle si había estudiado. Primero se negó, pero los otros insistieron argumentando que no iba porque le daba miedo.

El niño menudo de pelo rizoso se puso gallito y, metiendo las manos en los bolsillos del pantalón, se acercó al pupitre de García Silva que se puso en pie antes que el enviado llegara. Sus rasgos se habían endurecido.

Iba el chistoso con una sonrisilla en los labios. “Esos payasos creen que tú muerdes” dijo marcando las eses. “Queremos saber…”

Un puñetazo en pleno rostro dejó la frase inacabada. El chulillo trastabilló sin caer al suelo.

La respiración de García Silva era entrecortada y había enrojecido violentamente, dispuesto a seguir la pelea.

El niño bajito, que sangraba por la nariz, sólo atinó a musitar: “Estás loco”.

A pesar del tiempo transcurrido, recordaba este incidente con todo detalle.

La bóveda celeste arrojaba una luz que volvía irreales las solitarias calles por donde pasaba. Para comprobar que no eran un decorado, palpé la superficie de una pared.

Cuando llegué al centro del pueblo, quedé sorprendido por el cambio.

Alrededor de la plaza se alzaban grandes casas con balcones corridos, cenefas de azulejos y miradores coronados por piñas de cerámica. En los parterres florecían los rosales y los naranjos estaban cargados de azahar.

Entré en ese animado ámbito y deambulé por él mezclándome con la gente.

Me sentía como gallina en corral ajeno. Era obvio que desentonaba en ese conjunto de distinguidos paseantes. Los hombres iban trajeados y las mujeres lucían elegantes vestidos y zapatos de tacón alto.

Por suerte nadie parecía reparar en mí. Estaban ocupados en hablar entre ellos o en andar cogidos del brazo. La atildada concurrencia se renovaba continuamente.

Ese río humano que se dispersaba por la fragante rosaleda, nacía en una casona con grandes ventanales. Sobre el dintel de la puerta se leía: CASINO CULTURAL.

 

 

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