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Tapa blanda

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El Niño Zangolotino
“Zangolotino” es un término en desuso para designar a un muchachote de comportamiento inapropiado, que disfruta estando y jugando con niños, que se resiste a dejar esa etapa primera, quizá por saber o intuir que nunca más experimentará la vida con igual intensidad . Esta es la historia de un mozalbete al que llamaban de esa manera en un tono despectivo. El relato gira en torno a la infancia y su forzoso abandono, que en este caso se convierte en brutal expulsión. Su ejecutor será “el caballito trotón” que infligirá la humillación definitiva por soberbia y por estupidez.

El Despertar De Los Murciélagos
Un viaje a la lejana isla de Maweli. La promesa de un padre a su hijo cuyo cumplimiento va posponiendo inexplicablemente hasta que un día decide por fin asumir su compromiso. Un tumultuoso afloramiento de los terrores que anidan en el ser humano.

Una Consulta Al Oráculo
Sin planteárselo explícitamente, el protagonista se cuestiona su cómoda e insustancial vida de burócrata. La misma que tan satisfactoria le resulta a su compañero Aurelio, con quien comparte su afición por el buen vino y el buen marisco. Pero conocerá a Laura, una sustituta recién llegada a la Consejería, que será el detonante de su crisis. Gracias a ella da el siguiente paso: hacer una consulta al oráculo.

El Escudo De Armas
Dos niños eran expertos cazadores de lagartijas en la marinera ciudad de Ciparsa, a cuyo fortín abandonado subían para capturarlas. Una vez cobraron cuatro piezas, pero esa gloriosa jornada, como consecuencia de un desgraciado suceso, estuvo también marcada por la separación de los dos amigos, que una de las familias impuso.

De Incógnito
Sin un objetivo claro, el personaje principal de este relato decide visitar Portugal, donde ya estuvo en su juventud. Pero algo tira de él en esa dirección y él se deja llevar. Tras unos días de estancia en Lisboa se convence de que ése no es su destino, y, con el mínimo de equipaje, siempre tratando de pasar desapercibido, coge un autobús hacia una ciudad costera.

Esdras El Mercader
Esdras emprende su último viaje, el que ha ido retrasando durante tanto tiempo, el más importante. Por su oficio ha recorrido todo el mundo conocido, desde Grecia al País de Punt, desde Afganistán a Egipto. Quizá esta vez no se pueda hablar de viaje sino de peregrinación.

In Vincula
Lucio Coruncario nació en Itálica, de donde nunca tenía que haberse ido. Pero el esplendor de Roma atraía a los provincianos. Allí se instaló Lucio como protegido de Fabricio Estacio, un destacado personaje, padre de Cecilio y Aurelia, de la que se enamorará.

La navegación
Cuatro nautas cuentan su experiencia. El primer testimonio corresponde en realidad a un náufrago empeñado en llegar a Tierra Firme. El segundo es un diálogo entre un aspirante a marino y un viejo capitán que lleva colgada del cuello una cruz de amatistas.

La noche
Javier decide imprimir un giro a su vida. La que lleva no le agrada. Dejará el piso y la ciudad y se instalará en la casita de una huerta, a orillas del río Tremedal. Pero no es tan fácil liberarse del pasado ni forjar una nueva personalidad más acorde con nuestros deseos más profundos.

Los caballos y los grillos
Angustiado ante la inminente expedición para capturar caballos salvajes en la que no podrá participar a causa de dos excrecencias en la planta del pie derecho, un hombre, tras haber recurrido al Curandero y a las Parteras de la tribu inútilmente, y apremiado por el Jefe, va a ver de mala gana al Chamán.

 

 

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                             XXIV
Permanecía allí en medio, como obnubilado, no pareciendo que viese ni escuchase nada.
Pero veía a los hombres que seguían su camino, y a las mujeres que se sentaban de nuevo en sus hamacas, en sus sillas, en sus umbrales, veía, junto a otros mozos, al bravucón acariciándose el tobillo, con el brazo echado por encima de los hombros del niño de cara de caballo, al que de vez en cuando pellizcaba la oreja cariñosamente, enfilándolo con sus ojos acuosos y hostiles donde se reflejaba el desprecio que le merecía el zangolotino, y oía los insultos que provocaban la risa del otro niño, el cual lo miraba de reojo animándose, al amparo del brazo protector, a motejarlo de esto o de lo otro, oyó a uno de los hombres preguntarle a otro mientras se alejaban si él no era el hijo de fulano, añadiendo, tras la respuesta afirmativa, que no lo podía creer, pues el padre era serio y formal, qué pensaría de ese zagalón que en vez de buscar novia pasaba el tiempo jugando con niños, y oyó a una vecina que opinaba que lo ocurrido era cosa de chiquillos, a lo que otra replicó: “¿un chiquillo el hijo de fulano?” “para mí que no es completo” dijo una tercera, “no puede serlo, desde luego”…

 

 

 

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                             XXIII
Alguien de manos poderosas lo cogió, lo levantó y, zamarreándolo, le dijo: “¿No te da vergüenza pegarle a un niño?”.
El zangolotino no entendía lo que pasaba. Era tardo de reflejos. Ese mozancón le hacía daño. Intentó librarse de la zarpa que lo tenía agarrado por el cogote, la cual aumentó su presión y lo hizo trastabillar en un alarde de fuerza.
La pelea con el otro lo había debilitado. Las escasas energías disponibles las aplicaba a mantenerse derecho entre tantas sacudidas.
Pero la cólera se iba adueñando de él y, cuando disminuyó el zarandeo, propinó un puntapié en la espinilla al entrometido que, en lugar de limitarse a separar a ambos contrincantes, llevando demasiado lejos sus atribuciones justicieras, lo estaba sometiendo a un bochornoso manejo.
Todavía peor lo habría pasado el zangolotino, si otros adultos no hubiesen intervenido.
A raíz de la patada recibida el jayán se enfureció hasta el punto de que no le dio un tortazo porque los recién llegados lo impidieron. Éstos le hicieron notar que estaba incurriendo en la misma falta de que acusaba al niño.
Le pidieron que lo soltara, cosa que hizo no sin antes zamarrearlo de nuevo a la vez que decía: “No sé por qué no te estrello como un huevo contra esa pared”.
Cuando el zangolotino se vio libre de la zarpa que lo acogotaba, se separó unos metros masajeándose la nuca. No sabía si irse o quedarse, si su mayor deseo era matar a ese perdonavidas o pasar página y olvidarse de todo. En cualquier caso intuía que esta historia iba a incidir directa y penosamente en su vida.
Fue entonces cuando se dio cuenta de que el lamentable incidente se había convertido en un espectáculo. Él era el centro de atención. Sintió que lo juzgaban. A cualquiera le asistía el derecho de emitir un veredicto condenatorio mientras que él ni siquiera podía explicarse, exponer lo que había ocurrido.

 

 

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                              XXII
El niño de facciones equinas gemía y resoplaba. Sostenido por los nervios y el amor propio, se debatía con fiereza. Pero, como se veía a las claras, no podría resistir mucho tiempo.
La superioridad del zangolotino era patente. De su rostro se había borrado la furia que aflorara al principio de este incidente. Se había limitado a esquivar o parar los puñetazos y puntapiés que el otro repartía a tontas y a locas. Cuando golpeó, el mamporro conmocionó a su rival que se tambaleó, y que, tan pronto como se repuso, se abalanzó sobre él como un meteorito, perdiendo ambos el equilibrio y cayendo.
Sobre el pavimento de la plaza, el niño de cara caballuna se tomó toda clase de licencias: arañazos, mordiscos, bofetadas… Pero las cosas no le fueron mejor.
Daban vueltas a derecha e izquierda tan bien entrelazados que formaban un único bulto. Cuando esa masa humana se detenía, el zangolotino era el que estaba arriba, sentado sobre el vientre del otro niño, al que trataba de dominar.
Pero éste, al que la rabia dotaba de gran agilidad, lograba zafarse. Tres veces escapó a la inmovilidad, que era sinónimo de derrota, a que lo condenaban el peso y la fuerza de su contrincante. Pero no hubo cuarta vez.
El niño zangolotino, a horcajadas, colocó las rodillas sobre los hombros de su adversario, y con las manos le mantuvo la cabeza pegada al suelo.
El niño de cara de caballo, con los ojos desencajados, forcejeó unos instantes más, trató de combar el cuerpo y revolverse, sin demasiado convencimiento, a un paso de darse por vencido.

 

 

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                              XXI
Al grito de “¡lavanta, buena planta”! con que el niño de rostro caballuno anunció el segundo pase esforzándose en no soltar una carcajada, y tras recibir en el costillar los primeros azotes que no se hicieron esperar, el zangolotino saltó como impulsado por un muelle, pero no para ponerse a correr sino para encararse con el tramposo.
Lo miró fijamente intentando disuadirlo de perpetrar la faena. Le advirtió con su voz bronca que no siguiera pegándole ni de broma, pues el otro, suavemente, no paraba de sacudirle el polvo.
Le dijo que había puesto la correa fuera de su alcance, igual que la vez anterior. Una podía pasar, dos no.
De haberse tratado de un chiquillo menos engreído y estúpido, el de las facciones equinas habría desistido. Si el enfrentamiento degeneraba en una pelea, llevaba las de perder.
Los dos niños se habían convertido en el punto donde convergían no sólo las miradas de sus compañeros, sino también las de las de las mujeres que tomaban el fresco, a las que no había pasado por alto que algo estaba ocurriendo.
El mocoso sorbió con ruido. Vacilaba. Su rostro se ensombrecía por momentos. Sólo era consciente de que ese grandullón le estaba desbaratando los planes. Arrugando el morro, falto de palabras para contrarrestar los argumentos del otro, cada vez más enajenado, sus respetables orejas enrojeciendo a ojos vistas, se puso a gritar como un poseso, incrementándose su rabia en proporción directa a su berrea.
Mediante muecas de connivencia había creado una expectativa que ahora se volvía en su contra. Si no reaccionaba a tiempo, acabaría siendo el hazmerreír. No podía dar marcha atrás. El tiro no saldría por la culata sino por el cañón.
Con las venas del cuello hinchadas, farfulló frases ininteligibles cuajadas de nítidos insultos. El zangolotino cerró los puños, provocando una elevación del tono de voz del otro niño.
La plaza entera estaba pendiente de este suceso. Como la curiosidad era más fuerte que la prudencia, nadie intervino.
El niño de facciones equinas necesitaba el apoyo de los demás para lanzarse. Hasta no verse respaldado no golpeaba. Era un cobardón que se echaba a llorar de despecho cuando le fallaban los recursos.
Pero, espoleado por su propia verborrea, la obcecación lo estaba conduciendo a lo que, de conservar un resto de lucidez, no se hubiese atrevido.
De momento dos circunstancias lo detenían: el silencio de sus compañeros que se mantenían al margen del altercado, sin tomar partido, y, tras alegar sus razones, el silencio del zangolotino interpretado correctamente como la firme resolución de arrearle un sopapo al menor movimiento en falso.
Los otros niños se levantaron y formaron un nuevo círculo alrededor de sus dos compañeros, hecho que envalentonó al niño de cara de caballo, cuyo despotrique contrastaba con el mutismo del zangolotino.
A éste no le gustó verse cercado por los demás. Este acto aceleraba el desenlace de la disputa en el sentido menos deseable. Era un mal presagio. Barruntaba que, aunque ganase en el cuerpo a cuerpo, el perdedor iba a ser él.
Ni una sola vez se tomó la molestia de replicar por más disparates que el otro profiriese. Callaba con la misma obstinación que su contrincante ponía en apabullarlo con sus aspavientos y sus gritos.

 

 

 

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                               XX
Algunas mujeres se echaban aire con un abanico que abrían y cerraban con movimientos bruscos. Pero este remedio servía de poco. En todos los corrillos se hablaba de la ola de calor. No se podía dormir. Sólo apetecía empinar el botijo. Como las condiciones atmosféricas no cambiasen pronto, no iba a quedar con vida un anciano en el pueblo. A continuación las vecinas procedían a un recuento de las defunciones. A menudo un suspiro rubricaba sus intervenciones.
Sólo los niños vivían ajenos al hecho de que, desde principios de julio, se había franqueado la barrera del insomnio. Las diarreas y otros trastornos estaban a la orden del día. Pero, aun sufriéndolos, aun sudando no menos sino más debido al constante ejercicio físico, no se ofuscaban. La emoción del juego prevalecía sobre cualquier otro interés o consideración, así como sobre los consejos de los mayores que, en sus diversas variantes, se reducían a uno solo: estarse quietos.
Si al niño de cara caballuna, inmerso en la segunda ronda de vueltas, le hubiesen preguntado lo que experimentaba en ese momento, con seguridad no habría respondido “calor”. Ni él ni los otros participantes.
El niño de cara caballuna estaba ebrio de felicidad. Era tan grande su satisfacción que no le cabía en el pecho, desbordándosele por los ojos que despedían chispitas malignas. Su única preocupación consistía en que la víctima no se percatase de la granujada en ciernes.
A estas alturas, que los demás levantasen la cabeza, no sólo no le importaba sino que contaba con ello. Así tendría ocasión de transmitirles mediante miradas y visajes, en un primer intento de complicidad que fue captado por pocos, y a renglón seguido por el método más expeditivo de señalar con el dedo al niño zangolotino, el mensaje que, de no protestar, los involucraría en la jugarreta.
Todos guardaron silencio en espera del desarrollo de los acontecimientos. Codazos a diestro y siniestro habían servido para poner sobre aviso a los cumplidores de las reglas que, cabeza gacha, permanecían en la ignorancia. Todos estaban al tanto de lo que iba a ocurrir salvo el antagonista del lance.
El zangolotino, aunque nada sospechase, inspeccionaba a menudo, en un radio lo más amplio posible, el espacio a sus espaldas. No le cabía duda que la vez anterior la correa había sido colocada más lejos.
Ciertos trucos estaban permitidos. Se había dado el caso de no encontrar la correa por tenerla muy cerca del cuerpo. Pero las posibilidades eran muy limitadas. Se trataba, en definitiva, de un juego de agilidad y rapidez.
El zangolotino, que era concienzudo, después de pasar sus manos desde los muslos a la rabadilla, donde ambas se juntaban, las lanzaba hacia atrás explorando el terreno palmo a palmo hasta donde alcanzaban sus brazos.
Al niño de cara de caballo se le ofrecían dos opciones, una de ellas a desechar. O bien dejaba la correa dentro del área reglamentaria y echaba a correr para que le diese tiempo a recuperarla antes de ser hallada, con lo cual se descubriría él mismo, pues el súbito cambio del trote cochinero al galope tendido sólo podía significar una cosa. O bien hacía lo que ya había hecho: poner entre el predestinado y la correa la distancia necesaria para no verse obligado a prescindir de su paso corto.

 

 

 

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                              XIX
“Más fuerte le tenían que haber dado” “Parece mentira, con su edad…” “A ver si aprende” “¿Quién es?” “Es el hijo de…” “Su padre trabaja en…” “Ya caigo”.
El bochorno de la noche veraniega retenía a las mujeres a la puerta de las casas. No tenían otra distracción que la que les ofrecían los chavales en la plaza. Sus juegos eran motivo de conversación, su alboroto era fuente de quejas haciéndolas añorar una tranquilidad de la que ya disfrutaban ampliamente durante el invierno.
La correa, al no haber sido descubierta a tiempo, no cambió de manos. Su poseedor empezó otra vez a girar alrededor de sus compañeros mascullando la cancioncilla. A la vista del éxito obtenido, decidió probar otras variantes marrulleras de forma que quedase patente, por obra y gracia de su astucia, quién era el dueño de la situación.
En lugar de correr se puso a trotar parándose de vez en cuando y haciendo restallar la correa. Para despistar, invertía a su gusto el sentido de las vueltas. Como notaran algo raro, hubo participantes que, escamados, levantaron la cabeza y denunciaron esa triquiñuela amenazando con dejar de jugar si no marchaba siempre en la misma dirección, según indicaban las reglas.
El aludido replicó que ellos estaban haciendo trampas también, pues, ateniéndose a esas mismas reglas, había que permanecer con la vista clavada en el suelo. Tras estos dimes y diretes, el niño de la correa, ensoberbecido, esgrimió ese argumento para controlar a sus compañeros. Al más leve movimiento, ya fuese real o imaginario, se paraba y gritaba que había descubierto a fulano o a mengano haciendo fullerías.
A todo esto, el niño zangolotino, fiel y estricto cumplidor de las normas, respiraba con dificultad de tan encorvado como estaba.
El caballito trotón (aparte del paso adoptado, el mozalbete tenía facciones equinas) sonreía entre malévolo y estúpido. Su mente estaba maquinando otra jugarreta.
El payaso que cae y vuelve a caer a causa de las bofetadas que le llueven, o que tropieza numerosas veces seguidas dando con sus huesos en el suelo, provoca la hilaridad del público. Esta reincidencia en la desgracia es uno de sus recursos. Haga lo que haga, no puede escapar a ese destino plagado de mamporros, patadas, cubos de agua, tartas voladoras, resbalones y costalazos.
El payaso monta su número en esa línea difusa que separa lo trágico de lo cómico. Si es un verdadero artista, la gente ríe.
El niño de la correa sabía que una de las claves de ese divertido resultado era la repetición. Sus ojos saltones brillaban de gusto. La idea le parecía tan graciosa y tan factible que celebraba el éxito de antemano.

 

 

 

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                            XVIII
Había algo que no encajaba en ese grupo de niños sentados en corro. Uno de ellos, con una correa en la mano, daba vueltas por fuera del círculo entonando una canción monótona. De vez en cuando hacía amago de depositar la correa a espaldas de uno de los participantes, los cuales pasaban las manos por detrás para comprobar si habían sido elegidos, y librarse de las nefastas consecuencias si no se habían percatado.
Este detalle constituía el núcleo del juego haciendo que se trastocasen los papeles. El que giraba, si no ponía cuidado, corría el riesgo de pasar de verdugo a víctima.
Acompañándose de la misma letanía y vigilando el comportamiento de sus compañeros, a los que estaba prohibido cualquier movimiento que no fuese el de los brazos con el fin señalado, el dueño de la correa esperaba el momento adecuado de desprenderse de ella.
El que daba vueltas aceleró y se detuvo detrás del chaval cuyo cuerpo sobresalía más a pesar de estar más agachado que ninguno. Cogiendo la correa que había dejado detrás a una considerable distancia, y al grito de “¡levanta!”, empezó a zurrarle.
El zangolotino, que había tanteado el terreno a sus espaldas hacía escasos segundos, no comprendía por qué sus dedos no habían tropezado con la tira de cuero. Como no era el momento de ponerse a pensar, se puso en pie y echó a correr, seguido del otro que le arreaba sañudos azotes. Así recorrieron el círculo humano hasta llegar al punto de partida, sentándose apresuradamente el zangolotino en su sitio, con lo que puso fin a la paliza.
Le picaban las posaderas, los muslos y la espalda, pero no hizo ningún comentario. Ni siquiera se rascó. Más grande que la comezón era su miedo a ser conceptuado de blandengue.
Tenía razones para protestar, no siendo la menor, como todos habían sido testigos, el encarnizamiento de que había sido objeto.
No obstante, prefirió callar y, cuando sus compañeros le preguntaron si estaba dolorido, respondió alardeando de lo contrario.

 

 

 

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                              XVII
Un vozarrón espantoso, más propio de un tenor en decadencia que de un chaval, provocó la hilaridad de los presentes que se pusieron a imitarlo y a hacer payasadas.
Desfigurando la cara, gesticulando grotescamente, como si eso fuera condición indispensable para emitir sonidos engolados, los chiquillos lo rodearon y le castigaron los oídos con las frases más descabelladas y surrealistas.
El zangolotino no sabía si reír o permanecer serio. Cuando habló, no pretendió en modo alguno sorprender a sus compañeros con esa voz aguardentosa. A decir verdad, estaba tan asombrado como los demás.
Uno de los niños empezó a andar como un autómata. Tuvo un éxito inmediato. Todos pusieron rígidos brazos y piernas, y extraviaron la mirada describiendo círculos de los que él era el centro.
En lugar de enfurruñarse por servir de chacota, estiró las extremidades y se convirtió en otro muñeco mecánico.
Como esos engendros poseían el don de la palabra ahuecada, el zangolotino, esta vez con plena conciencia del alboroto que se organizaría, se puso a parlotear.

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                              XVI
Él no podía prever el giro que iban a tomar los acontecimientos. Aunque se hubiese tratado de una persona intuitiva, capaz de interpretar correctamente actitudes y reacciones aparentemente gratuitas, no habría solucionado nada.
Tenía sus propios recursos, por lo demás bastante limitados. Todos los puso en juego. No se guardó ninguna carta. Su nobleza innata no le permitía andar con malicia ni trampear.
Hubo de pasar mucho tiempo antes de que llegase a estas conclusiones que lo reconciliaban consigo mismo. Le había sido necesario vaciar muchos vasos de vino, recorrer infinitas veces las calles del pueblo, rumiar largamente los lances que se sucedieron a partir de esa noche en que, con intensidad inusitada, experimentó un sentimiento tan inexpresable que, para aprehenderlo, se veía obligado a utilizar símiles y perífrasis, de entre los primeros pareciéndole el más adecuado el de un segundo parto en que de nuevo era expulsado al mundo.
Frente a la botella de blanco, mientras observa a los parroquianos acodados en el mostrador, a los que están sentados, a los que entran y salen de la bodega, trata de reconstruir una vez más, con los ojos entrecerrados, la metamorfosis sufrida, obra de un malvado genio envidioso de su felicidad.

 

 

 

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