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Posts Tagged ‘trampas’

31.-No tengo tu resistencia ni tu nivel de exigencia. Mis parámetros son diferentes a los tuyos. Mi filosofía de la vida no incluye responder a un modelo. Mi organismo se resiente en cuanto abuso de él. Es tan sencillo como decir que somos diferentes. Es estúpido pretender que el otro asuma mis expectativas, y se comporte según las pautas que yo considero correctas.
Estoy citando algunas de las causas de la infelicidad, de las que sin duda la primera, la principal, es la comparación. En el momento que miro a mi alrededor como si ahí fuera estuviese el paraíso, estoy sentando las bases de la insatisfacción y mis supuestas carencias alzarán sus cabezas leoninas para morderme o para reprocharme la anodina vida que llevo.
Con frecuencia las comparaciones están implícitas en el discurso que uno desarrolla. No se establece una lista de lo que me falta o de lo que me sobra. Basta con pintar un maravilloso cuadro de Fulano para que, por contraste, quede de relieve la mediocridad de mis días. Basta con referir cuánto viaja Fulano, cuántos restaurantes frecuenta, cuánta ropa se compra para que yo sienta pena por mí mismo que ni viajo tanto ni como tan bien ni tengo tanto dinero para derrochar en trapos.
Si Fulano tiene una casa en la playa adonde va todos los fines de semana, la conclusión, aunque no se verbalice, es que yo no tengo ninguna, que él puede hundir sus pies en la arena de la playa, que es algo excelente para la circulación sanguínea, mientras que yo me tengo que conformar con darles un baño de agua caliente en el bidet, que también es relajante pero no es lo mismo.
Las situaciones personales son tan distintas, nuestra visión de las mismas es tan externa, tan parcial, que una de las peores trampas en que podemos caer es salir de lo que somos y tenemos y asomarnos a lo que, presuntamente, son y tienen los demás. Porque está claro que uno tiende a detenerse en lo bueno, en las ventajas, en las comodidades. Se desea lo apetecible. Las servidumbres, los inconvenientes y los problemas suelen ser ignorados o se pasa sobre ellos de puntillas. En cualquier caso no interesan.
Las comparaciones constituyen una vejación que te hunde en la miseria, en la desdicha, impidiéndote disfrutar de lo que eres y de lo que tienes. Con entera seguridad la vida, que a cada cual ofrece su ración de penas y alegrías, te ha hecho también algunos hermosos regalos, cuanto más simples más valiosos.
Pocos están contentos con el lote que les ha tocado. A todos nos sobran kilos, responsabilidades, achaques, hipotecas, vecinos ruidosos, etc. o nos faltan liquidez, relaciones estables, un coche, un trabajo digno, ser más estimados, etc.
Aunque no aspiremos a la sabiduría ni a la santidad, por meras razones prácticas deberíamos aprender a contentarnos con nuestra suerte, que no significa aguantar carros y carretas, y sacarle el mayor partido posible. No estamos hablando de resignación sino de aceptación para poder operar sobre una base real. Para reconciliarnos con nuestra vida en lugar de lamentarnos o sentir celos cuando contemplamos la vida ajena. Para dejar de hablar de lo que los otros hacen o proyectan como si nosotros no tuviésemos esa misma capacidad dentro de nuestro ámbito de actuación. Para no dar tanto crédito a las conversaciones de salón que suelen ser una puesta en escena, y estar más atentos a la propia voz interior, pues es ella la que nos va a indicar el camino, nuestro camino.

 

 

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                              XIX
“Más fuerte le tenían que haber dado” “Parece mentira, con su edad…” “A ver si aprende” “¿Quién es?” “Es el hijo de…” “Su padre trabaja en…” “Ya caigo”.
El bochorno de la noche veraniega retenía a las mujeres a la puerta de las casas. No tenían otra distracción que la que les ofrecían los chavales en la plaza. Sus juegos eran motivo de conversación, su alboroto era fuente de quejas haciéndolas añorar una tranquilidad de la que ya disfrutaban ampliamente durante el invierno.
La correa, al no haber sido descubierta a tiempo, no cambió de manos. Su poseedor empezó otra vez a girar alrededor de sus compañeros mascullando la cancioncilla. A la vista del éxito obtenido, decidió probar otras variantes marrulleras de forma que quedase patente, por obra y gracia de su astucia, quién era el dueño de la situación.
En lugar de correr se puso a trotar parándose de vez en cuando y haciendo restallar la correa. Para despistar, invertía a su gusto el sentido de las vueltas. Como notaran algo raro, hubo participantes que, escamados, levantaron la cabeza y denunciaron esa triquiñuela amenazando con dejar de jugar si no marchaba siempre en la misma dirección, según indicaban las reglas.
El aludido replicó que ellos estaban haciendo trampas también, pues, ateniéndose a esas mismas reglas, había que permanecer con la vista clavada en el suelo. Tras estos dimes y diretes, el niño de la correa, ensoberbecido, esgrimió ese argumento para controlar a sus compañeros. Al más leve movimiento, ya fuese real o imaginario, se paraba y gritaba que había descubierto a fulano o a mengano haciendo fullerías.
A todo esto, el niño zangolotino, fiel y estricto cumplidor de las normas, respiraba con dificultad de tan encorvado como estaba.
El caballito trotón (aparte del paso adoptado, el mozalbete tenía facciones equinas) sonreía entre malévolo y estúpido. Su mente estaba maquinando otra jugarreta.
El payaso que cae y vuelve a caer a causa de las bofetadas que le llueven, o que tropieza numerosas veces seguidas dando con sus huesos en el suelo, provoca la hilaridad del público. Esta reincidencia en la desgracia es uno de sus recursos. Haga lo que haga, no puede escapar a ese destino plagado de mamporros, patadas, cubos de agua, tartas voladoras, resbalones y costalazos.
El payaso monta su número en esa línea difusa que separa lo trágico de lo cómico. Si es un verdadero artista, la gente ríe.
El niño de la correa sabía que una de las claves de ese divertido resultado era la repetición. Sus ojos saltones brillaban de gusto. La idea le parecía tan graciosa y tan factible que celebraba el éxito de antemano.

 

 

 

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