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IN ILLO TEMPORE

 

 

30 de mayo de 2011 204

 

Antonio Pavón Leal

Octubre 2013

 

 

 

Libro en formato PDF: In illo tempore

Correo de contacto: apavlea@gmail.com

 

Nota.-El libro ha sido revisado una vez más para su publicación en formato PDF, por lo que esta versión no coincide completamente con la del blog. Con vistas a deslastrar y a mejorar el texto, se han eliminado frases y palabras innecesarias, sobre todo adjetivos, y se ha tratado de optimizar la expresión de algunos pasajes.

 

 

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I

La primera redacción de este libro data del curso 1983-84. La definitiva ha ido apareciendo en este blog entre enero de 2011 y septiembre de 2013.
Daba entonces clases en Huelva, en el instituto La Rábida, y había alquilado un apartamento en Mazagón. Trabajaba en el nocturno y tenía las mañanas libres, que dedicaba a escribir y a pasear por la playa.
El libro se llamaba “Testimonio”, pero cuando empecé a publicarlo en el blog, cambié ese título por “In illo tempore”, que era el de un cuento incorporado posteriormente.
Mi idea era sacar estos episodios como relatos independientes. Pero en vista de que tienen un hilo conductor que no es sólo la voz del narrador sino también los temas tratados, decidí mantener el plan original.
Aparte de las correcciones y abreviaciones, lo único nuevo es el título, que me parece más apropiado, pues hace alusión a aquel tiempo, a la época en que se sitúan estas historias, a los años 1972 y 1973.
Aquel lejano y productivo curso de Mazagón lo pasé trabajando por las tardes y escribiendo por las mañanas. Acabé la redacción del libro en mayo, que es el mes en que finalizo o interrumpo mis tareas literarias.
Con suerte, culmino mi proyecto. Si no es así, llega un punto de saturación, de embotamiento. Lo aconsejable es no insistir, dejarlo, para que los depósitos subterráneos tengan tiempo de llenarse de nuevo y la fuente pueda seguir manando.

II

Este libro, memorándum o periplo por una época en la que se fumaba en los autobuses, adopta por necesidad interna una forma fragmentaria y deslavazada.
Ese estilo es un reflejo de la crisis existencial del joven protagonista, cuya edad no consignada puede ser los diecisiete años, conflictivo momento durante el cual emerge y se perfila su vocación literaria plasmada en relatos que se entremezclan con apuntes de su propia vida.
El inicio del libro es onírico y su final dudoso, en el sentido de que se podría seguir añadiendo episodios. Se trata de una composición abierta, de un ejercicio de escritura sin desenlace.
Ni la crisis está resuelta ni la vocación ha cuajado completamente. Todo está todavía por asumir y definir. En ese limbo se encuentra el protagonista. En ese ámbito se desarrolla la acción del libro.
Como indicaba su primer título, esta crónica es un testimonio personal y social. Una recreación constituida por miradas, balances y apreciaciones. Por intentos de ordenar un material resistente a la fijación y a la categorización.
Tarea prometeica e insensata, condenada al fracaso o a la frustración en la mayoría de los casos, es querer apresar los elementos que conforman la vida en cualquiera de sus manifestaciones.
Esos elementos son irreductibles. Metafóricamente se puede dar cuenta de ellos. Mediante un abrazo creativo pueden ser revividos en el mundo paralelo de la literatura.
La literatura es una tentativa de ordenación y comprensión. El escritor es el arquitecto o el maestro albañil que, con esos componentes transmutados, se esfuerza en levantar el edificio intangible del libro.

 

 

 

 

 

 

 

 

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Souvenirs. Giraldas de calamina dorada y plateada. Giraldas luminosas. Giraldas musicales. Repiqueteantes castañuelas. Abanicos pintados a mano. Guitarras flamencas. Mantones de Manila con bordados de flores rojas sobre fondo negro. De flores azules sobre fondo crema. De seda natural. De color albaricoque. De color hierbabuena. Relojes con imágenes típicas de la ciudad. Tic-tac, tic-tac. ¿Qué hora es? ¿Y esa música pachanguera? Máquinas tragaperras. Introduzca una moneda por la ranura. Pulse el botón correspondiente…y nada. Mucho ruido y ni una nuez. Repita su suerte. Al cliente le entran ganas de dar una patada al aparato. Disparata por lo bajo. La diosa Fortuna siempre tan esquiva. Pero el hombre culpa a la máquina. El vigilante con guardapolvo gris también se ha dado cuenta de ese conato de agresión y se acerca para intervenir en caso de malos tratos e insultos. No es su día, amigo. Y ese engendro del diablo se pone a canturrear como si tal cosa. Como si no lo estuviera desplumando. El primo duda, rebusca en los bolsillos, saca la cartera. ¿Me cambia este billete? El vicio lo domina. Coloca una mano en la parte superior de la máquina. Introduce-pulsa-espera. ¡Premio! El escándalo que organiza la condenada porque tiene que aflojar la mosca. Lo pregona a los cuatro vientos. Que todo el mundo se entere. Después se escucha el tintineo de las monedas. El hombre pasa la mano por la bandeja y mira con desprecio a la tragaperras. ¿No le da vergüenza montar ese número por esta miseria? Sigo andando con la cabeza vuelta hacia el salón de juego y tropiezo con una jamona que avanza con la cabeza vuelta hacia la administración de lotería. Perdón. Tenga cuidado, joven. Lo siento. ¡Me ha pisado! exclama iracunda. Me disculpo de nuevo. Me alejo mientras ella masculla: no hay respeto ni educación. Ella iba también distraída. Por eso hemos chocado. Con su tonelaje. Una apisonadora de limitada maniobrabilidad. La reina de las ballenas. Sigue parada. Es increíble. Acercarme. Interesarme. Besarla en los mofletes. Me abofetearía. Echarle el brazo por sus carnosos y redondeados hombros. Pelillos a la mar. Voltearía el bolso y me golpearía con él. Pellizcarle la papada con cariño. Darle un mordisquito en el lóbulo de la oreja. Una colleja en el cogote. Alborotarle el peinado. Esa torre cónica perfectamente moldeada. Conseguir que le dé un soponcio. Un telele. Un patatús. Asunto concluido. Seguir andando. Espacios abiertos. Agorafobia. Escabullirme. Irme. Por la tangente. Prófugo. Cimarrón. Plaza de las Banderas. Atravesarla sin prisa. A la sombra de los naranjos. Adentrarme en la Judería. Enfilar sus calles: Agua, Vida, Gloria, Aire…Recorrerlas. Vagamundear.

 

 

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La linda parejita viviendo a tope. Manos arriba. Todo el mundo al suelo. Tú también. He dicho todo el mundo al suelo. Mientras ella apunta con la pistola, salto por encima del mostrador. Le arrojo la bolsa al cajero. Llénela. Rápido. Luego la huida. La sirena de la policía. La persecución por las carreteras del Medio Oeste. Huele bien. A café con leche y tostadas. Un cliente moja voluptuosamente un churro en un tazón de chocolate. Lo sumerge una y otra vez. Lo empapa. Luego se lo lleva a la boca y lo mastica con delectación. Un chorreón de chocolate le resbala por la comisura de los labios. No se molesta en limpiarse. Felicidad absoluta. Sólo cuando acaba de zamparse el largo cilindro de masa frita, coge una servilleta de papel y se la pasa por la barbilla. Luego hace una bola y la tira al suelo que está lleno de servilletas sucias y sobrecitos de azúcar vacíos. ¡Mmm! Se da cuenta de que. El churro en suspenso, goteante. Sigo andando. Cojo por una calle más tranquila. Atravieso la plaza. Deambulo por los alrededores de la catedral. Turistas con cámaras fotográficas, señalando con el dedo, chupando una patilla de las gafas de sol que se han quitado. Tan atentos. Tan curiosos. Tan metidos en su papel. Extranjeros por todas partes. Ojalá no encuentre a nadie conocido. ¿Qué haces por aquí? ¿Y a ti qué te importa? Gesto de consternación. Hacer yoga. La postura del loto. La postura del guerrero. Perro cara arriba. Perro cara abajo. Me duele la espalda. Relajación. Concentración. Meditación. Liberación. Comprar un libro sobre este tema. Entro y pregunto. No entro. Sale una monja sonriente. Me quedo mirando una reproducción del Cristo de Velázquez. Tan sereno. Tan natural. Tan resplandeciente. Como esta luminosa mañana. Me vuelvo. La monja ha desaparecido. Se la ha tragado la multitud. La voraz multitud.

 

 

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Me detengo ante los escaparates y miro con ternura las corbatas y las chaquetas. Alguien me ha hablado de las cartas astrales. Conseguir la dirección de un astrólogo. El mandato de las estrellas. Los astros eternos siempre tendrán razón. Rezar al Sol Naciente. ¡Oh Padre Sol! Con probar nada se pierde. Conocerme a mí mismo a través de los horóscopos, de las traslaciones de luz, de las figuras celestes. Estudiar astrología. Y matemáticas. Y astronomía. Y las tablas alfonsinas. Oiga, señora, ¿es usted Aries, Virgo…? La verdad es que usted tiene cara de Capricornio. Me observa como a un bicho raro. No, no es una encuesta. Ni tampoco es para ningún estúpido programa de la televisión. Acelera el paso. Se escapa. Allá veo a otra mujer que se ha parado a la puerta de una joyería. Las piedras preciosas la tientan. Me acerco y le susurro: ¿Entramos? No hace falta insistir demasiado. Por favor, le digo al empleado, enséñenos los zafiros, las esmeraldas, los rubíes orientales, los topacios del Brasil, los granates de Bohemia, el ámbar negro y los ojos de gato y las sanguinarias. Por favor, no olvide los diamantes almendrados. No puedo aceptar, dice con un hilo de voz, falsamente turbada, sin lograr ruborizarse. Se lo suplico, soy tan rico que no sé qué hacer con mi dinero. Comprar un paquete de cigarrillos. Si pudiera hacer un experimento como ése. Sí, no, sí, no… Ese forcejeo. Aquí. No. Hay mucha gente. Más adelante hay otro estanco. Tengo tantas ganas de fumar. Y cerillas. Arrodillarme. Gritar. Periódicos colgados de un cordel, como si estuvieran puestos a secar. Clamar en el desierto. Grandes titulares. A toda plana. Loco de atar. Y una foto en la que aparezco cubriéndome el rostro con las manos. Como un cencerro. ¿Y cómo están ellos? Como una regadera. O todavía mejor: tocado con un sombrero cordobés. O con una boina negra calada hasta las orejas. Con un panamá. Con un salacot. Con un bombín. Con una gorra de fieltro verde con la visera ligeramente levantada.

 

 

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Avanzaba trabajosamente por el pasillo del autobús lleno de gente apoyada en los asientos.
“¿Me permite?” “Usted perdone” “Por favor”. Y uno y otro nos empinábamos hasta que lograba pasar. Realicé esta operación repetidas veces. El objetivo era encontrar un hueco.
Los lunes por la mañana era una locura. El autobús venía completo del pueblo vecino. Los viajeros que subían ahora, abarrotaban el pasillo.
Encontré un sitio y coloqué los libros y cuadernos en la red. Luego eché un vistazo. No cabía un alfiler. El vehículo permanecía en marcha durante el tiempo de espera.
Aunque hacía frío, el conductor no había puesto la calefacción. Rogué a los cielos que no lo hiciera porque la atmósfera se volvería sofocante.
Prefería la tartana ruidosa y renqueante a este autobús nuevo. Prefería arrebujarme en mi chaquetón a respirar este aire viciado. Pero la antigualla rodante estaba averiada.
Ya a punto de irnos, se organizó un alboroto en el largo pasillo. Un rezagado se abría paso. No presté atención al desbarajuste y me sorprendí cuando me llamaron por mi nombre.
Era Diego que me preguntaba si había un hueco por donde yo estaba. Sin esperar mi respuesta, que hubiese sido negativa, se acercó y me dijo: “Está a tope. ¡Qué vergüenza!”.
Su cara redonda me recordó a la luna llena. Tenía los labios contraídos en un gesto de repugnancia.
En el ambiente flotaba un tufillo a humanidad que revolvía el estómago.
Su mueca se convirtió en una afable sonrisa y me preguntó qué era de mi vida. Últimamente nos veíamos poco. Él estaba interno en un colegio y venía al pueblo de vez en cuando.
Respondí con un escueto bien. Las puertas se cerraron y el autobús arrancó con una sacudida que nos obligó a agarrarnos a los espaldares de los asientos.
Diego me agasajó con otra sonrisa y empezó a hablar de los estudios, su tema preferido. Ambos acabábamos el bachillerato el año próximo y había que ir pensando en la carrera que más nos convenía.
O que más nos gustaba, dije por decir algo. Me miró condescendiente y se apresuró a sacarme del error. Según él, debía prevalecer un criterio práctico.
El autobús saltaba cada vez que sus ruedas se metían en un bache. Empecé a sentirme mareado, pero no pude cambiar de postura debido a la falta de espacio.
Diego se había entusiasmado y multiplicaba sus argumentos con el fin de convencerme. Por mi parte, ni siquiera me había planteado esa cuestión. Los estudios superiores me parecían algo lejano.
Este asunto, y todavía más el de las salidas laborales, a las cuales supeditaba mi amigo la elección de la carrera, me traía al fresco.
Su apología de lo rentable estaba incrementando mi malestar de forma que tuve que bajar la cremallera del jersey y desabotonarme un poco la camisa.
A mitad de camino observé que la línea del horizonte se nimbaba de una claridad titubeante.
Interrumpiendo su discurso, le pregunté la hora. Quedaban todavía quince minutos de viaje. Quince eternos minutos.
Diego lo tenía claro. Él iba a estudiar Medicina. En su familia no había médicos…
Cerré los ojos. Me estaba mareando. “¿Te pasa algo? Estás pálido” “Abre una ventanilla”.
El aire frío me reanimó. De inmediato se oyeron voces de protesta. Nadie quería exponerse a coger un resfriado o una pulmonía. Hubo que cerrar el cristal casi del todo, dejando una ranura que no servía de nada. Por fortuna Diego se calló.
Al llegar a Sevilla, bajé precipitadamente del autobús, me apoyé en la pared y vomité. Como no había desayunado, tras dar varias arcadas, arrojé una baba espesa que me dejó un regusto amargo en la boca. Me rompió un sudor frío por todo el cuerpo y sentí un gran alivio.
Diego esperaba a que me repusiese. Cuando me erguí, me entregó mis libros y cuadernos que había olvidado. Tenía que estar en el colegio a las nueve menos cinco. No podía perder tiempo. Se despidió y se fue.
Saqué el pañuelo del bolsillo y me sequé la cara. Miré a mi alrededor. Dos empleados de la empresa enfundados en monos azules manchados de borra limpiaban un autobús.
Respiré hondo, crucé la estación y salí a la calle bañada en la luz grisácea del amanecer.

 

 

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