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Posted in Ediciones Kindle, In illo tempore, Mis libros, tagged Amazon, edición Kindle, In illo tempore, Kindle edition on mayo 26, 2014| 13 Comments »
Posted in In illo tempore, Mis libros, tagged correo de contacto, nota, octubre 2013, pdf, versión definitiva on octubre 1, 2013| 12 Comments »
Libro en formato PDF: In illo tempore
Correo de contacto: apavlea@gmail.com
Nota.-El libro ha sido revisado una vez más para su publicación en formato PDF, por lo que esta versión no coincide completamente con la del blog. Con vistas a deslastrar y a mejorar el texto, se han eliminado frases y palabras innecesarias, sobre todo adjetivos, y se ha tratado de optimizar la expresión de algunos pasajes.
Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported. (más…)
Posted in Fotos, In illo tempore, tagged crisis existencial, Huelva, In illo tempore, instituto La Rábida, literatura, Mazagón, paloma, presentación, Testimonio, vocación on septiembre 30, 2013| 6 Comments »
I
La primera redacción de este libro data del curso 1983-84. La definitiva ha ido apareciendo en este blog entre enero de 2011 y septiembre de 2013.
Daba entonces clases en Huelva, en el instituto La Rábida, y había alquilado un apartamento en Mazagón. Trabajaba en el nocturno y tenía las mañanas libres, que dedicaba a escribir y a pasear por la playa.
El libro se llamaba “Testimonio”, pero cuando empecé a publicarlo en el blog, cambié ese título por “In illo tempore”, que era el de un cuento incorporado posteriormente.
Mi idea era sacar estos episodios como relatos independientes. Pero en vista de que tienen un hilo conductor que no es sólo la voz del narrador sino también los temas tratados, decidí mantener el plan original.
Aparte de las correcciones y abreviaciones, lo único nuevo es el título, que me parece más apropiado, pues hace alusión a aquel tiempo, a la época en que se sitúan estas historias, a los años 1972 y 1973.
Aquel lejano y productivo curso de Mazagón lo pasé trabajando por las tardes y escribiendo por las mañanas. Acabé la redacción del libro en mayo, que es el mes en que finalizo o interrumpo mis tareas literarias.
Con suerte, culmino mi proyecto. Si no es así, llega un punto de saturación, de embotamiento. Lo aconsejable es no insistir, dejarlo, para que los depósitos subterráneos tengan tiempo de llenarse de nuevo y la fuente pueda seguir manando.
II
Este libro, memorándum o periplo por una época en la que se fumaba en los autobuses, adopta por necesidad interna una forma fragmentaria y deslavazada.
Ese estilo es un reflejo de la crisis existencial del joven protagonista, cuya edad no consignada puede ser los diecisiete años, conflictivo momento durante el cual emerge y se perfila su vocación literaria plasmada en relatos que se entremezclan con apuntes de su propia vida.
El inicio del libro es onírico y su final dudoso, en el sentido de que se podría seguir añadiendo episodios. Se trata de una composición abierta, de un ejercicio de escritura sin desenlace.
Ni la crisis está resuelta ni la vocación ha cuajado completamente. Todo está todavía por asumir y definir. En ese limbo se encuentra el protagonista. En ese ámbito se desarrolla la acción del libro.
Como indicaba su primer título, esta crónica es un testimonio personal y social. Una recreación constituida por miradas, balances y apreciaciones. Por intentos de ordenar un material resistente a la fijación y a la categorización.
Tarea prometeica e insensata, condenada al fracaso o a la frustración en la mayoría de los casos, es querer apresar los elementos que conforman la vida en cualquiera de sus manifestaciones.
Esos elementos son irreductibles. Metafóricamente se puede dar cuenta de ellos. Mediante un abrazo creativo pueden ser revividos en el mundo paralelo de la literatura.
La literatura es una tentativa de ordenación y comprensión. El escritor es el arquitecto o el maestro albañil que, con esos componentes transmutados, se esfuerza en levantar el edificio intangible del libro.
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Posted in In illo tempore, tagged calles, el jugador, Giralda, Judería, la jamona, máquina tragaperras, Patio de las Banderas, souvenirs on septiembre 27, 2013| Leave a Comment »
Souvenirs. Giraldas de calamina dorada y plateada. Giraldas luminosas. Giraldas musicales. Repiqueteantes castañuelas. Abanicos pintados a mano. Guitarras flamencas. Mantones de Manila con bordados de flores rojas sobre fondo negro. De flores azules sobre fondo crema. De seda natural. De color albaricoque. De color hierbabuena. Relojes con imágenes típicas de la ciudad. Tic-tac, tic-tac. ¿Qué hora es? ¿Y esa música pachanguera? Máquinas tragaperras. Introduzca una moneda por la ranura. Pulse el botón correspondiente…y nada. Mucho ruido y ni una nuez. Repita su suerte. Al cliente le entran ganas de dar una patada al aparato. Disparata por lo bajo. La diosa Fortuna siempre tan esquiva. Pero el hombre culpa a la máquina. El vigilante con guardapolvo gris también se ha dado cuenta de ese conato de agresión y se acerca para intervenir en caso de malos tratos e insultos. No es su día, amigo. Y ese engendro del diablo se pone a canturrear como si tal cosa. Como si no lo estuviera desplumando. El primo duda, rebusca en los bolsillos, saca la cartera. ¿Me cambia este billete? El vicio lo domina. Coloca una mano en la parte superior de la máquina. Introduce-pulsa-espera. ¡Premio! El escándalo que organiza la condenada porque tiene que aflojar la mosca. Lo pregona a los cuatro vientos. Que todo el mundo se entere. Después se escucha el tintineo de las monedas. El hombre pasa la mano por la bandeja y mira con desprecio a la tragaperras. ¿No le da vergüenza montar ese número por esta miseria? Sigo andando con la cabeza vuelta hacia el salón de juego y tropiezo con una jamona que avanza con la cabeza vuelta hacia la administración de lotería. Perdón. Tenga cuidado, joven. Lo siento. ¡Me ha pisado! exclama iracunda. Me disculpo de nuevo. Me alejo mientras ella masculla: no hay respeto ni educación. Ella iba también distraída. Por eso hemos chocado. Con su tonelaje. Una apisonadora de limitada maniobrabilidad. La reina de las ballenas. Sigue parada. Es increíble. Acercarme. Interesarme. Besarla en los mofletes. Me abofetearía. Echarle el brazo por sus carnosos y redondeados hombros. Pelillos a la mar. Voltearía el bolso y me golpearía con él. Pellizcarle la papada con cariño. Darle un mordisquito en el lóbulo de la oreja. Una colleja en el cogote. Alborotarle el peinado. Esa torre cónica perfectamente moldeada. Conseguir que le dé un soponcio. Un telele. Un patatús. Asunto concluido. Seguir andando. Espacios abiertos. Agorafobia. Escabullirme. Irme. Por la tangente. Prófugo. Cimarrón. Plaza de las Banderas. Atravesarla sin prisa. A la sombra de los naranjos. Adentrarme en la Judería. Enfilar sus calles: Agua, Vida, Gloria, Aire…Recorrerlas. Vagamundear.
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Posted in In illo tempore, tagged Bonnie and Clyde, catedral, chocolate, churros, Cristo de Velázquez, Medio Oeste, monja, turistas, yoga on septiembre 25, 2013| 4 Comments »
La linda parejita viviendo a tope. Manos arriba. Todo el mundo al suelo. Tú también. He dicho todo el mundo al suelo. Mientras ella apunta con la pistola, salto por encima del mostrador. Le arrojo la bolsa al cajero. Llénela. Rápido. Luego la huida. La sirena de la policía. La persecución por las carreteras del Medio Oeste. Huele bien. A café con leche y tostadas. Un cliente moja voluptuosamente un churro en un tazón de chocolate. Lo sumerge una y otra vez. Lo empapa. Luego se lo lleva a la boca y lo mastica con delectación. Un chorreón de chocolate le resbala por la comisura de los labios. No se molesta en limpiarse. Felicidad absoluta. Sólo cuando acaba de zamparse el largo cilindro de masa frita, coge una servilleta de papel y se la pasa por la barbilla. Luego hace una bola y la tira al suelo que está lleno de servilletas sucias y sobrecitos de azúcar vacíos. ¡Mmm! Se da cuenta de que. El churro en suspenso, goteante. Sigo andando. Cojo por una calle más tranquila. Atravieso la plaza. Deambulo por los alrededores de la catedral. Turistas con cámaras fotográficas, señalando con el dedo, chupando una patilla de las gafas de sol que se han quitado. Tan atentos. Tan curiosos. Tan metidos en su papel. Extranjeros por todas partes. Ojalá no encuentre a nadie conocido. ¿Qué haces por aquí? ¿Y a ti qué te importa? Gesto de consternación. Hacer yoga. La postura del loto. La postura del guerrero. Perro cara arriba. Perro cara abajo. Me duele la espalda. Relajación. Concentración. Meditación. Liberación. Comprar un libro sobre este tema. Entro y pregunto. No entro. Sale una monja sonriente. Me quedo mirando una reproducción del Cristo de Velázquez. Tan sereno. Tan natural. Tan resplandeciente. Como esta luminosa mañana. Me vuelvo. La monja ha desaparecido. Se la ha tragado la multitud. La voraz multitud.
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Posted in In illo tempore, tagged astrología, “Les astres éternels auront toujours raison” George Sand, chaquetas, cigarrillos, escaparates, horóscopos, periódicos, piedras preciosas, sombreros on septiembre 23, 2013| 8 Comments »
Me detengo ante los escaparates y miro con ternura las corbatas y las chaquetas. Alguien me ha hablado de las cartas astrales. Conseguir la dirección de un astrólogo. El mandato de las estrellas. Los astros eternos siempre tendrán razón. Rezar al Sol Naciente. ¡Oh Padre Sol! Con probar nada se pierde. Conocerme a mí mismo a través de los horóscopos, de las traslaciones de luz, de las figuras celestes. Estudiar astrología. Y matemáticas. Y astronomía. Y las tablas alfonsinas. Oiga, señora, ¿es usted Aries, Virgo…? La verdad es que usted tiene cara de Capricornio. Me observa como a un bicho raro. No, no es una encuesta. Ni tampoco es para ningún estúpido programa de la televisión. Acelera el paso. Se escapa. Allá veo a otra mujer que se ha parado a la puerta de una joyería. Las piedras preciosas la tientan. Me acerco y le susurro: ¿Entramos? No hace falta insistir demasiado. Por favor, le digo al empleado, enséñenos los zafiros, las esmeraldas, los rubíes orientales, los topacios del Brasil, los granates de Bohemia, el ámbar negro y los ojos de gato y las sanguinarias. Por favor, no olvide los diamantes almendrados. No puedo aceptar, dice con un hilo de voz, falsamente turbada, sin lograr ruborizarse. Se lo suplico, soy tan rico que no sé qué hacer con mi dinero. Comprar un paquete de cigarrillos. Si pudiera hacer un experimento como ése. Sí, no, sí, no… Ese forcejeo. Aquí. No. Hay mucha gente. Más adelante hay otro estanco. Tengo tantas ganas de fumar. Y cerillas. Arrodillarme. Gritar. Periódicos colgados de un cordel, como si estuvieran puestos a secar. Clamar en el desierto. Grandes titulares. A toda plana. Loco de atar. Y una foto en la que aparezco cubriéndome el rostro con las manos. Como un cencerro. ¿Y cómo están ellos? Como una regadera. O todavía mejor: tocado con un sombrero cordobés. O con una boina negra calada hasta las orejas. Con un panamá. Con un salacot. Con un bombín. Con una gorra de fieltro verde con la visera ligeramente levantada.
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Posted in In illo tempore, tagged amanecer, autobús, carrera, Diego, estación, estudios, mareos, Sevilla, tartana on septiembre 16, 2013| 2 Comments »
Avanzaba trabajosamente por el pasillo del autobús lleno de gente apoyada en los asientos.
“¿Me permite?” “Usted perdone” “Por favor”. Y uno y otro nos empinábamos hasta que lograba pasar. Realicé esta operación repetidas veces. El objetivo era encontrar un hueco.
Los lunes por la mañana era una locura. El autobús venía completo del pueblo vecino. Los viajeros que subían ahora, abarrotaban el pasillo.
Encontré un sitio y coloqué los libros y cuadernos en la red. Luego eché un vistazo. No cabía un alfiler. El vehículo permanecía en marcha durante el tiempo de espera.
Aunque hacía frío, el conductor no había puesto la calefacción. Rogué a los cielos que no lo hiciera porque la atmósfera se volvería sofocante.
Prefería la tartana ruidosa y renqueante a este autobús nuevo. Prefería arrebujarme en mi chaquetón a respirar este aire viciado. Pero la antigualla rodante estaba averiada.
Ya a punto de irnos, se organizó un alboroto en el largo pasillo. Un rezagado se abría paso. No presté atención al desbarajuste y me sorprendí cuando me llamaron por mi nombre.
Era Diego que me preguntaba si había un hueco por donde yo estaba. Sin esperar mi respuesta, que hubiese sido negativa, se acercó y me dijo: “Está a tope. ¡Qué vergüenza!”.
Su cara redonda me recordó a la luna llena. Tenía los labios contraídos en un gesto de repugnancia.
En el ambiente flotaba un tufillo a humanidad que revolvía el estómago.
Su mueca se convirtió en una afable sonrisa y me preguntó qué era de mi vida. Últimamente nos veíamos poco. Él estaba interno en un colegio y venía al pueblo de vez en cuando.
Respondí con un escueto bien. Las puertas se cerraron y el autobús arrancó con una sacudida que nos obligó a agarrarnos a los espaldares de los asientos.
Diego me agasajó con otra sonrisa y empezó a hablar de los estudios, su tema preferido. Ambos acabábamos el bachillerato el año próximo y había que ir pensando en la carrera que más nos convenía.
O que más nos gustaba, dije por decir algo. Me miró condescendiente y se apresuró a sacarme del error. Según él, debía prevalecer un criterio práctico.
El autobús saltaba cada vez que sus ruedas se metían en un bache. Empecé a sentirme mareado, pero no pude cambiar de postura debido a la falta de espacio.
Diego se había entusiasmado y multiplicaba sus argumentos con el fin de convencerme. Por mi parte, ni siquiera me había planteado esa cuestión. Los estudios superiores me parecían algo lejano.
Este asunto, y todavía más el de las salidas laborales, a las cuales supeditaba mi amigo la elección de la carrera, me traía al fresco.
Su apología de lo rentable estaba incrementando mi malestar de forma que tuve que bajar la cremallera del jersey y desabotonarme un poco la camisa.
A mitad de camino observé que la línea del horizonte se nimbaba de una claridad titubeante.
Interrumpiendo su discurso, le pregunté la hora. Quedaban todavía quince minutos de viaje. Quince eternos minutos.
Diego lo tenía claro. Él iba a estudiar Medicina. En su familia no había médicos…
Cerré los ojos. Me estaba mareando. “¿Te pasa algo? Estás pálido” “Abre una ventanilla”.
El aire frío me reanimó. De inmediato se oyeron voces de protesta. Nadie quería exponerse a coger un resfriado o una pulmonía. Hubo que cerrar el cristal casi del todo, dejando una ranura que no servía de nada. Por fortuna Diego se calló.
Al llegar a Sevilla, bajé precipitadamente del autobús, me apoyé en la pared y vomité. Como no había desayunado, tras dar varias arcadas, arrojé una baba espesa que me dejó un regusto amargo en la boca. Me rompió un sudor frío por todo el cuerpo y sentí un gran alivio.
Diego esperaba a que me repusiese. Cuando me erguí, me entregó mis libros y cuadernos que había olvidado. Tenía que estar en el colegio a las nueve menos cinco. No podía perder tiempo. Se despidió y se fue.
Saqué el pañuelo del bolsillo y me sequé la cara. Miré a mi alrededor. Dos empleados de la empresa enfundados en monos azules manchados de borra limpiaban un autobús.
Respiré hondo, crucé la estación y salí a la calle bañada en la luz grisácea del amanecer.
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Posted in In illo tempore, tagged el ejecutivo, el psicólogo, la mujer menopáusica, la sala de espera on septiembre 9, 2013| Leave a Comment »
En mi interior me aferraba a la posibilidad de un encuentro entre la mujer en edad crítica y el pulquérrimo ejecutivo.
Cuando me encaminaba a la consulta, esa perspectiva constituía un acicate.
Sabía que ese deseo era de difícil realización. Las circunstancias jugaban en contra.
Sin embargo, no había perdido las esperanzas, aunque tampoco me hiciese demasiadas ilusiones.
Para compensar mi frustración me quedaba una alternativa: fabular a partir de los datos disponibles.
Podía imaginar cuantos encuentros me apetecieran.
En la sala de espera se desarrollaron, pues, no uno sino numerosos cuadros protagonizados por esos personajes, en los que exploré una amplia gama de reacciones.
-la mujer está más triste que nunca. El ejecutivo se pasea sin dignarse mirarla. Se comporta como si estuviese solo. La mujer acentúa sus gestos de aflicción. La indiferencia del hombre se hace más ostensible.
-el ejecutivo está más agitado que nunca. Bajo sus párpados se advierte un cerco violáceo. Lleva varias noches sin dormir. Muy tiesa en un ángulo del sofá, la mujer observa a hurtadillas al figurón con ojeras. Cuando éste se percata de ese fisgoneo, deja de andar y mira de hito en hito a la mujer, que se endereza más si cabe en el asiento, en actitud de máxima dignidad.
-la mujer tiene el moño ladeado, con los pelos mal recogidos. Lleva una blusa roja con cuello de volantes. Fuma con afectación, sin apartar la vista del repeinado ejecutivo. Le pregunta si no se cansa de dar vueltas. El hombre murmura algo que la mujer no logra comprender, pero el tono desdeñoso es inequívoco. Ella no se desanima y vuelve a la carga. Quiere saber por qué esta siempre de mal humor. Él se detiene. Toda su persona rezuma agresividad. No tolera las injerencias en su vida, y menos de una lunática. Entre él y ella no hay nada en común.
-el hombre rompe el hielo. Extendiendo el paquete de cigarrillos, le ofrece uno a la mujer e inicia la conversación: “No debería fumar, pero en mi trabajo”… Ella, sorprendida por ese gesto amable, acepta y da las gracias. Él siente curiosidad por conocer a esa mujer de aspecto descuidado y blusas llamativas. Ella hace sonar sus pulseras, feliz del interés que suscita.
-la mujer sale llorando del despacho del psicólogo. Éste ha debido soltarle una lindeza. Se enjuga las lágrimas con su pañuelito perfumado. El ejecutivo se para y contempla la escena, de la que sólo ve el lado cómico: una mujer con el moño deshecho, el bolso abierto, unos pantalones ceñidos y una exigua chaquetilla, que sale escaldada de una sesión terapéutica. Pero ella se sobrepone. Corta los sollozos, se coloca las gafas de cristales oscuros, yergue la cabeza y hace una salida solemne.
-etc., etc.,
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Posted in In illo tempore, tagged el ejecutivo, el psicólogo, Florinda, la mujer menopáusica, la sala de espera on septiembre 2, 2013| Leave a Comment »
Había otra mujer con el pelo recogido en un moño colgante. Vestía pantalones ajustados y blusas de colores llamativos.
Ocultaba sus ojos tras unas gafas de cristales oscuros. En el sofá permanecía erguida, con el bolso sobre las piernas.
De vez en cuando lo abría y sacaba un pañuelito, probablemente perfumado, que se llevaba a la nariz, sin sonarse, y volvía a guardar colocando luego las manos sobre el bolso.
El contraste entre esta mujer y otro cliente del psicólogo era tan acusado que fantaseaba con la posibilidad de un encuentro entre ambos.
Este segundo personaje con pinta de ejecutivo avasallador y perdonavidas venía impecablemente trajeado, con los calcetines y la corbata a juego o marcando un elegante contrapunto.
En su cabeza de emperador romano destacaba la mandíbula que expresaba una determinación sin límites. Su mirada acerba y directa resultaba insostenible.
Se paseaba de un lado a otro, levantando a menudo el puño de la camisa para echar un vistazo al reloj.
Estas inequívocas muestras de impaciencia hacían aflorar la imagen de un tigre de Bengala enjaulado que de un momento a otro lanzaría un escalofriante rugido.
La mujer no tenía nada de selvática. Cuando aspiraba los fragantes efluvios de su pañuelito, dejaba escapar un suspiro.
Aunque parecía no reparar en mí, yo era el destinatario de esa dramatización, el espectador de ese teatrillo.
Incluso su artificiosa inmovilidad, que un rápido cruzamiento de piernas reforzaba en vez de atenuar, era una forma de llamar la atención.
Un día, tras revolver el bolso sin encontrar el encendedor, me preguntó si tenía fuego. Me levanté y le ofrecí la llamita de una cerilla.
“Gracias, querido” dijo quitándose las gafas. Las patas de gallo le estriaban la piel del extremo de los ojos cuya expresión revelaba tristeza.
“Estoy fatal” me comunicó a bocajarro.
Expulsando el humo del cigarrillo en dirección al techo, agregó: “Tú eres joven y sabes poco de la vida. ¿No te importa que te tutee?” Sonreí y dije que no.
“Cómo te va a importar si podría ser tu madre” No supe qué replicar.
“Sólo tu madre. Tu abuela desde luego que no” precisó. No logré averiguar si hablaba en serio o en broma. “Espero que seas muy joven”.
“Sí, lo eres. No hace falta que me digas tu edad. Yo, en cambio, estoy menopaúsica. Como lo oyes. Se me está retirando el periodo. Lo estoy pasando fatal. Dolores, sofocos, mareos. Mi amiga Florinda la gorda afirma que no es para tanto”.
Señalando con la barbilla el despacho del psicólogo, prosiguió diciendo: “Este señor piensa lo mismo que ella. Por supuesto, emplea otro lenguaje. Florinda es medio analfabeta. Pero los dos coinciden en que exagero, en que mi verdadero problema no es ése…”.
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Posted in In illo tempore, tagged consulta del psicólogo, el hombre y la mujer, la sala de espera on agosto 26, 2013| Leave a Comment »
A lo largo de los meses que estuve visitando al psicólogo, conocí de refilón a otros pacientes.
Rara vez intercambiábamos saludos. Por mínima o banal que fuese, nunca mantuvimos una conversación.
Los veía fugazmente cuando salían de la consulta, o sentados en el sofá cuando yo acababa la sesión y me iba.
Así y todo, me familiaricé con algunas caras.
Si coincidíamos, invertíamos el tiempo en hojear las revistas. Era una actitud peculiar. En la antesala del dentista o del oftalmólogo, los enfermos hacen comentarios, dan su opinión. Incluso los hay que no paran de hablar de sus males y de sus experiencias médicas. Semejante desinhibición era impensable en la sala de espera del psicólogo, donde imperaba la tendencia a ignorarse.
Una señora, en cuanto se acomodaba, sacaba de su bolso un transistor que encendía y se pegaba a la oreja. Dicha mujer no venía sola. La acompañaba un hombre, a cuyo brazo se agarraba. Ambos tenían en el anular una alianza de oro, por lo que deduje que estaban casados. Los dos permanecían silenciosos, él con la mirada perdida y ella escuchando el aparatito.
Estos cincuentones tenían una inquietante semejanza. A primera vista parecían bastante diferentes.
Él tenía una extensa calva circundada de pelos grisáceos. Ella, una cabellera espesa y ondulada que le cubría la cabeza como un casco. No descarté que se tratara de una peluca.
El hombre tenía la tez coloradota y las facciones aniñadas. Los rasgos de la mujer correspondían a una persona de su edad, aunque eran difusos, como si alguien hubiese pasado una esponja húmeda por las principales líneas reduciendo el conjunto a una máscara neutra.
El infantilismo del marido se traslucía en su actitud de confiado abandono. En ella se advertía un envaramiento en consonancia con su recelo.
Él parecía amable hasta el servilismo. Ella marimandona, con tendencia a mangonear y a hacer valer sus achaques.
Desde luego, no radicaba en estas disparidades el desasosiego que experimentaba en su presencia.
Ambos poseían la misma cualidad mimética de confundirse con el entorno. Como no se movían ni hablaban, se tenía la impresión de que eran dos peluches gigantescos. Dos muñecos de tamaño natural que formaba parte de la decoración de la sala.
Sus holgadas ropas no lograban disimular la blandura de sus carnes, la falta de consistencia de su relleno.
Comprobé estupefacto que sus características eran intercambiables. La mujer se podía apropiar del aniñamiento de su cónyuge y parecer una muchachita que hubiese crecido desproporcionadamente. El marido podía adoptar una rigidez de movimientos que contrastaba con su halo de mansedumbre.
Una larga convivencia vegetativa los había expuesto a sufrir influencias recíprocas que habían debilitado sus respectivas personalidades. Potenciada por la falta de acicates externos, la fusión se había consumado y ambos constituían el duplicado de un solo ser.
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