Así pues, no volvería a ver a ese señor de cabeza ovoide y cara de empollón, del que se desprendía un insufrible aire de suficiencia. No podía negar que el psicólogo me inspiraba antipatía.
Había renunciado a suministrarle detalles íntimos, pero se las arreglaba para sonsacarme y, lo quisiera o no, algo tenía que contar o inventar.
Como no me doy maña para mentir, mis historias no eran falsas, aunque no revelasen nada sustancial.
Pero resultaba difícil fijar un límite. Bastaba con que insinuase lo más mínimo para que él imaginara el resto con asombrosa precisión. En lo cual no había nada de raro. No se ejerce una profesión en balde.
De todas formas, un olfato tan sensible como el suyo tenía que ser un don natural.
Cuando me preguntó por mis pasatiempos y cité el cine, ese día la entrevista giró alrededor de ese tema. Le hablé de las últimas películas que había visto, y de cuáles eran mis preferidas.
Al final cometí la imprudencia de hacer un comentario marginal. Iba al cine porque me gustaba, pero de paso aludí al sosiego que me embargaba al apagarse las luces. En esa penumbra me olvidaba de mí y se incrementaba mi capacidad receptiva.
Rutinariamente, según creí, preguntó si esa paz la experimentaba en cualquier recinto oscuro.
Respondí que, para recuperar el equilibrio, el medio más eficaz consistía en retirarme a mi habitación y correr las cortinas, si era de día, o no encender la lámpara, si era de noche. Luego me tendía en la cama.
Oscuridad, silencio y soledad eran la triada sanadora bajo cuyo amparo me ponía.
El psicólogo me observó con sus perspicaces ojillos, tomó algunas notas en su bloc y me animó a seguir. Pero no añadí ninguna otra cosa. Tampoco tenía mucho más que decir.
Dejó transcurrir un par de minutos. Cuando se cercioró de que me había encastillado en uno de mis mutismos, empezó a tamborilear con los dedos en el borde de la mesa. Después se recostó en su sillón, apoyó el índice en el arco de la montura y empujó las gafas hacia arriba lentamente. Parecía entregado a una profunda meditación.
Por fin se reincorporó y me comunicó el fruto de sus cavilaciones.
Mi afición por los lugares que reunían esas características, era la prueba de una querencia.
Deseaba regresar al útero materno. Añoraba la seguridad de ese claustro, el cual intentaba ahora reproducir con los medios a mi alcance. Se trataba, en suma, de un proceso regresivo.
Al advertir el efecto de esta revelación, se demoró en explicarme la mecánica de este fenómeno.
Ciertamente algo no marchaba dentro de mí. Nunca se me había ocurrido pensar que un acto tan común como el de ir al cine estuviese motivado por el ansia de flotar de nuevo en el líquido amniótico.
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