En una primera fase Leticia se sumerge en los ensueños y las fantasías. Cultiva esa tendencia que le procura un delicado placer. En una niña de sus características esa entrega resulta natural. Pero no se puede vivir siempre en ese nivel. Hay realidades insustituibles. Por eso ella pasa a la acción.
El sentimiento de culpa aflora inevitablemente. “Un deseo de castigo” dice ella. Descorazonada se pregunta: “¿Es que podré llegar algún día a entender las cosas como los otros?» . Sin duda ese sería el mayor castigo. Ese mismo día, con toda probabilidad, ella se convertiría en uno de ellos. Ese mismo día tendría que renunciar a sí misma.
“Yo oía discutir lo que había que hacer conmigo durante la comida y la cena con completa indiferencia”. Para que la dejen tranquila, Leticia acepta sin rechistar las decisiones que toman personas ajenas a ella, y que creen saber mejor lo que le conviene.
Por su parte, Leticia está convencida de que no vale la pena enfrentase ni discutir. Esto no quita que, como escritora en ciernes, utilice la táctica de llevar a los demás al “terreno de aquellas cosas” que dominan, y sacarles la sustancia. Esta triquiñuela de darles carrete es una forma de aprendizaje que se asemeja a una antropofagia intelectual. También recurre a ella para satisfacer el deseo de niña a la que fascina el discurso de una persona conocedora de un tema en profundidad.
El tiempo transcurre y la protagonista hace una desoladora constatación, que es un aterrizaje. “Me vuelve loca esta soledad; que esté yo aquí con mi desesperación y otros en otro sitio con la suya, y que al mismo tiempo las cosas se queden como estaban. Porque entonces pienso: aquella luz de otras veces, aquel ambiente, no querían decir nada, no estaban hechos para mí”.
Aquel ambiente no estaba hecho para ella. Es después del doloroso proceso que desemboca en la soledad, cuando se da cuenta de esa verdad.
Por fortuna, Leticia encuentra una salida en las historias que prefiere escuchar a contar. “Claro que puedo contárselo, pero si se lo cuento ya no será más que una tontería. En cambio, si me lo contase él a mí…Lo estaba viendo y me parecía una cosa que él me había contado”.
La realidad adquiere relieve en la narración. Escuchando a los demás se puede creer que a ellos les ocurren cosas que a uno nunca le pasa. Se puede caer en la trampa de que ellos tienen historias y uno no. Pero la cuestión no radica ahí sino en la magia del relato.
A Leticia le gusta que le cuenten incluso las cosas que conoce. La seducen los colores con que la imaginación pinta los acontecimientos. De la escucha pasará a la lectura como desafío y a la lucha contra las palabras. “Leer un párrafo y no comprender, volver atrás, seguir adelante y encontrar una frase que se tambalea…”.
Pero vivir sigue siendo un mal negocio. “¿Por qué no le advertirán a uno algo de esto? Tienen por sistema quedarse en la orilla; así los sentía yo, parados detrás de mí, a ver si nada uno en esta agua turbia o si se va al fondo”.
Ellos, más que no querer, no pueden ayudarla porque lo primero es mantener el propio y precario equilibrio. Cuando ven que otra persona se debate a la desesperada, sólo pueden contemplar sus contorsiones y forcejeos. Y más tarde, a toro pasado, tal vez se mesen los cabellos y clamen al cielo.
Así capta Leticia la situación. El mundo de los adultos se le aparece como algo aborrecible. Su corazón no alberga ningún afecto por esas personas que no la sostuvieron. Ella aprendió a nadar sola en “esa agua turbia”.
Leticia concluye sus memorias con amargas reflexiones. “Yo no sé más que morir con el último chispazo de mi energía”. Quizá haya que entender con el último chispazo de su lucidez. Y reniega de la infancia a la que acusa de ser una enfermedad.
El olvido “que sustituye a la vida, al aire que se respira, al tiempo mismo” se perfila como una solución. La tragedia final se resume en “un pequeño estampido”. No queda claro quién es la víctima. Por supuesto, alguien cercano a Leticia Valle. Así acaba la autobiografía de esta niña de doce años.