193.-Cuando se habla, sobre todo cuando se habla más de la cuenta, cuando se tiene un afán protagónico, cuando uno se deja arrastrar por las expectativas sociales y adopta papeles infatuados, se cae en una trampa de la que no se sale indemne. La incontinencia verbal pasa una factura que pagamos con nuestro bienestar.
En situaciones impostadas se dice lo que no se piensa ni se siente por agradar, brillar o no tener que escuchar las aventuras de otro. Aunque no se trate de una sangrante traición, si uno vuelve sobre lo hablado, se percata del grado de insinceridad de sus manifestaciones.
Como poco esa constatación produce incomodidad. ¿Por qué no dije lo que realmente creo? ¿O al menos porque no me callé? Se pregunta uno a toro pasado.
Incluso sin querer o tener plena conciencia de ello, se hacen críticas infundadas o malévolas, se exagera para lograr un mayor efecto, se hacen chistes coyunturales que al recordarlos resultan deprimentes, se trivializan temas capitales para el interesado y se enaltecen otros que le importan un comino.
Si la velada transcurre bien, uno puede quedar como un magnífico conversador que ha acaparado la atención de los oyentes y se ha granjeado su simpatía. Pero este triunfo, si el sujeto en cuestión es reflexivo, puede traducirse en un pesado lastre interior cuando se contabilizan las infidelidades y las teatralizaciones. A Kierkegaard, en esta tesitura, le entraban ganas de suicidarse.
Cuando el filósofo danés volvía a su casa tras haber participado en una reunión en la que su ingenio había suscitado los elogios, la tentación de poner fin a la pantomima de la vida se intensificaba peligrosamente. En las personas lúcidas los papeles lucidos tienen esa contrapartida.
Ese riesgo no se corre si se habla poco o se calla. A lo mejor el silencio puede ser interpretado como sosería o falta de inteligencia, la prueba palmaria de que sólo se es bueno para hacer bulto. Así y todo, es preferible pasar por obtuso antes que exponerse al autorreproche y al malestar.
El silencio no pisotea los propios principios, no veja por haber servido de vehículo a pensamientos ajenos, a lugares comunes o a retruécanos sin gracia. El silencio no expone a los aguijonazos, pues no hay superficie sólida donde clavar el rejón.
Por el contrario su no ser es acogedor y suavizador. Es el ineludible telón de fondo que hace posible la función. El silencio está asociado a la escucha cuya dimensión torturante en ocasiones a nadie escapa. Pero incluso teniendo en cuenta este martirio, su práctica es preferible. Más penoso aún es llegar a casa y desear levantarse la tapa de los sesos.
Al contrario que las palabras, el silencio no deja resaca ni desencadena impulsos destructivos. Es un regazo en el que uno puede reposar y hallar consuelo. El silencio tiene ribetes maternales.
El silencio respetuoso no incita a represalias, aun cuando se deba a disconformidad o signifique protesta. Quien calla no busca camorra. El silencio y la agresividad no casan. Si acaso incita a tasaciones a la baja que suelen importar poco a quien es objeto de ellas, más consciente de los beneficios que de los inconvenientes, más satisfecho con la tranquilidad que aporta que molesto con las críticas que suscita.
Cuando hablamos y sobre todo cuando discutimos, la vehemencia asoma su cabeza de medusa y se apresura a intervenir alzando la voz, gesticulando, avasallando. Suele venir acompañada de una prima igualmente inclinada a caldear los ánimos: la reactividad. Una y otra son especialistas en hacer estragos. En el silencio, aun siendo un ámbito sin fronteras, no tienen cabida.
Tras el silencio hay poco o nada que recapitular. Las hipérboles, las tergiversaciones, las mentiras, tan conectadas al humor del momento y las circunstancias exteriores, le son ajenas. Al no haber nada de lo que arrepentirse o avergonzarse, al haberse sustraído a la confrontación, la mente se ocupa con libertad de otros asuntos.
Los refranes a este respecto son ilustrativos: “Quien mucho habla mucho yerra” (“mucho peca” y “mucho miente” son otras variantes igualmente significativas), “En boca cerrada no entran moscas”, “Decir me pesó, callar no”, “En almoneda ten la boca queda” entre otros. Un proverbio indio recomienda hablar solamente cuando las palabras sean mejores que el silencio. Y Larra llama bienaventurados a los que no hablan porque se entienden.
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