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Archive for the ‘Bestiario’ Category

¡Oh, mi airoso velero! ¡Cuánto tiempo esperando!
Mas ya estamos dispuestos a emprender la aventura
que nadie sabe adónde nos ha de conducir.
Qué más da un sitio u otro. Lo importante es partir,
surcar los siete mares, dejando que los vientos
salitrosos, yodados, nos atecen la piel.

Extrañas nubes blancas se van deshilachando.
Parece que corrieran hacia un punto lejano,
hermosas pinceladas en el azul del cielo.
Bandadas de gaviotas mecidas por los vientos
se balancean y cuelgan como frágiles lámparas,
y el mar embravecido furiosamente se alza.

 

 

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Bestiario (XXVII)

XXVII
Tú siempre disponible, atento al menor gesto,
el tiempo, la energía ofrecidos sin tasa,
con genuina alegría.

Qué importan las esperas, la sed, el tedio, el hambre.
Qué importan que se burlen de tu fidelidad.

Desafiante, tranquilo, sabes lo que te juegas.
Te has propuesto no ser un barco a la deriva.

Tu precio pagarás, hoy piensas que elevado.
En aquellos momentos más hubieras pagado.

Lo malo de ese afán es que erraste los tiros.
Después de tanto tiempo, qué fácil es decirlo.

Como tantos negocios iniciados con fe,
que a pesar del empeño se tuercen y fracasan,
la cosa salió mal.

Sólo quiero pedirte
que de decir te abstengas, pedirte y acabar,
memeces del calibre “si volviera a empezar”.

 

 

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XXVI
No sé qué le infundían mis juegos infantiles.
Lo ponían frenético.
Veía que temblaba igual que un azogado
cuando me descubría a ellos entregado.

Si no fuese porque era un caso manifiesto
de impotencia incurable,
diría que embargábalo el placer del orgasmo,
tal era el alborozo que afloraba a su rostro.

Tan abstraído estaba que cuenta no me daba
de que era observado, de que solo no estaba,
hasta que una risita, aterrado, escuchaba.

Entonces me volvía y allí me lo encontraba
en la misma actitud de quien pilla in fraganti
a un vulgar ladronzuelo.

Más tarde escucharía, cuando público hubiese,
sus consideraciones.

En verdad lo callado era más torturante
y encerraba más bilis que lo que ese tunante
exponía a las claras.

 

 

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XXV
Sus ojillos de víbora, su lengua en consonancia,
su caminar penoso, sus rasgos afilados,
todo en él indicaba el más férreo rencor.

Sus flechas venenosas herían, escocían.
Él sabía tirarlas sin tregua ni descanso.
En verdad lo temía.

Temía su mirada
penetrante, ruin, experta en desnudar
y sacar a la luz los secretos del alma.

Temía sus palabras, cargadas de sarcasmo,
como balas directas a los puntos sensibles.

Se veía que el juego era muy de su agrado.
Él era el cazador y yo el conejillo,
sin defensa posible ante el retorcimiento
de un hombre resabiado.

Sus ojillos brillantes cual dos perversas ascuas
se volvían rientes cuando en mí se posaban.

Tengo que declarar que alegraba su vida
ratonil, arrastrada, mas eso digo ahora.

En cuanto a su risita que daba escalofríos,
señal era inequívoca de su vil regocijo.

Había reparado en mi humilde persona.
Sabrosos comentarios los que me dedicaba.

Juro solemnemente que de psicología
más que Freud sabía.

Adicto empedernido a la denigración,
no ayudaba a crecer, hacía lo contrario
por el puro placer de aplastar al más débil,
funesta tentación ante la que sucumben
los pobres infelices.

 

 

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XXIV
Su falta de respeto es sólo comparable
a su incapacidad para la discreción.
Intemperante, zafio, es la glotonería
el emblema, la piedra angular de su vida.

Es todo un espectáculo contemplar al mentado
comiendo todo aquello que no debe comer:
las grasas, lo picante, las salsas muy espesas,
los guisos, las frituras, comiendo a dos carrillos,
hipando, farfullando, espurreando alimentos,
un hilillo de pringue
por la barbilla abajo, feliz, congestionado,
sosteniendo en la mano un hueso rechupado.

Después de ser testigo de tanta incontinencia,
por supuesto uno queda vacunado a conciencia.

 

 

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Bestiario (XXIII)

XXIII
Dos enormes cabezas coronan esa masa,
oronda, temblequeante, de sebo y gelatina.
La de cejas corridas y papada porcina,
mirando aviesamente paraliza a su presa.
Sin esfuerzo aparente la deja de una pieza.

La segunda cabeza tiene forma de pera.
Sus ojos son opacos, ciertamente bizquean.
Lo cual, si bien confunde, estratagema no es.
En su lengua cortante reside su poder.

Maldiciones, ofensas, insultos escogidos,
descalificaciones son las perlas que brotan
de su boca dentona.

Si no se mueve apenas, no es porque su gordura
se lo impida, más bien se trata de razones
de índole ideológica. Su propia idiosincrasia
es el mayor obstáculo.

Cuando quiere algo, grita, lo ordena perentorio.
Trabajar no trabaja. Se ha jurado a sí mismo
que jamás doblará su precioso espinazo.

Descomedido, ruin, no sabe de lealtades.
Quien manda es el dinero. Las manos se restriega
cuando atisba un negocio, es decir, un sablazo.

Todos han de quitarse de en medio porque el menda,
sudoroso, agitado, va a moverse por fin.
De asiento va a cambiar, sea Dios alabado,
apartémonos raudos.

 

 

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Bestiario (XXII)

XXII
Antes de abandonar este innoble museo,
es preciso pasar por la postrera sala.
Bien quisiera evitar esta visita y dar
aquí por acabado este abyecto muestrario.
Mas para ver la luz y respirar el aire,
para salir al fin de este dédalo oscuro,
refugio de fantasmas, madriguera de endriagos,
vivero de murciélagos, escondrijo de ratas,
lugar de voces y ecos resonando sin tregua
como una maldición, sentina, lupanar,
submundo, pandemónium, por aquí hay que pasar.

 

 

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XXI
En la casa de fieras, unas rugen, aúllan,
otras silban, rebuznan, cacarean, maúllan.
Todas se identifican por un sonido propio,
menos una que escapa
a este fácil recurso de catalogación.

Sacar los pies del plato es uno de sus vicios
que podemos contar entre los más discretos.

Sentado en un rincón de su apestosa jaula,
este engendro nos mira, nos escruta y arroja
por entre los barrotes un gargajo verdoso
que a nuestros pies cae.

Entonces este cruce de hiena y arrendajo
nos enseña los dientes, amarillos de sarro,
y emite una risita.

Si piensa que ha hecho gracia, nuevos escupitajos
lanzará hasta que al fin uno vaya a parar
a un zapato, al pernil.

Qué jolgorio en la jaula. El bicho no da saltos.
Es demasiado torpe para hacer monerías.
Pero reirá de nuevo, retemblando los pliegues
de su fláccida piel.

 

 

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Bestiario (XX)

XX
Pequeño, relamido,
un muñeco parece de frágil porcelana,
bueno para adornar,
para hacer más coqueto, un rincón de la casa.

Pero nada más lejos de la cruel realidad.
Porque este renacuajo de contrita actitud
y de andares frailunos es pequeño, de acuerdo,
pero también perverso.

Este ser diminuto
que cualquiera confunde, cuando va por la calle,
a la pared pegado, con una sabandija,
alberga en su interior un gran estercolero.

 

 

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Bestiario (XIX)

XIX
Lleva manto de armiño, corona de rubíes,
zafiros y esmeraldas, batón de terciopelo.
Y en su mano derecha, símbolo de realeza,
un cetro de oro puro.

De telas, pieles, piedras estaba tan cargado
que el peso amenazaba dejarlo jorobado.

 

 

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