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Posts Tagged ‘respeto’


332.-Emma y yo comentamos un hecho reciente. A un hombre que llevaba separado de su mujer cinco años le tocó la lotería, un premio importante. Ella, que fue quien forzó la ruptura, había cortado completamente la comunicación con él.

Cuando se enteró de los miles de euros con que había sido agraciado, le faltó tiempo para coger el teléfono y ponerse en contacto. Después de cinco años de no querer saber nada, estaba deseosa de tener noticias suyas. ¿Cómo se encontraba? ¿Qué hacía? Y por supuesto quería felicitarlo por ese morrocotudo golpe de suerte, del que se alegraba un montón. Acabó sugiriéndole que podían verse y tal vez reanudar su relación.

“¿Adónde la mandó él?” pregunta Emma. “A ningún sitio. Le recordó que habían acabado hace tiempo, y colgó”.

Pero ella insistió. Se puso pesada y él, medio en serio, medio en broma, le dijo que la denunciaría por acoso si no lo dejaba tranquilo. Aquí la señora se enfadó y recurrió a un grupo feminista que la apoyó. Ella sólo quería hablar. ¿Qué había de malo en eso?

Sin comerlo ni beberlo el hombre se vio involucrado en una situación desagradable. Su único pecado era su repentina riqueza. Su ex le pidió una entrevista personal. Él estaba tan confundido que, poniendo como condición que su abogado estuviera presente en ese cara a cara, accedió. Ella replicó que nanay…

El respaldo del grupo feminista consiguió que la actitud rastrera de la mujer no pudiera ser siquiera criticada. Gracias a Dios la pareja no había tenido hijos porque en ese caso ella le habría sacado hasta la cerilla de los oídos.

Como era ridículo alegar amor e incluso amistad, argumentaron que la estaban censurando y marginando por ser mujer. El periódico ABC fue acusado de mentiroso, manipulador y otras lindezas por airear esa historia deplorable.

“Fíjate hasta dónde hemos bajado. La ideología, como siempre, lo guarrea todo y, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, reparte mamporros”. Emma asiente.

Llegamos a la conclusión perogrullesca de que ni todos los hombres son unos miserables ni todas las mujeres son unas santas. También coincidimos en que el pensamiento dominante no tolera los cuestionamientos ni la imparcialidad.

“¿Qué solución ves a esto?” me pregunta Emma. “Quizá ha llegado el momento de sustituir la igualdad por el respeto. Todos somos iguales ante la ley, o deberíamos serlo. Y todos somos dignos de respeto. Este concepto se presta menos que el otro a la demagogia y a los usos torticeros.

“Una buena medida sería crear el ministerio y las correspondientes consejerías “ad hoc”, desde los que se vigilase que todo el mundo es tratado con la debida consideración. Desde los que se abordase los casos de violencia y discriminación sin adjetivarlos previamente para convertirlos en un arma política.

“La violencia se manifiesta de variadas maneras. Unas veces la cara que presenta es la de la brutalidad. Otras veces la de la insidia. La primera resulta escandalosa, la segunda no es menos mortífera”.

“¿Eres feminista?” “No soy machista. He sido testigo de las vejaciones sufridas por algunas mujeres de mi entorno. Esa actitud caracterizada por un comportamiento arbitrario, por una afirmación personal basada en el desprecio del otro, me ha provocado siempre nauseas” “No te he preguntado eso” “Feminista tampoco. Después de haber vivido las nefastas consecuencias de la prepotencia masculina, ¿cómo me va a gustar su contrapartida femenina?”

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270.-Primero dice una cosa, luego se desdice. Se atiene al clásico refrán: “Donde dije digo, digo Diego”. Esta es una de las características del poder y sus acólitos. El revés y el derecho se confunden o se intercambian a placer. Toman una medida y dan un porqué. Si otro hace lo mismo, ni la medida ni el porqué valen. Ambos son barridos con un despectivo golpe de mano. El poder es justificación plena de sí mismo. Esto significa que no tiene fundamentos o que los tiene todos, desde el primero hasta el último.

La misma situación puede recibir diversos tratamientos que serán aptos si quien los pone en práctica está dotado de poder, y que serán arrojados al cubo de la basura si quien los propone es un don nadie o por tal es tenido.

El poder dice y se desdice, hace y deshace, ata y desata. Esa es su esencia, tanto a nivel doméstico como social. Su enemigo mortal es el respeto, al que odia más que a nada en el mundo porque es el espejo donde ve reflejadas sus siniestras facciones.

Pero el respeto, como todas las demás virtudes y principios, se lo pasa por el forro, por la piedra o por donde haga falta si molesta demasiado. Se podría resumir la historia de la humanidad como un intento, hasta ahora infructuoso, de hacer entrar en razón al poder. Pero es que, no hay que señalarlo, el poder y la razón se llevan fatal. Son incompatibles. Nadie conseguirá nunca mezclar homogéneamente el agua y el aceite más allá de cinco segundos.

El poder tampoco tiene que dar explicaciones. O si se quiere, tiene tantas para cada momento, para cada lugar, para todos los gustos, que es como si no tuviera ninguna. Hoy da una, mañana otra y pasado mañana emite un comunicado en el que afirma solemnemente que todo lo ha hecho por el bien de la ciudadanía, del pueblo o de la humanidad en pleno. Y tan pancho.

Por supuesto infunde miedo. Hoy sí, mañana no. Sartas de mentiras pronunciadas con la mejor intención. Arbitrariedades sin cuento. Esa es el meollo del poder, que se camufla continuamente, que es camaleónico.

El poder, al igual que el viento, cambia de dirección cuando le parece, chaquetea a su antojo, tiene una consumada habilidad para maquillarse y ponerse moños.

Y no se vaya a incurrir en la simpleza de asociar el poder a una clase, a un estamento o a quien más coraje dé. Porque el poder es sólo suyo y de quien se pliega a él, que puede ser cualquiera con ambición y escasos o nulos escrúpulos, cualquiera con la conciencia y la manga igual de anchas.

El poder ignora la objetividad. O sea, se ríe de la verdad que, según declara sin empacho, no sabe lo que es o niega su existencia o le clava el estoque de su mordacidad. La verdad es, junto con el respeto, el otro Pepito Grillo al que el poder aplasta de buena gana a las primeras de cambio. Ambos le producen urticaria, los soporta a duras penas, sólo si no hay más remedio. Pero en cuanto ve dos dedos de luz, o más bien de sombra, les da el zapatazo.

El poder se nutre de los motivos personales, de las mezquindades de cada uno, de sus frustraciones, de sus sueños de grandeza, de todo aquello que excluye al otro, que lo acoge sólo en la medida en que comparte o se presta a su juego. Los poseedores del poder no quieren iguales. Como mucho, colaboradores o, más exactamente, colaboracionistas. La verdad del poder es que crea lacayos.

Nadie comparte el poder voluntariamente. Por eso se producen tantas guerras y refriegas, por eso hay tantas tensiones. El poder se arrebata y esta es una de las raíces, tal vez la más importante, de las calamidades que nos asolan.

El poder tiende, pues, a la perpetuación y a la imposición, a hacer prevalecer sus intereses.

Negación de la objetividad, martillo del respeto, el poder, que nunca da su brazo a torcer, hocica tan pronto como emerge una de esas dos realidades con la suficiente fuerza.

El poder, que no parte peras con nadie, tiende a engordar, como un insaciable animal de aspecto cada vez más monstruoso. Su destino es el despotismo absoluto. Esa charca cenagosa es su medio natural, es ahí donde encuentra su perversa realización, su ponzoñosa felicidad, alcanzadas a costa de hundir en la miseria a los demás. El despotismo no es otra cosa que la imposición de la propia voluntad, es decir, una ilegitimidad por contraposición a la legitimidad, basada en unos conocimientos o un estatus adquiridos objetiva, libre y respetuosamente.

El poder lo apetecen los individuos aquejados de una subjetividad hipertrofiada, dominados por la soberbia, el poder sin cortapisas, el poder que hace saltar los goznes y que cambia las reglas del juego para retroalimentarse.

Resumiendo, el poder es un abrevadero del mal. A beber esa agua turbia van aquellos cuya caracterología o patología se ha reseñado en el párrafo anterior. Su campo de acción se extiende a todos los ámbitos. No reconoce al otro. Niega la verdad pero admite las verdades siendo la suya la que pita. Así que a callar y a obedecer.

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XXIV
Su falta de respeto es sólo comparable
a su incapacidad para la discreción.
Intemperante, zafio, es la glotonería
el emblema, la piedra angular de su vida.

Es todo un espectáculo contemplar al mentado
comiendo todo aquello que no debe comer:
las grasas, lo picante, las salsas muy espesas,
los guisos, las frituras, comiendo a dos carrillos,
hipando, farfullando, espurreando alimentos,
un hilillo de pringue
por la barbilla abajo, feliz, congestionado,
sosteniendo en la mano un hueso rechupado.

Después de ser testigo de tanta incontinencia,
por supuesto uno queda vacunado a conciencia.

 

 

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Ese día la conversación recayó sobre el amor, del que mis tres compañeras, huelga decirlo, tenían un alto concepto. Ensalzándolo a porfía, como si estuviesen participando en unos juegos florales, se llevaron todo el trayecto enumerando sus milagrosas virtudes. En definitiva las tres coincidían, por lo que la competición se limitaba a rivalizar en la originalidad de las aportaciones.
Como era costumbre en mí, permanecía calladito en mi asiento trasero, detrás de la conductora, escuchando con una oreja y mirando el paisaje con los dos ojos. A veces perdía el hilo de la charla que retomaba sin problemas algunos kilómetros más adelante.
Dos de ellas estaban casadas. Con voz en la que todavía vibraba la emoción, una contó que en el salón de celebraciones, a petición de su marido que le tenía reservada esa sorpresa, pusieron la canción “When a man loves a woman”, lo cual la conmovió hasta las lágrimas. La otra había hecho inscribir en su tarta nupcial la frase: “Sólo se ve bien con el corazón”.
Por supuesto, yo no tenía nada que objetar a lo que se estaba exponiendo, que me parecía de perilla.
Se llevaron prácticamente todo el viaje cantando las excelencias del amor que ilustraban con anécdotas propias y ajenas, de personas y de animales, reales y ficticias. Haciendo gala de prudencia no intervine ni para decir que se estaban poniendo pesadas.
Fueron ellas las que me sacaron de mi prolongado mutismo, que les resultaba incómodo, solicitando mi opinión al respecto. “¿No es el amor la clave del universo, la solución de todos los problemas, la base más sólida de la convivencia?” me preguntaron.
Me animé entonces a referir el episodio protagonizado por mi abuela materna en mi propia boda. Tenía que reconocer que estaba cansado de tanta matraca.
Al final del convite, cuando uno de los camareros estaba troceando la tarta de varios pisos superpuestos, adornada con cenefas de florecitas, y coronada por una parejita de novios, él de frac y ella con un vestido tan blanco como la nata del pastel, mi abuela se acercó a la mesa.
Tenía ochenta y tres años. Había vivido penosas experiencias. Pero su espíritu se mantenía joven, no había perdido la alegría y su genio seguía siendo vivo. Había enviudado hacía varios años. Su matrimonio constituía un punto de referencia para mí.
Se acercó decidida a la mesa transversal que presidía el salón, cuyos asientos centrales ocupábamos los recién casados. Mirándonos sonriente nos dio un consejo aplicable a todas las relaciones humanas. Nos dijo: “Para que un matrimonio funcione, el marido tiene que respetar a la mujer y la mujer tiene que respetar al marido”.

 

 

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