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El aire reconcentrado del Gran Maestro, su mirada fija en un punto indeterminado, sus manos de dedos nudosos que reposaban inmóviles, como dos animales fieles, sobre la mesa, imponían un respeto rayano en el temor.

Edu había respondido a sus preguntas referentes al robo de las camisas de lino. El muchacho reconoció que no denunció esos desaguisados por vergüenza, por un mal entendido espíritu de camaradería. Esta vez lo contó todo, incluido el intento de secuestro.

No era a Hemón a quien querían capturar sino a él, pero en vista de que, por circunstancias fortuitas, dijo Edu, no habían logrado su propósito, los malhechores cambiaron su plan.

“¿Quiénes son?”.

El muchacho respondió que no los había identificado porque tenían tiznado el rostro. Podía haber dado nombres, pero antes de hacer tal cosa quería hablar con Mako, quería presionarlo para que revelase dónde estaba Hemón. Edu temía que el peso de la justicia caería sobre los miembros de la banda con menos responsabilidad en las fechorías perpetradas mientras que el auténtico instigador, el cerebro, quedaría en un segundo término, incluso exculpado. Sus secuaces, debido al juramento de lealtad, lo encubrirían. Edu era consciente de la influencia que Roque ejercía sobre los otros. En algunos casos, como en el de Kim, podía hablarse de fascinación.

Cuando dispusiese de datos fidedignos sobre el paradero de su amigo, los comunicaría al Gran Maestro.

Este, tras un silencio que al muchacho se le antojó eterno, habló.

“El mal ha hecho su aparición en el castillo, como en otros tiempos. ¿Sabes lo que eso significa?” “No” “Significa que el Dragón ha despertado”.

Y prosiguió diciendo: “Crecen las malas hierbas. Por más que se arranquen una y otra vez, vuelven a nacer. Es una guerra perpetua que no permite descanso ni ofrece compensaciones. En cuanto te distraes, la grama se extiende por el sembrado. ¿Por qué ocurre eso?”.

El aprendiz ignoraba la razón.

“Porque el mal hunde sus raíces tan profundamente que es muy difícil acabar con él.

“Nuestra herramienta por antonomasia no es el puntero ni la tiza ni la pluma ni el papel ni el cayado, sino el azadón.

“Un azadón de mango largo y pala afilada con el que eliminar la maleza. No imaginabas que la tarea principal de un maestro fuese escardar, pero así es. Si la dejas libre, la grama lo invade todo, absorbiendo la vitalidad de las otras plantas, marchitándolas”.

Mortimer apenas podía contener su furia. Recordaba viejas historias. Sus rasgos se endurecieron. Sabía que el mal engendraba dolor y exigía para su erradicación penosos sacrificios.

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328.- “Nada hay más maravilloso que la enumeración, instrumento privilegiado para componer las más perfectas hipotiposis (=descripción de una persona o cosa)” Umberto Eco.

329.-El mal se cobija en la multitud desde donde ejerce su dominio sobre el individuo.

330.-La crítica social en conjunción con una propuesta utópica abre las puertas del infierno.

331.-La paradoja no falla. La mejor forma de incardinarse en la realidad es la imaginación. El camino más seguro para lograr un objetivo es el opuesto.

332.-El apasionamiento no es tanto una prueba de amor como de soledad interior.

333.-El ser humano tiene conciencia de la brevedad de su vida, de su soledad, de su desvalimiento. Nada tiene de extraño que aspire a evadirse de esa prisión.

334.-Si abolimos el mundo exterior sobreviene la locura. Si hacemos lo propio con el interior, nos cosificamos.

335.- Yo y los demás. El uno y el otro. La identidad y la diferencia. Esa zanja no se salva mediante la fusión orgiástica, que es uno de los avatares de la filosofía de la intensidad, ni mediante el conformismo.

336.-El objetivo de las sedicentes sociedades avanzadas parece ser eliminar las diferencias. Y a esa uniformización encamina el cúmulo de leyes y normas.

337.-Desde el punto de vista religioso igualdad significa que todos somos hijos de Dios. Desde el punto de vista legal que la justicia es la misma para todos. Desde el punto de vista kantiano que los seres humanos son fines, no medios. ¿Qué más se puede añadir que tenga sentido?

338.-La creatividad es una respuesta o una reacción individual con repercusión a nivel social. Partir de la superestructura conduce al gulag.

339.- “El amor que no engendra amor es una desgracia” dijo Marx. Si el amor es una expresión de vitalidad, un acto gratuito de afirmación y reconocimiento del otro, una prueba de superabundancia, ¿por qué iba a sentirse desgraciado si no obtiene una respuesta? Cabe preguntarse si el amor al que alude el filósofo es un sucedáneo o una transacción. Desde luego no es el que describe san Pablo en su Primera Carta a los Corintios, capítulo 13.

340.-Libertad de hacer lo que me dé la gana versus libertad para andar mi camino. La primera es embrutecedora, la segunda es creadora.

341.-Pasar por el aro significa interiorizar la ideología inherente a un sistema y hacer propias sus reglas del juego, de forma que se oscila entre las obligaciones y las gratificaciones sancionadas sin cuestionar esa dicotomía.

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329.-En el Menón Platón pone en boca de Sócrates el famoso aforismo: “Nadie hace el mal voluntariamente”. Es por ignorancia que cometemos malas acciones. La sabiduría nos abre los ojos. Quien sabe, no obra en contra de los demás porque eso equivale a obrar en contra suya. Nadie se lesiona conscientemente, salvo los ignorantes.

Parece derivarse de este planteamiento que, en el fondo, todos los hombres desean el bien, pero algunos lo buscan erróneamente, lo cual se explica por la falta de conocimiento. Buscamos lo que nos conviene y lo que nos conviene es el bien.

La experiencia demuestra, no obstante, que el mal es un fin en sí mismo, y también que sus perniciosas consecuencias recaen sobre terceras personas y no sobre el agente que ni sufre daño ni es más infeliz. Teniendo en cuenta esta evidencia, Platón corrigió su teoría en el diálogo “Las Leyes”.

A un profundo nivel filosófico la tesis platónica es seguramente cierta, pero desde un punto de vista práctico, a un nivel existencial inmediato, no es más que una especulación (por ello ha sido calificada de intelectualismo moral) desmentida por la realidad cotidiana. Por esta razón ese planteamiento puede ser visto como un simple escamoteo del mal, al igual que hace también san Agustín por diferentes motivos.

El robo de peras enfrentó al doctor de la Iglesia católica a esa apabullante realidad del mal por el mal. Esas peras que ni comió ni vendió están en la base de su proceso de conversión. La gratuidad del mal (a la que Hannah Arendt añadirá más tarde la banalidad) lo trastornó y lo apartó de él, haciendo de san Agustín un referente para las generaciones venideras.

El mal es ante todo desobediencia y transgresión. El hombre antepone ciegamente sus deseos e intereses coyunturales, privándose así de lo que en verdad lo beneficia. El pecado es esa obstinación en preferirse a sí mismo en lugar de a Dios, que es el “summum bonum”. El mal es, en justa correspondencia, “privatio boni”.

330.-El mal y el sufrimiento ocupan un lugar central en la obra de Dostoievski. Uno y otro son para el autor ruso la piedra de toque en la que se mide el hombre. Son también dos experiencias inevitables que conllevan, como ya demostrara Sidarta Gautama cuando salió de su palacio e hizo su descubrimiento, un posicionamiento neto en la vida.

Si la fe resiste esa confrontación, saldrá fortalecida y podrá hablarse de victoria. Pero las pruebas a que se ve sometida son duras. Lo normal es que la partida quede en tablas o que se adopten actitudes nihilistas, ateas o escépticas.

Desde “Crimen y castigo” a “Los hermanos Karamazov”, pasando por “Los endemoniados”, el tema del mal es tratado en profundidad. En la segunda de las novelas mencionadas, abrumado y sobrepasado por su presencia, Iván Karamazov declara que no comprende por qué el mundo es así. Pero esta deprimente constatación no le impide añadir que él es un hombre de fe. Su único deseo es comprender por qué las cosas son así.

Ese deseo anida en el corazón de la mayoría de los seres humanos y constituye la base de las religiones. En palabras de san Agustín: “Creo para comprender y comprendo para creer”.

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320.-En las religiones y en los mitos el mal se asimila al caos primigenio, a la materia amorfa y oscura, sin dirección ni proyecto, lo que recuerda la teoría de los gnósticos y la de Plotino. El mal es el sustrato de la Creación, que es la que informa al caos. Sobre esta base se eleva el edificio de la civilización que, en comparación con sus cimientos, no sólo es de reciente construcción sino que adolece de una precariedad preocupante.

La civilización reposa sobre el caos del que no se ha alejado lo suficiente para cantar victoria. Es dudoso, por lo demás, que pueda realizar la hazaña de su consolidación, puesto que, en tanto que base, no podemos prescindir de la materia amorfa y oscura. Así que, lo queramos o no, seguiremos expuestos a su contaminación, a ser absorbidos por ella y regresar a la vorágine primordial.

Según Plotino, lo que nos salva es el espíritu que no pertenece a la esfera de la materia. A través de él podemos escapar del mal.

Cicerón, como buen romano, tenía una visión práctica de este asunto. El origen del mal está en las pasiones humanas que son las que nos incitan a cometer toda clase de desmanes. El afán de satisfacerlas nos convierte en fieras que no retroceden ante nada.

Schelling buscó las raíces del mal en el ámbito inteligible del hombre, pero este filósofo idealista y romántico, en definitiva, negaba el mal. Las acciones humanas son más o menos positivas, es decir, más o menos buenas. Establece una gradación en la que el cero sería la ausencia de bondad. Ese cero, por debajo del cual no hay nada, es el piso en el que se apoya la escalera por la que hay que ascender. Las acciones difieren, pues, por su nivel de virtud. Hablando con propiedad, el mal no existe. Sólo es imperfección.

Para Nietzsche, otro pensador de gran predicamento, el bien y el mal son conceptos relativos que hay poner en relación con los seres humanos concretos y el “pathos” de cada uno. Lo que es un mal para los débiles puede ser un bien para los fuertes. Es un asunto que depende de la constitución, las inclinaciones y las necesidades. Esta funcionalidad justifica la transgresión de las normas morales y legales que han sido creadas para proteger a los incapaces de asumir su vitalidad y a los que la tienen mermada. El hombre carente de prejuicios se sitúa más allá del bien y del mal, en el olimpo de los dioses.

Santo Tomás de Aquino, para no cuestionar la bondad y la omnipotencia divinas, opta por negar la existencia del mal, del que Dios no puede ser su autor, ni tampoco puede tolerarlo. Las criaturas, que son su obra, no pueden adolecer de un fallo tan flagrante como la perversidad. Para eximir a Dios de toda responsabilidad en este desaguisado, santo Tomás no parte de la experiencia, que lo pondría entre la espada y la pared, sino de un análisis teórico. Él identifica ser y bien. El mal es un nivel más bajo, una distancia mayor de la realización total. En el continuum del ser ocupamos diferentes puestos, pero todos estamos en esa calzada que conduce a Dios.

Como para san Agustín el mal es privación de bien, para santo Tomas el mal es carencia de ser. En ambos casos se produce una corrupción de la naturaleza humana que dificulta o impide aproximarse a ese ideal.

La existencia del mal es un dato que suministra la experiencia. Quienes lo niegan a pesar de todo y se inhiben de una u otra forma, esperan que otros hagan el inevitable trabajo de encarar esa realidad y ponerle coto. O bien, cuando la confrontación se produzca, están dispuestos a convertirse en víctimas sacrificiales sin oponer resistencia, como mansos corderos.

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318.-Sorprende a Emma la cantidad de temas y personajes que encierra la literatura, poco menos que inagotables. La miro para saber si está hablando en serio o en broma. Ella capta ese gesto suspicaz. “¿Acaso no es verdad?” dice.

“Claro que no” replico, “en lo que respecta a los temas su inventario es bastante limitado aunque sus ramificaciones sean numerosas. Los subtemas son variados, pero los troncos de donde nacen se pueden contar con los dedos de las manos, y es posible que sobren algunos”.

“¿Cuáles son esos temas matrices?” “Hay que empezar señalando que no son sólo literarios sino también filosóficos. Para abreviar podemos llamarlos los grandes temas.

“Los aborda el arte y el pensamiento porque, en definitiva, todas las manifestaciones culturales se reducen a ellos. Ahí están las semillas de todas las historias.

“Por muy llamativa u original que te parezca una obra literaria, si nos paramos a analizarla, descubriremos que desarrolla uno de los temas fundamentales. Es posible que el ropaje nos despiste, o nos induzca a error, incluso que durante un tiempo ese libro goce del privilegio de la novedad absoluta. Es una cuestión de deslumbramiento, a menudo apoyada en una buena operación de márquetin.

“¿Cuáles son esos temas que admiten muchas variaciones? Uno es el mal, su inapelable presencia en el mundo. Esa hidra a la que le nacen dos cabezas cuando le cortan una, ese monstruo con una infinita capacidad de regeneración, posee también el don de camuflarse, de confundirse camaleónicamente con el entorno hasta el punto de hacer creer que no existe, que es un puro cuento forjado por la mente calenturienta de un idiota. Los disfraces del mal dan para llenar un guardarropa o una biblioteca.

“El segundo tema que voy a citar (esta enumeración no implica orden de importancia) es el poder, ciertamente relacionado con el anterior. Incluso podría afirmarse que son hermanos si no carnales, de leche. Amamantados por la misma loba, suelen marchar de la mano.

“Dios o la trascendencia es otro. Y estrechamente relacionado con este se encuentra el tema del alma. El más allá, ese horizonte brumoso que unos niegan y otros consideran la meta, la verdadera patria, y que tan poéticos nombres ha recibido en las diferentes religiones, es una fuente de inspiración que no cesa de manar. El alma, según Platón, es la parte divina que hay en el ser humano. Estos temas, en contraposición a los dos primeros a los que cabe calificar de terrenales, son celestiales. O si lo prefieres, materiales y espirituales respectivamente. O también descendentes y ascendentes. Abajo y arriba.

“Otro tema fundacional, el quinto de esta lista, es el tiempo. Su paso, su esencia son perfumes tan intensos que pueden llegar a marear. Hay obras basadas en un intento de aprehenderlo. Algunas han tenido éxito. Han logrado dejar al descubierto la dimensión eterna de los efímeros negocios humanos. Han logrado rescatar nuestra precariedad de la rueda zodiacal de Crono. Somos insectos atravesados por los tres alfileres del pasado, el presente y el futuro. Y ese martirio da mucho juego.

“Tan difícil de captar como el tiempo es el deseo, e igual de productivo. Es el combustible de nuestras acciones. Nos arrastra, nos hunde, nos eleva. Si no nos propulsase el deseo, no moveríamos un dedo. Es tan necesario como el pan. En este tema podemos incluir las pasiones, que son deseos desatados. Según mi opinión es aquí donde tienen su lugar el amor y el odio.

“El séptimo tema es los sueños y los ideales, uno de cuyos subtemas es un motor social en constante funcionamiento. Me refiero a la utopía que a veces es tratada en clave de distopía. Una y otra son el haz y el envés del proyecto de reencauzamiento de colectividades con tendencia a descarrilar. Este bloque abarca también la justicia”.

“Otro tema fundamental es la muerte” apunta Emma. “Ya hemos hablado del más allá y de la trascendencia a los que está ligada la muerte como el final absoluto o el principio de otra vida. El descenso a los infiernos es uno de los subtemas más antiguos, atestado en el libro XI de la Odisea y en el libro VI de la Eneida. Gilgamesh, el primer héroe épico, partió en busca de la inmortalidad y acabó aprendiendo que a la muerte no se la puede burlar. Pero esto no quita que los que se fueron puedan ser visitados o evocados, y que puedan regresar al mundo de los vivos por diversas razones. Fantasmas, espectros, almas en pena recorren el folclore de los pueblos y se pasean también por la literatura.

“Creo que ya hemos acabado” “No. Faltan los otros” “Cierto. El prójimo plantea inevitablemente el problema de la identidad o la mismidad, así como las cuestiones del doble y la sombra. Si te parece, preguntándonos quién eres tú, quién soy yo, dónde se levanta la frontera que nos separa, cómo podemos franquearla…, ponemos punto final a este discutible catálogo” “Sólo nos ha sobrado un dedo”.

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Este psicoanalista de origen alemán se ocupó también del problema del mal o, según su planteamiento, de la capacidad del ser humano para el bien y para el mal, que es el subtítulo de esta obra.

¿En esencia el hombre es bueno o malo? Esta es la controvertida cuestión a la que quiere dar respuesta. ¿Somos lobos, que es lo que sentenció Hobbes, o corderos? ¿O somos unos mutantes que podemos revestir una u otra piel? ¿Unos híbridos que unas veces atacan y se alimentan de carne y otras veces rumian mansamente?

Fromm parte de un análisis de la violencia, la cual constituye un hecho innegable. Distingue cinco clases y expone las motivaciones inconscientes que las desencadenan, a saber, la juguetona o lúdica (no es destructiva ni está impulsada por el odio), la reactiva (es defensiva, no es tampoco destructiva, su raíz es el miedo, es la más corriente), la vengativa (su función es devolver el daño recibido, el desengaño y la desilusión pueden ser también su causa), la compensadora (como la anterior es destructiva, su raíz es la impotencia, el sadismo es una de sus manifestaciones) y, por último, la sed de sangre arcaica (animalización del ser humano, implica una profunda regresión).

Estos tipos de violencia van “in crescendo” hasta llegar a la alegría de matar. Así pues, la patología es cada vez más grave.

Tras bucear en los sustratos inconscientes sobre los que se levanta el precario edificio humano, Fromm introduce el tema de la libertad.

El filósofo humanista habla de orientaciones o tendencias que podemos dirigir a favor o en contra de la vida. Las segundas constituyen el núcleo del mal, cuya quintaesencia la representa el denominado “síndrome de decadencia”, al que se opone el “síndrome de crecimiento”.

Esas tendencias u orientaciones son las siguientes: necrofilia versus biofilia (amor a la muerte frente a amor a la vida), tristeza versus alegría, narcisismo versus amor, y fijación incestuosa en la madre versus independencia y libertad.

Partiendo de este supuesto, Fromm define la naturaleza humana “no como una cualidad o una sustancia dada, sino como una contradicción inherente a la existencia”.

Para vencer nuestros miedos y nuestra soledad damos o una respuesta regresiva (retrocedemos) o una respuesta progresiva (avanzamos). Y este es el quid. El hombre no es ni bueno ni malo sino una contradicción que exige tomar partido. Y no olvidemos que la nueva situación creará otras contradicciones a las que será necesario buscar solución.

Así que, finalmente, desembocamos en la libertad de elegir. Para este envite hay que tener una correcta percepción de las posibilidades reales e irreales. Hablamos de los indeterministas. Para los deterministas tal libertad no existe.

“La maldad es un fenómeno específicamente humano. Es el intento de regresar al estado pre-humano y de eliminar lo que es específicamente humano: razón, amor, libertad. Pero la maldad no sólo es humana sino trágica. Aun cuando el hombre regrese a las formas más arcaicas de experiencia, nunca puede dejar de ser humano; de ahí que nunca puede sentirse satisfecho con la maldad como solución. El animal no puede ser malo; sus actos están de acuerdo con sus tendencias intrínsecas que sirven esencialmente a su interés por sobrevivir. La maldad es el intento de trascender la esfera de lo humano a la esfera de lo inhumano, pero es profundamente humana porque el hombre no puede convertirse en un animal, como tampoco puede convertirse en Dios”.

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270.-Primero dice una cosa, luego se desdice. Se atiene al clásico refrán: “Donde dije digo, digo Diego”. Esta es una de las características del poder y sus acólitos. El revés y el derecho se confunden o se intercambian a placer. Toman una medida y dan un porqué. Si otro hace lo mismo, ni la medida ni el porqué valen. Ambos son barridos con un despectivo golpe de mano. El poder es justificación plena de sí mismo. Esto significa que no tiene fundamentos o que los tiene todos, desde el primero hasta el último.

La misma situación puede recibir diversos tratamientos que serán aptos si quien los pone en práctica está dotado de poder, y que serán arrojados al cubo de la basura si quien los propone es un don nadie o por tal es tenido.

El poder dice y se desdice, hace y deshace, ata y desata. Esa es su esencia, tanto a nivel doméstico como social. Su enemigo mortal es el respeto, al que odia más que a nada en el mundo porque es el espejo donde ve reflejadas sus siniestras facciones.

Pero el respeto, como todas las demás virtudes y principios, se lo pasa por el forro, por la piedra o por donde haga falta si molesta demasiado. Se podría resumir la historia de la humanidad como un intento, hasta ahora infructuoso, de hacer entrar en razón al poder. Pero es que, no hay que señalarlo, el poder y la razón se llevan fatal. Son incompatibles. Nadie conseguirá nunca mezclar homogéneamente el agua y el aceite más allá de cinco segundos.

El poder tampoco tiene que dar explicaciones. O si se quiere, tiene tantas para cada momento, para cada lugar, para todos los gustos, que es como si no tuviera ninguna. Hoy da una, mañana otra y pasado mañana emite un comunicado en el que afirma solemnemente que todo lo ha hecho por el bien de la ciudadanía, del pueblo o de la humanidad en pleno. Y tan pancho.

Por supuesto infunde miedo. Hoy sí, mañana no. Sartas de mentiras pronunciadas con la mejor intención. Arbitrariedades sin cuento. Esa es el meollo del poder, que se camufla continuamente, que es camaleónico.

El poder, al igual que el viento, cambia de dirección cuando le parece, chaquetea a su antojo, tiene una consumada habilidad para maquillarse y ponerse moños.

Y no se vaya a incurrir en la simpleza de asociar el poder a una clase, a un estamento o a quien más coraje dé. Porque el poder es sólo suyo y de quien se pliega a él, que puede ser cualquiera con ambición y escasos o nulos escrúpulos, cualquiera con la conciencia y la manga igual de anchas.

El poder ignora la objetividad. O sea, se ríe de la verdad que, según declara sin empacho, no sabe lo que es o niega su existencia o le clava el estoque de su mordacidad. La verdad es, junto con el respeto, el otro Pepito Grillo al que el poder aplasta de buena gana a las primeras de cambio. Ambos le producen urticaria, los soporta a duras penas, sólo si no hay más remedio. Pero en cuanto ve dos dedos de luz, o más bien de sombra, les da el zapatazo.

El poder se nutre de los motivos personales, de las mezquindades de cada uno, de sus frustraciones, de sus sueños de grandeza, de todo aquello que excluye al otro, que lo acoge sólo en la medida en que comparte o se presta a su juego. Los poseedores del poder no quieren iguales. Como mucho, colaboradores o, más exactamente, colaboracionistas. La verdad del poder es que crea lacayos.

Nadie comparte el poder voluntariamente. Por eso se producen tantas guerras y refriegas, por eso hay tantas tensiones. El poder se arrebata y esta es una de las raíces, tal vez la más importante, de las calamidades que nos asolan.

El poder tiende, pues, a la perpetuación y a la imposición, a hacer prevalecer sus intereses.

Negación de la objetividad, martillo del respeto, el poder, que nunca da su brazo a torcer, hocica tan pronto como emerge una de esas dos realidades con la suficiente fuerza.

El poder, que no parte peras con nadie, tiende a engordar, como un insaciable animal de aspecto cada vez más monstruoso. Su destino es el despotismo absoluto. Esa charca cenagosa es su medio natural, es ahí donde encuentra su perversa realización, su ponzoñosa felicidad, alcanzadas a costa de hundir en la miseria a los demás. El despotismo no es otra cosa que la imposición de la propia voluntad, es decir, una ilegitimidad por contraposición a la legitimidad, basada en unos conocimientos o un estatus adquiridos objetiva, libre y respetuosamente.

El poder lo apetecen los individuos aquejados de una subjetividad hipertrofiada, dominados por la soberbia, el poder sin cortapisas, el poder que hace saltar los goznes y que cambia las reglas del juego para retroalimentarse.

Resumiendo, el poder es un abrevadero del mal. A beber esa agua turbia van aquellos cuya caracterología o patología se ha reseñado en el párrafo anterior. Su campo de acción se extiende a todos los ámbitos. No reconoce al otro. Niega la verdad pero admite las verdades siendo la suya la que pita. Así que a callar y a obedecer.

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Gustav Aschenbach, autor de obras tan memorables como “Federico de Prusia”, el gran ciclo novelesco titulado “Maya” y “Un miserable”, ese gran relato alabado por todos, que lo situaban en la cúspide de la literatura, Gustav Aschenbach, al que, desde que cumplió los cincuenta años se le conocía como Gustav von Aschenbach, salió a dar un paseo, durante el que encontró a un hombre flaco, de nariz extrañamente roma y de piel lechosa.

Este lo miró tan fija y descaradamente que lo obligó, a su pesar, a desviar la vista. Lo cual fue considerado por el aclamado escritor una concesión humillante. Incluso una derrota. Eso significaba que el otro era más fuerte.

Esa penosa experiencia le había ocurrido a él, que vivía en soledad, dedicado en cuerpo y alma al arte, que llevaba una vida milimétrica, que había hecho tantos sacrificios.

El incidente le produjo desasosiego. Tuvo la fatídica virtud de espolear sueños adormecidos. Más aún, sueños que él, ingenuamente, creía liquidados.

Habiendo apostado por la disciplina, por levantarse temprano, por las duchas frías, de pronto lo atenazaba el desenfreno, en forma de exotismos, de voluptuosidades, de fantaseos en los que recorría lejanas regiones de costumbres extrañas y fragancias irrespirables.

O estaba en un extremo o en otro. La reconciliación de los contrarios era un cuento más. Hablar de síntesis era otra mentira, otro discurso de cara a la galería.

Algo se había removido en su interior. Un mundo de sensaciones le hacía guiños como una cortesana tumbada indolentemente en un diván. Una fiera había levantado una mano y lanzado al aire varios zarpazos.

Aschenbach no achacó esta reacción que lo dejó confuso, a las vindicaciones de los deseos insatisfechos, a la vida no vivida que se rebelaba, sino a un exceso de trabajo, al “surmenage”. Las únicas exigencias que reconocía eran aquellas a las que él mismo se tenía sometido.

Le llevó un tiempo comprender que el hombre del Cementerio del Norte sólo había apartado un velo. O quizá sería más exacto decir que había abierto una compuerta por la que un río impetuoso había irrumpido.

El imperativo de producir, la rutina, los pequeños placeres cotidianos se tornaron mortalmente inanes. Por arte de birlibirloque se vaciaron de significado, quedando reducidos a un armazón absurdo cuya contemplación deprimía.

Desde la plataforma del tranvía que lo llevaba de regreso a la ciudad, Aschenbach trató de localizar al hombre de nariz corta y achatada y dientes largos y blancos que sobresalían en el centro. Pero esa visión, que calificó de cómica, se había esfumado.

Tras cumplir su cometido, el hombre flaco y sin barba que, desde luego, no era un bávaro, había desaparecido. Y cuando más tarde, ya en Venecia, su presencia es un hecho interno, como delatan los escalofríos que recorren al laureado autor, y externo, como anuncian las intensas vaharadas de fenol, Aschenbach, que en Múnich respondió a su llamada, ahora ignorará esos signos. Inmerso en la turbulencia tan tenazmente combatida, ahora se inhibirá.

“Conversando un día con el peluquero –al que visitaba a menudo –, pescó al vuelo una palabra que lo desconcertó. El hombre le estaba hablando de una familia alemana que acababa de partir tras una breve estancia, e impulsado por su garrulería, añadió en tono zalamero:

-Pero usted se queda, señor. El mal no le da miedo.

Aschenbach lo miró y repitió:

-¿El mal?

El parlanchín enmudeció, se hizo el ocupado e ignoró la pregunta. Pero viendo que se la planteaban con más insistencia, declaró no estar al tanto de nada e intentó, con abochornada elocuencia, desviar la conversación”.

 

 

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230.-El instinto de destrucción, el de supervivencia, el de reproducción y el religioso (o según Freud, Eros y Thanatos) se alojan en el cerebro.

En situaciones extremas, pero también en las normales, esas pulsiones hacen acto de presencia y entran en conflicto unas con otras. El campo de batalla es el alma. No es raro que las normas morales salten por los aires y se cometan crímenes horrendos o se incurra en toda clase de bajezas.

Para desmarcarse hay que crear condiciones que favorezcan la lucha contra el mal. Una de ellas, tal vez la primordial, es la decisión de situarse en el bando del bien. Es, en efecto, una decisión puesto que el ser humano tiene libre albedrío, la capacidad de decir sí o no.

Esta capacidad es una patata caliente de la que, en circunstancias comprometidas, no dudamos en deshacernos como sea. En momentos de crisis las actitudes tibias y benevolentes, la laxitud, el humanitarismo mal entendido o hipócrita son pasaportes a los agentes disgregadores, zapapicos que allanan el camino del mal.

En los ríos revueltos sólo flotan los fuertes que a menudo son también los malos. Los fuertes, los egoístas, los inescrupulosos, los que carecen de principios y de conciencia o la tienen tan ancha que toda fechoría encuentra acomodo en ella, estos son los que sobrenadan en las corrientes tumultuosas, y no digamos en las tranquilas.

De este hecho parece deducirse que uno de los motores de la evolución es el mal. Sin su asistencia el riesgo de quedar orillado es alto o seguro. No son los débiles, los peor dotados quienes marcan la pauta sino quienes no tienen reparo en pisotear y plantar su bandera en el cráneo de los demás.

Matar si hay que matar, traicionar si hay que traicionar, zancadillear, mentir, manipular y otras actividades por el estilo son los comodines que permiten ganar la partida.

Esta deprimente realidad no es fácilmente digerible. No sólo a los paladares finos repugna, no sólo los espíritus sensibles se estremecen ante este panorama. Cualquiera, con mayor o menor intensidad, experimenta una punzada de horror.

Asumir, además, que el mal no se perpetra en todas las ocasiones con el fin de obtener una recompensa, lo cual no lo justifica pero al menos le da un barniz de familiaridad, sino por el simple placer de hacer daño, es la píldora que se atraganta y amenaza con la asfixia si no nos damos prisa en beber un trago de agua que la empuje hasta el estómago.

El mal por el mal hace pensar que el diablo no es una invención de mentes calenturientas ni la fantasía morbosa de una beata. Incluso reduciéndolo a aberración humana, el maligno proyecta su sombra que se confunde con la de su secuaz. Su presencia, encarnada en un individuo concreto o en un grupo, es discernible en los discursos y comportamientos. Un espectador perspicaz puede vislumbrar entre bambalinas al adversario manejando los hilos.

231.-Independientemente de las especulaciones y teorizaciones, la cuestión primordial es cómo se combate el mal, cómo se le detiene o neutraliza. Desde un punto de vista práctico qué hay que hacer. Desde luego lo primero es reconocerlo.

Lo segundo utilizar las armas adecuadas que son la verdad, la honestidad, la legalidad, la transparencia. Esta propuesta de lucha, que es la única efectiva, parecerá ingenua a muchos, no sólo a Maquiavelo que se reiría en nuestras narices.

Cierto es que en situaciones de emergencia, en casos de putrefacción y criminalidad generalizadas, la única manera de combatir el mal es el mal. Es necesario corromperse y rebajarse para derrotarlo. Ese contagio es el precio que se paga por su derrota, y constituye un triunfo del enemigo.

A niveles ordinarios el mal es también un recurso utilizado con asiduidad y con absoluta conciencia, sobre todo en el ámbito del poder.

El poder, por su naturaleza, implica el uso de métodos perversos. Quien lo ejerce sabe que la ocasión se presentará, y que, salvo en individuos de probidad heroica, no puede retroceder si no quiere ser descabalgado. El poder no se anda con chiquitas. Los melindrosos y los vacilantes no tienen futuro en un terreno en el que a menudo hay que tomar decisiones que perjudican grave y hasta mortalmente a terceras personas.

De hecho, es en este campo donde el mal encuentra las condiciones ideales para florecer en todo su esplendor. La desconfianza que inspira el poder está más que justificada.

A escala social y doméstica, guardando las proporciones, los estragos del poder son similares. El deseo de imponer la propia voluntad suele ser más fuerte que la prudencia de atenerse a criterios imparciales, máxime si estos chocan con nuestros intereses o con nuestro orgullo.

 

 

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229.-El mal que el hombre inflige al hombre es el meollo de la cuestión. Nadie duda que los males naturales (enfermedades, catástrofes…) nos obligan a tomar medidas. Es decir, a defendernos y a luchar. En el caso de los males genuinamente humanos se debe proceder de igual modo, como seguramente comprenden incluso los que esgrimen teorías justificatorias. Estos males carecen de exculpación. Proporcionarles una equivale a multiplicarlos.

Negar o justificar la existencia del mal es un pésimo negocio que todos acabamos pagando, sobre todo los débiles y los desprotegidos.

Otro expediente en esta misma línea es la racionalización. De esta forma se logra vaciarlo de contenido, convertirlo en una carcasa pintoresca, en una atracción de feria, en una ilusión subjetiva adecuada para hacer chistes. Y nada más lejos de la realidad.

La racionalización, que conduce a una disolución de la esencia, es, en definitiva, una negación.

Para algunos pensadores la afirmación: “Sólo Dios es real” conlleva la irrealidad del mal. De Dios, que es bondad, no puede derivar nada malo. Pero la experiencia personal y la historia desmienten la inexistencia del mal.

¿Significa esto que Dios tolera el mal, que es incapaz de dominarlo? ¿O que la bondad divina hace agua? ¿O que la mente de algunas personas, por prejuicios, estrechez u otros motivos, no da para concebir a Dios y al mismo tiempo aceptar que el mal es también real?

Este nudo gordiano ha traído de cabeza a los filósofos que se dividen entre los que han optado por eliminar un elemento o los dos. La cuarta posibilidad, que choca con el principio de no contradicción, pero que se perfila como la más sensata, es admitir los dos. Hay, ciertamente, pensadores que han intentado compaginarlos.

Fatalmente los hilos del mal están entrelazados con los de la vida. Son la trama y la urdimbre de nuestros actos. Somos buenos y malos. Podemos ser las dos cosas. A cada uno de nosotros le toca elegir.

Por inhumano que se manifieste el mal es humano. No se trata de culpar a Dios de nuestras desdichas, ni de echar balones fuera dando patadas a diestro y siniestro, ni por supuesto de negar el mal. Se trata de saber qué actitud adoptar ante ese fenómeno del que nadie escapa.

Todos estamos expuestos no sólo a sufrir sus consecuencias sino a ser encandilados por él. Una de las alas de esa polilla mortífera es los daños, la otra es la fascinación. Y esa mariposa nocturna no deja de aletear un momento.

 

 

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