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Posts Tagged ‘el diablo’

En la misma línea que “Vathek”, “El mandarín” es una fabulación que funciona eficazmente. Contribuye a ello su estilo irónico y distante.

Sin caer en la pedantería, el autor muestra la vastedad de su cultura aportando numerosos datos y haciendo continuas referencias literarias sin que se resienta el tono del relato. Es difícil no pensar en Borges que consideraba a Eça de Queirós un hombre de genio. No es tampoco difícil imaginar que este pasatiempo o juguete literario hiciera las delicias del escritor argentino.

Esta rigurosa ficción no está al alcance de cualquier talento. Recuerda un cronómetro suizo que marca los segundos con precisión. Una obra maestra es circular en el sentido de que no tiene fisuras, de que empieza y acaba en ella misma. Incluso las remisiones externas refuerzan su carácter singular. La esfericidad es un signo de perfección.

El tema de esta obra es tan antiguo como la literatura: el hombre tentado por el diablo. Teodoro, empleado del Ministerio de la Gobernación, deberá matar de un campanillazo a un mandarín, de quien heredará sus cuantiosas riquezas. Este homicidio sonoro será perpetrado a distancia.

Bajo la forma de un respetable burgués, el diablo incita a Teodoro:

“Entonces, desde el otro lado de la mesa, una voz insinuante y metálica me dijo en silencio:

-¡Vamos, Teodoro, amigo mío; extienda la mano, haga sonar la campanilla, decídase!

La pantalla verde de la vela proyectaba sombra alrededor. Me levanté tembloroso. Y vi sentado y en paz, un individuo robusto, todo vestido de negro, con sombrero de copa y guantes, también negros, con las manos apoyadas gravemente en el puño de un paraguas. No tenía aspecto fantástico. Parecía un contemporáneo, tan común, tan clase media como si viniese de mi oficina.”

Por desgracia, la imagen del mandarín y su barrilete lo perseguirá sin descanso impidiéndole el disfrute de su fortuna. Este es el segundo encuentro que Teodoro tiene con el diablo:

“Una noche, iba solo por una calle desierta, cuando vi delante de mí al personaje vestido de negro con el paraguas debajo del brazo, el mismo que en mi cuarto feliz de la travesía de la Concepción, con un tilín-tilín de campanilla, me hiciera heredar tantos millones detestables. Corrí hacia él, me colgué de los faldones de su levita y chillé:

-¡Líbrame de mis riquezas! ¡Resucita al mandarín! ¡Devuélveme el sosiego de la miseria!

Él pasó con gravedad su paraguas por debajo del otro brazo, y respondió bondadosamente:

-No puede ser, mi apreciado señor; no puede ser…

Me arrojé a sus pies en una súplica abyecta, pero sólo vi ante mí, bajo una luz mortecina de gas, la forma flaca de un perro rebuscando en la basura”.

Traducción de María Otero

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IV

Pasada esta racha en la que todo venía pintiparado, me percaté de que mi proyecto revestía serias dificultades. Estuve bordeando la decepción y la deserción.

Los primeros días, en contra de lo previsto, se deslizaban sin que atinase a trazar una línea maestra.

Sentado con mi tía abuela a la mesa camilla, frente al ventanal que daba al patio, me distraía jugando al parchís, leyendo los libros que había traído y otros que encontré en la casa, en el soberado.

Diccionarios enciclopédicos, novelas de aventura, manuales de contabilidad que ya en mis años infantiles me ayudaron a combatir el tedio. Sobre todo los tomos de la enciclopedia que, entonces como ahora, me proporcionaron momentos de placer.

Mi tía abuela se ponía las gafas y, mano a mano conmigo, revisaba esos volúmenes de páginas amarillentas. Mojando un dedo en saliva las pasaba y recorría de arriba abajo, deteniéndolo en las imágenes. Las tardes las dedicábamos a este agradable pasatiempo.

La calma conventual y la lectura obraron los efectos de un sedante.

En una de mis incursiones por los rincones de la casa me llevé la sorpresa de encontrar el Quijote en una edición carcomida. Fue hurgando en la despensa situada en el hueco de la escalera donde lo descubrí.

Allí dentro olía a humedad. Sabría Dios el tiempo que ese cuchitril no se aireaba. En los anaqueles superiores había platos, vasos y una sopera. En el inferior medicamentos caducados: pastillas, jarabes, supositorios…En el suelo, en cajas de cartón y de dulce de membrillo, había libros, cuadernos y papeles. También había una caja de zapatos llena de corbatas.

Saqué ese material a la luz del día. No había nada interesante. Folletines de antaño saturados de crímenes pasionales y estrambóticas conspiraciones, biografías de santos y prohombres, cuadernos de caligrafía y de cuentas, un breviario…

En el fondo de ese cajón de sastre ennegrecido por el moho estaba el ejemplar del Quijote, perforado por la polilla, con las costuras del dorso deshilachadas, hermanado con una devota edición de Genoveva de Brabante en mejores condiciones.

La creación cervantina, ilustrada por Doré, soportaba el peso de ese batiburrillo de homicidios, amoríos y transportes místicos, el libro sobre el que, cuando aún era analfabeto, sentado sobre la falda de mi tía abuela, paseaba mis ojos a la par que movía los labios como si fuera yo quien leía las gestas del hético caballero manchego, poniendo mi mano sobre la página cuando la anciana iba a pasarla porque, enfrascado en la recitación, no había tenido tiempo de examinar los grabados del francés, hecho lo cual yo mismo la pasaba, mi tía seguía leyendo en voz alta y yo seguía haciendo el paripé.

Casi me había olvidado de ti. Tan atareado estaba, tan imbuido de mi papel de enfermero, de tal forma me había ganado ese ritmo de vida apacible y propicio al estudio de lo que fuera, preferentemente civilizaciones periclitadas o sistemas filosóficos abstrusos, que el Diablo, que no desaprovecha una ocasión, me tentó.

Bastaba con que enterrara los prismáticos en uno de los baúles arrumbados en el soberado, bajo vestidos, echarpes y abrigos que nadie se pondría jamás. Con este gesto simbólico el Protervo quería hacerme abdicar de mis intenciones.

 

 

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230.-El instinto de destrucción, el de supervivencia, el de reproducción y el religioso (o según Freud, Eros y Thanatos) se alojan en el cerebro.

En situaciones extremas, pero también en las normales, esas pulsiones hacen acto de presencia y entran en conflicto unas con otras. El campo de batalla es el alma. No es raro que las normas morales salten por los aires y se cometan crímenes horrendos o se incurra en toda clase de bajezas.

Para desmarcarse hay que crear condiciones que favorezcan la lucha contra el mal. Una de ellas, tal vez la primordial, es la decisión de situarse en el bando del bien. Es, en efecto, una decisión puesto que el ser humano tiene libre albedrío, la capacidad de decir sí o no.

Esta capacidad es una patata caliente de la que, en circunstancias comprometidas, no dudamos en deshacernos como sea. En momentos de crisis las actitudes tibias y benevolentes, la laxitud, el humanitarismo mal entendido o hipócrita son pasaportes a los agentes disgregadores, zapapicos que allanan el camino del mal.

En los ríos revueltos sólo flotan los fuertes que a menudo son también los malos. Los fuertes, los egoístas, los inescrupulosos, los que carecen de principios y de conciencia o la tienen tan ancha que toda fechoría encuentra acomodo en ella, estos son los que sobrenadan en las corrientes tumultuosas, y no digamos en las tranquilas.

De este hecho parece deducirse que uno de los motores de la evolución es el mal. Sin su asistencia el riesgo de quedar orillado es alto o seguro. No son los débiles, los peor dotados quienes marcan la pauta sino quienes no tienen reparo en pisotear y plantar su bandera en el cráneo de los demás.

Matar si hay que matar, traicionar si hay que traicionar, zancadillear, mentir, manipular y otras actividades por el estilo son los comodines que permiten ganar la partida.

Esta deprimente realidad no es fácilmente digerible. No sólo a los paladares finos repugna, no sólo los espíritus sensibles se estremecen ante este panorama. Cualquiera, con mayor o menor intensidad, experimenta una punzada de horror.

Asumir, además, que el mal no se perpetra en todas las ocasiones con el fin de obtener una recompensa, lo cual no lo justifica pero al menos le da un barniz de familiaridad, sino por el simple placer de hacer daño, es la píldora que se atraganta y amenaza con la asfixia si no nos damos prisa en beber un trago de agua que la empuje hasta el estómago.

El mal por el mal hace pensar que el diablo no es una invención de mentes calenturientas ni la fantasía morbosa de una beata. Incluso reduciéndolo a aberración humana, el maligno proyecta su sombra que se confunde con la de su secuaz. Su presencia, encarnada en un individuo concreto o en un grupo, es discernible en los discursos y comportamientos. Un espectador perspicaz puede vislumbrar entre bambalinas al adversario manejando los hilos.

231.-Independientemente de las especulaciones y teorizaciones, la cuestión primordial es cómo se combate el mal, cómo se le detiene o neutraliza. Desde un punto de vista práctico qué hay que hacer. Desde luego lo primero es reconocerlo.

Lo segundo utilizar las armas adecuadas que son la verdad, la honestidad, la legalidad, la transparencia. Esta propuesta de lucha, que es la única efectiva, parecerá ingenua a muchos, no sólo a Maquiavelo que se reiría en nuestras narices.

Cierto es que en situaciones de emergencia, en casos de putrefacción y criminalidad generalizadas, la única manera de combatir el mal es el mal. Es necesario corromperse y rebajarse para derrotarlo. Ese contagio es el precio que se paga por su derrota, y constituye un triunfo del enemigo.

A niveles ordinarios el mal es también un recurso utilizado con asiduidad y con absoluta conciencia, sobre todo en el ámbito del poder.

El poder, por su naturaleza, implica el uso de métodos perversos. Quien lo ejerce sabe que la ocasión se presentará, y que, salvo en individuos de probidad heroica, no puede retroceder si no quiere ser descabalgado. El poder no se anda con chiquitas. Los melindrosos y los vacilantes no tienen futuro en un terreno en el que a menudo hay que tomar decisiones que perjudican grave y hasta mortalmente a terceras personas.

De hecho, es en este campo donde el mal encuentra las condiciones ideales para florecer en todo su esplendor. La desconfianza que inspira el poder está más que justificada.

A escala social y doméstica, guardando las proporciones, los estragos del poder son similares. El deseo de imponer la propia voluntad suele ser más fuerte que la prudencia de atenerse a criterios imparciales, máxime si estos chocan con nuestros intereses o con nuestro orgullo.

 

 

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