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IV

Pasada esta racha en la que todo venía pintiparado, me percaté de que mi proyecto revestía serias dificultades. Estuve bordeando la decepción y la deserción.

Los primeros días, en contra de lo previsto, se deslizaban sin que atinase a trazar una línea maestra.

Sentado con mi tía abuela a la mesa camilla, frente al ventanal que daba al patio, me distraía jugando al parchís, leyendo los libros que había traído y otros que encontré en la casa, en el soberado.

Diccionarios enciclopédicos, novelas de aventura, manuales de contabilidad que ya en mis años infantiles me ayudaron a combatir el tedio. Sobre todo los tomos de la enciclopedia que, entonces como ahora, me proporcionaron momentos de placer.

Mi tía abuela se ponía las gafas y, mano a mano conmigo, revisaba esos volúmenes de páginas amarillentas. Mojando un dedo en saliva las pasaba y recorría de arriba abajo, deteniéndolo en las imágenes. Las tardes las dedicábamos a este agradable pasatiempo.

La calma conventual y la lectura obraron los efectos de un sedante.

En una de mis incursiones por los rincones de la casa me llevé la sorpresa de encontrar el Quijote en una edición carcomida. Fue hurgando en la despensa situada en el hueco de la escalera donde lo descubrí.

Allí dentro olía a humedad. Sabría Dios el tiempo que ese cuchitril no se aireaba. En los anaqueles superiores había platos, vasos y una sopera. En el inferior medicamentos caducados: pastillas, jarabes, supositorios…En el suelo, en cajas de cartón y de dulce de membrillo, había libros, cuadernos y papeles. También había una caja de zapatos llena de corbatas.

Saqué ese material a la luz del día. No había nada interesante. Folletines de antaño saturados de crímenes pasionales y estrambóticas conspiraciones, biografías de santos y prohombres, cuadernos de caligrafía y de cuentas, un breviario…

En el fondo de ese cajón de sastre ennegrecido por el moho estaba el ejemplar del Quijote, perforado por la polilla, con las costuras del dorso deshilachadas, hermanado con una devota edición de Genoveva de Brabante en mejores condiciones.

La creación cervantina, ilustrada por Doré, soportaba el peso de ese batiburrillo de homicidios, amoríos y transportes místicos, el libro sobre el que, cuando aún era analfabeto, sentado sobre la falda de mi tía abuela, paseaba mis ojos a la par que movía los labios como si fuera yo quien leía las gestas del hético caballero manchego, poniendo mi mano sobre la página cuando la anciana iba a pasarla porque, enfrascado en la recitación, no había tenido tiempo de examinar los grabados del francés, hecho lo cual yo mismo la pasaba, mi tía seguía leyendo en voz alta y yo seguía haciendo el paripé.

Casi me había olvidado de ti. Tan atareado estaba, tan imbuido de mi papel de enfermero, de tal forma me había ganado ese ritmo de vida apacible y propicio al estudio de lo que fuera, preferentemente civilizaciones periclitadas o sistemas filosóficos abstrusos, que el Diablo, que no desaprovecha una ocasión, me tentó.

Bastaba con que enterrara los prismáticos en uno de los baúles arrumbados en el soberado, bajo vestidos, echarpes y abrigos que nadie se pondría jamás. Con este gesto simbólico el Protervo quería hacerme abdicar de mis intenciones.

 

 

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Hay escritores oceánicos, como Proust, en cuya obra uno puede perderse, sentirse desbordado y obligado a reconocer que no tiene límites, de ahí el riesgo de la saturación e incluso del ahogamiento. Y hay otra categoría, a la que pertenecen Shakespeare y Cervantes, que fueron además contemporáneos, muriendo ambos el mismo año de 1616, que son inagotables, cuya producción resiste innumerables lecturas, encontrándose siempre en cada una de ella nuevas perspectivas y respuestas.

Apelar a la genialidad del autor es un expediente no falso pero sí fácil. En el caso de Cervantes, como en el de los otros autores citados, nadie duda de su extraordinaria capacidad expresiva, pero habría que destacar también algunas circunstancias específicas.

La primera de ellas es la época que le tocó vivir. Calificarla de sectaria e intransigente es hacer una caracterización aplicable a muchas etapas históricas. No hay un rechazo explícito de ella en los libros de Cervantes ni una reconvención más o menos acre como ocurre en “La Celestina”. Pero hay una tasación y un distanciamiento crítico, como no podía ser de otra manera.

Hay tres hitos recogidos en todas las biografías del escritor de Alcalá de Henares que marcaron su trayectoria vital y literaria: su viaje a Italia, su participación en la batalla de Lepanto y el cautiverio de Argel.

Su origen cristiano nuevo forzaría a Cervantes a una sobreadaptación en una sociedad tan estirada como la española del siglo XVII (Jean Canavaggio cuestiona, por cierto, su ascendencia judía).

Siempre que hay un trasfondo de temor y de acusaciones, se genera una proyección social tendente a acallar, neutralizar o superponerse a esos peligrosos rumores. El escritor se camufla en su obra por razones de supervivencia, pero está en ella. Y en la de Cervantes no sólo está él sino su época.

Su camaleonismo ha sido una puerta abierta por la que han entrado los hombres, las mujeres y los animales que pueblan su universo literario. Ese esfumado ha sido la pasarela por la que han desfilado desde don Quijote y Sancho a Preciosa, desde Rinconete y Cortadillo al licenciado Vidriera.

-o-

El licenciado Vidriera plantea grandes similitudes con don Quijote. Ambos componen un personaje tipo cervantino.

Tomás Rodaja, a causa de una extraña locura, se cree de vidrio. Ese estatus le da pie a ejercer la crítica social de la que pocos se libran. Mujeres sensibleras, maridos abandonados o no, muchachos rebeldes, maestros de escuela, poetas, pintores, libreros, pregoneros, boticarios, médicos, jueces, escribanos, alguaciles, sastres, zapateros, comediantes…oyen lo que tiene que decirles, que no es lo que ellos quieren oír.

El licenciado Vidriera habla sin pelos en la lengua, libertad que comparte con niños y borrachos.

Cuando un religioso de la orden de San Jerónimo le restituye la cordura, la sociedad a la que él dijo las verdades del barquero, a la que puso en la picota, lo rechazará. No le valdrá cambiar de nombre (licenciado Rueda) para ser aceptado. Nada le servirá y, para evitar morirse de hambre, tendrá que irse a Flandes donde morirá como soldado.

Esta es la confesión pública que hizo repetidas veces para ser readmitido, y que suena como un eco de las palabras de don Quijote, convertido de nuevo en Alonso Quijano, en su lecho de muerte.

“Señores, yo soy el licenciado Vidriera, pero no el que solía: soy ahora el licenciado Rueda; sucesos y desgracias que acontecen en el mundo, por permisión del cielo, me quitaron el juicio, y las misericordias de Dios me le han vuelto. Por las cosas que dicen que dije cuando loco, podéis considerar las que diré y haré cuando cuerdo. Yo soy graduado en leyes por Salamanca, adonde estudié con pobreza y adonde llevé segundo en licencias: de do se puede inferir que más la virtud que el favor me dio el grado que tengo. Aquí he venido a este gran mar de la Corte para abogar y ganar la vida; pero si no me dejáis, habré venido a bogar y granjear la muerte. Por amor de Dios que no hagáis que el seguirme sea perseguirme, y que lo que alcancé por loco, que es el sustento, lo pierda por cuerdo. Lo que solíades preguntarme en las plazas, preguntádmelo ahora en mi casa, y veréis que el que os respondía bien, según dicen, de improviso, os responderá mejor de pensado”.

 

 

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El mundo de los adultos es una de las principales fuentes de conflictos para el príncipe Mishkin, que en este aspecto se parece más a la criatura engendrada por Saint-Exupéry que a la concebida por Cervantes. El motivo de esa inadaptación es que, por más que lo intente, no puede comportarse como ellos. Las pautas que rigen su conducta le resultan ajenas. Este es un hecho del que se ha percatado, a veces dolorosamente, hace mucho tiempo.

La ingenuidad del príncipe, su infantilismo incluso, por el que es apodado “el idiota”, lo lleva a decir la verdad sin tener en cuenta las conveniencias ni las consecuencias. Pero al contrario que Ferdischenko, acusado de mentir como un sacamuelas, no es un hombre negativo ni carente de ingenio. Ciertamente los dos encajan las ofensas pero, mientras que Ferdischenko aguarda pacientemente el momento de devolver el golpe, la venganza no tiene cabida en el universo del príncipe.

Y es que para él “la compasión es la ley más importante y quizá la única de toda la existencia humana”.

La obra de Dostoievski está construida como un viacrucis del príncipe cuya torpeza mundana lo expone a situaciones penosas. Él es consciente de ello y así lo declara: “En las reuniones sociales estoy de más”.

Su instinto de conservación y protección está escasamente desarrollado. Es semejante al de un niño. Nada tiene de raro que tropiece a menudo.

Como otro de los personajes, Ippolit, el príncipe no puede llevar una vida en discordancia con su naturaleza, una vida que puede adquirir formas extrañas. Ippolit dice: “Soy incapaz de subordinarme a la oscura fuerza que adopta el aspecto de una tarántula”.

El príncipe, aquejado de epilepsia, como el mismo Dostoievski, no es en absoluto una persona corriente. Él no puede ser incluido en una de las dos categorías en que el autor divide al común de los mortales: los limitados y los inteligentes. Tal vez la principal razón que lo excluye de esas dos generalizaciones es que el príncipe Mishkin “estimaba en demasiado poco su propio destino”. Tontos y listos coinciden en tenerle apego al suyo, en considerarse especiales de un modo u otro.

Su inadaptación es un semillero de problemas y su lucidez le garantiza el sufrimiento. Estos dos rasgos combinados son los que dotan al personaje de su dimensión trágica. El príncipe no se percata de lo que sucede a su alrededor. Y cuando cae en la cuenta, es ya demasiado tarde para reaccionar o buscar un remedio. Entonces sobrevienen la aflicción e incluso la enfermedad.

 

Traducción de Augusto Vidal

 

 

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19.-Si uno trata de adaptarse a esquemas, expectativas o ideas preconcebidas, si uno se fija una meta, es probable que sobrevenga el bloqueo. Todas esas barreras ahogan la creatividad que tiende a aflorar espontáneamente, a seguir su propio curso. Esto no significa que no se pueda tener un plan de trabajo. Pero el quid está en dejarse llevar por el propio estro. El salto al vacío de la creación da miedo. La hoja en blanco produce ansiedad. Por eso nos proveemos de las redes teóricas o ideológicas. Pero es el instinto el que nos libra del peor batacazo: la esterilidad.
Los impulsos interiores son los que marcan el camino, y los que dotan de autenticidad al trabajo literario.
Aunque se puede escribir al servicio de una causa, la literatura está centrada en el individuo, cuyas experiencias pasadas por el tamiz de la escritura se convierten en un producto artístico.
Uno no elige siquiera lo que tiene que escribir. Es lo contrario. Los temas vienen a tu encuentro, solicitan tu atención. Y es a ésos y no a otros a los que debes acoger y servir de cauce de expresión. Se escribe lo que hay que escribir.
Lo anterior está en la línea de los seis personajes en busca de autor. Esos seis infortunados tienen vida propia y están buscando a alguien que los presente al mundo. Pirandello comprende que no puede rechazar su petición, desoír una llamada más veraz que las historias con las que él aflige a sus espectadores.
En esta obra de teatro se expone la paradoja de que no es el autor quien crea a los personajes, sino éstos quienes se imponen a aquel, y de esta forma lo modelan, lo enriquecen, lo crean.
Los impulsos interiores antes citados se comportan como los personajes del dramaturgo italiano. Pero esos impulsos hay que trabajarlos para convertirlos en materia literaria. Y lo mismo hay que hacer con los estímulos exteriores.

18.-A la hora de narrar hay dos posibilidades que no son excluyentes. Una es el relato descriptivo, el abordaje exterior. La otra es la reelaboración interna que implica vivenciar los hechos.
El periodismo puede tener una gran calidad, pero la producción literaria es otra actividad en la que se ha desarrollado un proceso de interiorización y de transformación. Dicho proceso está diluido en el conjunto de la obra. Es la forma en que el autor está presente en ella. Cervantes en el Quijote o Dante en “La divina comedia”.
Pero estos libros han trascendido la anécdota o las motivaciones personales e interesan por ellos mismos, por su valor intrínseco que no sólo nos descubre una época sino a nosotros mismos.

 

 

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15.-Una clave de la creatividad es la intencionalidad. Es decir, el deseo consciente, explícito, de elaborar una obra de arte, la cual definiría como la transformación o la consignación de una experiencia ateniéndose a unos parámetros estéticos.
Cualquiera puede hacer fotografías o escribir. La diferencia entre el artista y el que no lo es (no hago distinción entre profesional y aficionado) radica en que el primero está implicado vivencialmente en su trabajo.
Por esta razón, sus creaciones están cargadas de sentido. Son auténticas. Responden a la verdad que se manifiesta a través de un individuo concreto. La autenticidad es, por cierto, otra característica del proceso creativo.
A la originalidad, sin embargo, no la considero como un factor importante de ese proceso, porque pienso que en el terreno artístico (sobre todo en el literario) está todo inventado. El ajedrez también lo está, pero cada partida es diferente. Las de los maestros son admirables.
Este escaso valor que concedo a la originalidad, se me hace evidente cuando pienso en los clásicos. Cervantes, Shakespeare, Proust, Dante… ¿quién puede superarlos? Ellos lo han dicho todo de la mejor forma posible. Basta con molestarse en buscar en su obra para encontrar el pasaje clarificador. Los clásicos se caracterizan por haber abordado todas las cuestiones humanas y haberles dado respuesta. A veces dos, en cuyo caso pueden ser contradictorias, lo cual no invalida sin embargo ni una ni otra.
Tengo inacabada la lectura de “La divina comedia” o sencillamente “Comedia”, según reza el título original, que es un buen ejemplo de lo que digo. Como todos los grandes libros tiene un arranque genial (como el del Quijote o el de Moby Dick): “Nel mezzo del cammin di nostra vita / mi ritrovai per una selva oscura, / chè la diritta via era smarrita”.
Este libro con cientos de personajes tomados de la historia o de la época en que vivió el autor, es una prueba de que el arte hunde sus raíces en la pedestre realidad, de la que se nutre. El arte cuanto más divino, más a ras de tierra desciende para llevar a cabo la transmutación estética. Cervantes dijo de la Celestina: “Libro en verdad divino si encubriera más lo humano”. La obra de Fernando de Rojas alcanza una cota tan alta porque desveló sin tapujos las motivaciones de hombres y mujeres, que no son santas precisamente.
Las creaciones artísticas del calibre de las señaladas y cualesquiera otras de menor alcance son ondas expansivas que, dependiendo de su peso específico, remueven a la sociedad, tanto a nivel espacial como temporal. Es decir, tienen repercusiones prácticas.
La diferencia con la política es que ésta actúa directamente sobre el cuerpo social. El arte actúa desde la retaguardia. El arte no es impositivo sino diplomático. Su apuesta es a medio y a largo plazo.
La política es un mal necesario. El arte es un bien voluntario. En ambos casos el objetivo es la transformación, se sobrentiende en el sentido de ampliar la libertad del individuo, de propiciar su desarrollo y realización, de reconciliarlo consigo mismo y con los demás.
En la creación artística interviene también, aparte de la intencionalidad y la autenticidad, la fe. Se trabaja a ciegas, sin estar seguro de los resultados, sin saber si uno va a llegar a la meta. Es la fe la que sostiene en esta “selva oscura”.
La cuarta columna sobre la que se alza la obra de arte es la determinación del autor. Éste no tiene garantizado nada. Su compromiso debe ser suficiente. Si pretende otra cosa, está haciendo un planteamiento erróneo. Está confundiendo la gimnasia con la magnesia.
La creación artística es una opción personal convertida en destino o un destino por el que se opta. En ambos casos, se trata de dotar de sentido a la vida, a la que, incluso cuando se le niega significado, se la está estructurando. El hecho de crear implica dar una explicación.
Esta tarea se realiza desde la propia experiencia existencial, no pudiendo hacerse de ninguna otra forma. Éstos son el compromiso y el desafío del artista. Lo único que le compete. Los resultados dependen de un cúmulo de circunstancias aleatorias e imprevisibles, internas y externas. Por tanto, para evitar el peligro de quedar atrapado en esa ratonera, deben ser tenidos en nula consideración.

 

 

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