“Siempre fuiste un mal jugador”.
Nada más cierto. El ajedrez no me atraía, por lo que nunca me preocupé de corregir mis fallos, ni siquiera los más flagrantes. A los cinco minutos estaba pensando en otra cosa.
“Contigo no vale la pena medirse”. Y se puso a enumerar mis torpezas, concluyendo que yo era irreflexivo, que carecía de la noción de estrategia, que por las razones antedichas mis movimientos eran contradictorios. Resumiendo, jugar conmigo era como hacerlo con un niño de siete años.
Le pedí que siguiésemos. A pesar de la filípica la partida no había acabado.
El ajedrez absorbía su atención. La mía se dispersaba. Invertía mi tiempo en examinar furtivamente la habitación.
Al no percibir síntomas en su rostro ni en su comportamiento, estudié el entorno en un intento de comprender su drástico repliegue.
Cuando me dio jaque mate, yo estaba descifrando el título de varios libros apilados en la mesita de noche. Eran novelas y un tratado de antropología. En el suelo había revistas. En las paredes reproducciones de famosos paisajistas. El armario estaba cerrado. Allí dentro, aparte de su ropa, guardaría su colección de minerales. En la mesa, junto al tablero, estaban su pipa y el cenicero.
La habitación estaba en orden. Ninguna incongruencia rompía la correcta disposición de muebles y objetos.
4
Han transcurrido tres meses desde la visita. Las noticias me llegan a través de mi madre. Mi primo no sale de su habitación. La familia está alarmada.
Sin duda es un asunto chocante. Mi madre ha vuelto a la carga. Trata de convencerme de que vaya a ver otra vez al enclaustrado. Hasta el momento he resistido.
El recuerdo de la primera visita neutraliza los argumentos maternos. La imagen que guardo no es la de una persona con problemas nerviosos sino la de alguien equilibrado.
Su tranquilidad no me pareció postiza. En cuanto a su destreza mental, quedó de manifiesto en la partida de ajedrez que jugamos.
Sostienen algunos parientes que el mal está agazapado en su personalidad, emboscado en las circunvalaciones de su cerebro. La actitud de mi primo es, según ellos, la prueba irrefutable de que hay un fallo.
Poniendo cara de circunstancias, mi madre afirma que comprende la desesperación de su hermana y su cuñado. Si mi primo diera alguna explicación…
Con esta cuestión se pone algo pesada. Una y otra vez repite: “Si al menos hablara…”. Y me pide de nuevo que le cuente cómo transcurrió la visita.
“¿Ves? Contigo habla” concluye. “¿A eso llamas hablar?” replico.
No iré. A pesar de que no creo que mi primo esté enfermo, me aterra la idea de contagiarme.
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