Del techo colgaba una lámpara de hierro con una vela en cada uno de sus diez brazos. A la derecha de la cama había una mesita de noche con tapa de mármol donde reposaba un candelero.
La luz natural era escasa. Pronto quedamos a oscuras. Se escuchaban toses, carraspeos y otros ruidos apagados.
Allí imperaba un ritmo lento. Al confrontar mi mundo y este otro, quedó de manifiesto el desajuste de mis pautas vitales. No cabía hablar de grandes diferencias sino de sutiles distinciones entre lo que uno creía ser y lo que era.
Este edificio de dos plantas era una hospedería regentada por una congregación de frades. No me encontraba en el dormitorio sino en la enfermería, donde en ese momento se atendía a un elevado número de accidentados.
Por fin bajaron la araña y prendieron los pábilos. La enfermería quedó iluminada por la suave luz de las velas. Luego hicieron lo mismo con los candeleros individuales.
Los enanos que realizaban esta tarea, utilizaban una caña en cuyo extremo había enrollada una mecha encendida. La caña estaba provista también de un cucurucho de latón.
Miré el embozo de la sábana, el pulido mármol de la mesita de noche, el techo encalado, las cortinas de color hueso. La luz de las velas difuminaba los contrastes. El resultado era un continuum de diversas tonalidades de blanco.
Un frade entró con una bandeja. Fue un choque cromático. El hábito de la orden era pardo, como la manta con la que Chencho y Moncho me habían cubierto.
En la bandeja traía un cuenco humeante. “Es la hora de la cena”.
El frade me observó y añadió: “Voy a buscar un almohadón”.
Regresó con uno y lo colocó a mis espaldas.
Dije: “Nunca pensé que acabaría comiendo la sopa boba de los conventos”.
El frade cogió la escudilla y replicó: “No es sopa sino gachas. Bobo serías si no las comieras. Esto te va a sentar bien”.
Aparte de los ingredientes comunes, las gachas tenían dos o tres clases de semillas trituradas.
Después de darme la última cucharada, el frade me quitó el almohadón y quedé mirando al techo.
Duré poco tiempo despierto. Antes de que pasaran los enanos con el matacandelas, dormía apaciblemente.
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