Giré la cabeza en el momento en que Moncho y Chencho salían del edificio de dos plantas. Venían sin sombrero, tabardo y zurrón. Su seriedad proclamaba que no eran proclives a las familiaridades.
Se colocaron en su sitio y empuñaron las varas de la camilla. La levantaron y echaron a andar. Les hice entonces una pregunta que tuvo la virtud de detenerlos.
“¿Acaso no has visto tú mismo a dos habitantes?” dijo Moncho mirándome con ironía. Me habían estado vigilando, pensé. Y añadió: “No te hemos espiado. Tenemos otras cosas que hacer. Sabemos que Fermina y el ermitaño pasan por aquí a la caída de la tarde” “Ese me estudió como si yo fuera un fenómeno de feria”.
Me percaté de que el enano se refrenó para no replicar: “¿Y no lo eres?”.
Yo no estaba dispuesto a cortar la conversación tan rápido. “El hecho de haber encontrado a una vieja y a un chiflado no es razón para considerar habitado este pueblo. ¿Dónde están los vecinos?”.
Moncho resopló. Mis palabras habían logrado irritarlo. “Eres un merluzo. En eso no te diferencias de los demás. ¿Esperabas que saliesen a recibirte, que se arremolinasen a tu alrededor? ¿No acabas de decir que te ha fastidiado la actitud del ermitaño? No hay quien os entienda.
“La gente está en su casa, en sus ocupaciones. Nadie va a acudir corriendo, aquí no, por una novedad. Además, tú no eres una novedad. Y puesto que estoy hablando demasiado, añadiré que no envidio el trabajo de los frades”.
Tras la filípica, me condujeron de un tirón ante la puerta claveteada con dos aldabones de bronce. Chencho empujó el postigo y entramos.
El vestíbulo abovedado comunicaba, a través de un pasillo, con el claustro. Las columnas, el zócalo, los bancos y la pavimentación del gran patio interior eran de granito.
La desnudez y la falta de ornamentación sobrecogían. Este riguroso estilo arquitectónico compaginaba con la adustez de mis porteadores. Me pregunté receloso si el carácter de los demás moradores era semejante.
Subimos una escalera ancha con balaustrada de piedra. Atravesamos un corredor con ventanas al patio y llegamos a una vasta sala dividida en compartimentos por cortinas que colgaban de un entramado de barras de madera.
Tan pronto como entramos, un monje alto y membrudo vino a nuestro encuentro. A pesar del hábito austero, no costaba trabajo imaginárselo a caballo, blandiendo una tizona con sus grandes manos.
Se acercó a nosotros con una cálida sonrisa de acogida. Tenía el pelo y la barba entrecanos.
Como quien está a punto de recibir un regalo, exclamó: “¡Otro descalabrado!”.
Y se apresuró a añadir: “No digas nada. Mañana me contarás tu historia. De momento vamos a alojarte”.
Seguido por los enanos, que no habían soltado las parihuelas, anduvimos por entre los cubículos encortinados hasta llegar a uno que estaba desocupado. Chencho y Moncho me pasaron a la cama y me taparon. Luego se fueron a la francesa.
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