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[Espejos y relojes]

Espejos y relojes
En una casa había
El dueño consultábalos
Día tras día

De enero
Una mañana fría
Al abrir su despensa
La vio vacía.

Sin más ni más
Se zampó los relojes
En un pispás

Con los espejos
En un rincón
Hizo un gran fuego

 

 

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Agua y fuego

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31

Me dejaron en el suelo. Chencho se frotó las manos. Moncho suspiró y dijo: “Me lo temía. Hemos tardado demasiado tiempo”. Me entraron ganas de hablar, pero lo que se me ocurría era inoportuno. Consideré más prudente permanecer callado.

Con voz ronca Chencho declaró: “No tenemos otra alternativa”. Moncho miró a su compañero y asintió.

Acto seguido empuñaron las parihuelas y se adentraron resueltamente en el arroyo.

Era necesario meterse en el agua, que se agitaba como si estuviera hirviendo, para sortear una roca. Al otro lado subsistía una franja de chinas y arena. El torrente rugía en ese tramo plagado de remolinos.

La playita limitaba con el derrumbe parcial de una envejecida mole de granito. Caminar por ese amontonamiento de piedras con la camilla fue otra de las proezas que realizaron los enanos.

Unas veces saltando, otras arrastrando los pies, guardando siempre el equilibrio, lograron llegar a la salida del barranco. Se comportaban como si todo lo tuvieran previsto. La corriente tronaba, pero a ellos se les veía tranquilos.

Seguimos nuestro camino a buen ritmo. Los enanos procedían con determinación. No perdían un minuto en intercambiar opiniones o valorar la situación. De hecho no hablaban.

Esta firmeza, que podía pasar fácilmente por tozudez, no contribuía a hacerlos simpáticos.

Al llegar a la altura de un quejigo, nos apartamos del arroyo y nos internamos en el encinar. No lejos se alzaban varios montes erizados de peñascos.

Nos dirigimos a uno de esos cerros punteado de torretas y agujas rocosas. En su base, formando un cordón irregular, había grandes berruecos redondeados, como cuentas de un gigantesco rosario.

La vegetación espesa de lentiscos y coscojas dificultaba la marcha.

Cuando llegamos, me dejaron bajo un algarrobo y desaparecieron. Al cabo de un rato regresaron y bordeamos el cerro hasta el lugar donde habían despejado de zarzas y escaramujos la boca de una cueva.

Me metieron dentro y procedieron a camuflar la entrada. Para esta tarea se pusieron unos guantes que llevaban en el morral. Con cuidado volvieron a colocar en su sitio la maraña de tallos espinosos. Luego taponaron la boca de la cueva con piedras, de forma que nos quedamos encerrados y a oscuras.

La situación no era de mi agrado, pero me abstuve de protestar. Cargando con las parihuelas, sin titubeos, se internaron en la gruta. Descendimos un trecho no muy largo.

Cuando el suelo se niveló, nos paramos. Oí el ruido que hacían los enanos trasteando. Luego los golpes del eslabón sobre el pedernal, del que brotó un reguero de chispas azules. Y un fuego iluminó la cámara donde estábamos.

 

 

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El ruido de la lluvia, que había arreciado, y el ramo de brezo, que presidía la mesa, me ayudaron a sobrellevar la velada. El lejano chisporroteo del fuego actuaba también como un eficaz saboteador del protocolo.

La noche prometía ser larga. Mis dudas tenía sobre si aguantaría el tirón. El tamborileo del agua me servía de consuelo a la par que avivaba un sentimiento ambiguo que se fue concretando a lo largo de la cena.

Mariana fue recibida con muestras de júbilo cuando apareció radiante con las pulardas asadas. Era la sorpresa que nos tenía reservada. Consciente de la impresión provocada, la anfitriona se movía con soltura, sin dejar de sonreír. Fue entonces cuando Alonso quitó de su lugar de honor el jarrón de Sevres para que lo ocupase la fuente.

Lo que dieron de sí las pulardas sólo Dios lo sabe. O el Diablo que fue seguramente el inspirador de tantas pampiroladas como se dijeron al respecto.

Fueron objeto de un chicoleo impropio, máxime cuando nadie estaba seguro de la identidad de esas aves. ¿Eran gallinas o pollos? ¿O eran una raza aparte? ¿Raza o especie?

Alonso, sin dejar de engullir, sostenía que eran cebones. Le replicaron que un cebón era cualquier animal al que se castraba y engordaba.

Eduardo intervino en el momento oportuno para decir que en realidad eran pollas. Esta observación, a pesar de la finura imperante, desencadenó la hilaridad de los presentes. “No se trata de una broma” dijo.

Y añadió: “Hay además varias clases según su peso y tamaño”. Él mismo, incapaz de contenerse, se unió al alborozo general sin dejar de insistir en que llevaba la razón.

 

 

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Fragmentos de un poema – 4

4
En mi alma te grabaste
a fuego con punzón
y preparé el terreno
y la tienda planté
y loco de alegría
grité a los cuatro vientos
¡no se me escapará!

Y tú te me escapaste

 

 

 

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Profunda, hermosamente doloroso:
un océano púrpura, un tormento
sin nombre, sin sentido, sin contento,
vergonzante rubor, amargo poso.

Dolorosa, profundamente hermoso:
un tronar de alazanes contra el viento,
un borrachín sonado y harapiento,
un estridor, un fondo cenagoso.

Y caes de rodillas con tu fuego,
con la herrumbre del paso de los años,
dando un ultimátum, haciendo un ruego.

¿Por qué conductos fortuitos y extraños,
tras renunciar solemnemente al juego,
retornas a los antiguos apaños?

 

 

 

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Chimenea

 

 

 

 

 

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Cuenta Kakuzo Okakura que el poeta Tao Yüan Ming, sentado frente a una empalizada de bambú, sostenía largas conversaciones con un crisantemo silvestre. ¿De qué hablaban? Del fuego que nos consume, y de la espada que quiebra la esclavitud del deseo. Jamás discutían. Si había desacuerdo, Tao Yüan Ming daba la razón al crisantemo.

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