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Me dejaron en el suelo. Chencho se frotó las manos. Moncho suspiró y dijo: “Me lo temía. Hemos tardado demasiado tiempo”. Me entraron ganas de hablar, pero lo que se me ocurría era inoportuno. Consideré más prudente permanecer callado.
Con voz ronca Chencho declaró: “No tenemos otra alternativa”. Moncho miró a su compañero y asintió.
Acto seguido empuñaron las parihuelas y se adentraron resueltamente en el arroyo.
Era necesario meterse en el agua, que se agitaba como si estuviera hirviendo, para sortear una roca. Al otro lado subsistía una franja de chinas y arena. El torrente rugía en ese tramo plagado de remolinos.
La playita limitaba con el derrumbe parcial de una envejecida mole de granito. Caminar por ese amontonamiento de piedras con la camilla fue otra de las proezas que realizaron los enanos.
Unas veces saltando, otras arrastrando los pies, guardando siempre el equilibrio, lograron llegar a la salida del barranco. Se comportaban como si todo lo tuvieran previsto. La corriente tronaba, pero a ellos se les veía tranquilos.
Seguimos nuestro camino a buen ritmo. Los enanos procedían con determinación. No perdían un minuto en intercambiar opiniones o valorar la situación. De hecho no hablaban.
Esta firmeza, que podía pasar fácilmente por tozudez, no contribuía a hacerlos simpáticos.
Al llegar a la altura de un quejigo, nos apartamos del arroyo y nos internamos en el encinar. No lejos se alzaban varios montes erizados de peñascos.
Nos dirigimos a uno de esos cerros punteado de torretas y agujas rocosas. En su base, formando un cordón irregular, había grandes berruecos redondeados, como cuentas de un gigantesco rosario.
La vegetación espesa de lentiscos y coscojas dificultaba la marcha.
Cuando llegamos, me dejaron bajo un algarrobo y desaparecieron. Al cabo de un rato regresaron y bordeamos el cerro hasta el lugar donde habían despejado de zarzas y escaramujos la boca de una cueva.
Me metieron dentro y procedieron a camuflar la entrada. Para esta tarea se pusieron unos guantes que llevaban en el morral. Con cuidado volvieron a colocar en su sitio la maraña de tallos espinosos. Luego taponaron la boca de la cueva con piedras, de forma que nos quedamos encerrados y a oscuras.
La situación no era de mi agrado, pero me abstuve de protestar. Cargando con las parihuelas, sin titubeos, se internaron en la gruta. Descendimos un trecho no muy largo.
Cuando el suelo se niveló, nos paramos. Oí el ruido que hacían los enanos trasteando. Luego los golpes del eslabón sobre el pedernal, del que brotó un reguero de chispas azules. Y un fuego iluminó la cámara donde estábamos.

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