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La cueva estaba labrada en la falda de un monte. Una rocalla natural plagada de círculos y espirales formaba sus paredes. Del suelo brotaba un manantial encauzado por un canalillo que conducía el agua al borde de la plataforma, desde donde saltaba al vacío.
En el interior había parches de aterciopelado y mullido musgo. El culantrillo medraba en los huecos con un poco de tierra. Pero lo mejor era admirar el bosque de majestuosas encinas que se extendía ante nosotros.
El cielo estaba surcado por masas de nubes algodonosas. La sensación de sacralidad era abrumadora.
Chencho se acercó sosteniendo un cucharón de corcho. Moncho dijo: “Es agua del Alfaguara” y me levantó la cabeza para que bebiera.
El agua del manantial me llenó la boca y se desbordó por las comisuras mojándome el cuello. Era tan fina que unos pocos tragos me saciaron plenamente. Permanecí unos instantes sintiendo su frialdad en los labios.
Moncho, como si esas palabras fuesen el súmmum de la sabiduría, repitió: “Es agua del Alfaguara”.
Ellos bebieron también en respetuoso silencio, llevándose el cuenco a la boca con la mano derecha mientras con la izquierda agarraban el cinturón del que colgaba la cantimplora.
Luego, en un gesto que formaba parte del ritual, arrojaron el agua sobrante delante de ellos.
“Aquí nace el río” me explicó Moncho “que riega el valle donde se asienta nuestra aldea”. Su visible orgullo abarcaba el río, el valle, la aldea…ese mundo remoto y apacible al que me habían llevado.
Cambiando de tono añadió: “Vamos a descansar un rato”.
Después de la travesía subterránea necesitaban recuperar fuerzas, pero era evidente que estaban muy a gusto en ese lugar.
Las encinas tenían unos troncos robustos. Sus copas frondosas les daban un aire acogedor sin menoscabo de su grandiosidad. Inspiraban respeto y confianza.
Moncho dijo: “Ellas son las primeras habitantes del valle. Nosotros llegamos mucho más tarde. Esta comarca les pertenece. No debemos olvidar nuestra condición de intrusos”.
La expansión del enano me animó a compartir mis pensamientos. Tenía en la cabeza a Santiago Maluenda, un compañero de trabajo, diez años mayor que yo, soltero, que se encontraba en la India.
Había pedido la excedencia y se había ido. Era la segunda vez que lo hacía. Su primera estancia en la India duró tres meses. Ahora se rumoreaba que se quedaría más tiempo, incluso que se establecería definitivamente.

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