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Casa en el monte (V)

 

 

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11

Al cabo de varios minutos estábamos fuera del pueblo. “¿Cómo lo has conseguido?” preguntó Luisa. “El mérito no es mío sino del coche” respondí.

Este resollaba más de lo habitual, como si la proeza realizada lo hubiese agotado.

“Entonces habrá que felicitarlo” dijo Pedrote. “Es lo menos que podemos hacer”.

La alegría fue efímera. ¿Nuestro destino no era Aracena? ¿Adónde nos dirigíamos ahora? Por último, la carretera que enfilaba el seíta tenía visos de ser bastante peligrosa.

“Esto ya no tiene gracia” declaró Carmelina. “¿Alguien podría explicar por qué seguimos viajando si ya hemos llegado? ¿O es que alguien nos está gastando una broma?

“Creo” respondí a la defensiva “que ese pueblo no es Aracena” “¡Cómo!” “Aracena está más lejos” “Entonces ¿qué pueblo es ese?” “No lo sé. Puede ser cualquiera” “A lo mejor estamos en Portugal y no nos hemos enterado” “Todo es posible” apuntó Pedrote con regocijo. Carmelina lo miró de reojo, pero no replicó nada.

Si no volvió a la carga, fue porque era consciente del riesgo que corríamos. Las curvas se habían multiplicado y la carretera se estrechaba cada vez más. Había que reunir las cualidades del conductor y del equilibrista para no tener un tropiezo de fatales consecuencias. De momento, era de vital importancia no distraerme.

El zigzagueante asfaltado me obligaba a dar bruscos golpes de volante para no salirme de él. Dos o tres veces derrapó el coche, no despeñándonos de milagro.

Luisa lanzaba discretos ayes cuando circulábamos por el borde de un barranco. Y gemía cuando el seíta se precipitaba cuesta abajo.

Había tramos que semejaban un tobogán gigantesco. El vacío que sentíamos en el estómago nos paralizaba. Aunque yo permanecía agarrado al volante y mis compañeros a los espaldares delanteros, nos despegábamos de los asientos en esas vertiginosas caídas.

Las manos me temblaban y, como si hubiese tomado unas copas de más, mis reflejos se ralentizaron.

A pesar de esa ebriedad me daba cuenta de todo, en particular, del progresivo angostamiento de la carretera que se afiló hasta el punto de que el coche ocupaba toda su anchura.

Dando botes el seíta seguía avanzando. Poco después las sacudidas se intensificaron. El asfalto había adelgazado tanto que las ruedas se apoyaban en los matorrales y las piedras de las márgenes.

En varias ocasiones el coche hizo amago de volcar pero, por fortuna, siempre conseguía mantener la estabilidad. Haciendo eses atravesamos un alcornocal cuyos troncos descortezados parecían colosales balizas.

Una enjuta cinta gris nos indicaba todavía el camino. El seíta rebotaba aquí y allá sin perder el rumbo.

La cinta se convirtió en un hilo plateado que discurría por encima de la maleza. El coche cabeceó. Luego se equilibró, aunque escorado a la derecha. Los cuatro, instintivamente, nos inclinamos en la dirección opuesta y el vehículo se niveló.

A nuestros pies se extendía el monte como una masa compacta y oscura de la que emergían los árboles. El terreno se abrió en una quebrada en cuyo fondo relampaguearon las aguas de un arroyo.

De tarde en tarde, en la cima de un cerro aparecía un calvero en el que se demoraba la mirada.

Observamos un bosque de castaños de copas muy ramificadas y asimétricas. Distinguimos también algunos tocones que habían retoñado con el buen tiempo, cubriéndose de vástagos.

Más allá había unas casitas a la orilla de un río que sobrevolamos a contracorriente.

Contigua a un puente se desplegaba una chopera en perfecto orden de alineación. Tras este escuadrón de árboles la naturaleza se volvía más agreste. El río corría encajonado entre dos taludes pétreos. Aguas arriba los breñales se henchían en frondosas cascadas de brezo.

A medida que remontábamos el curso del río, nos íbamos elevando. Abajo todo se confundía en una maraña impenetrable. Indistinguibles eran ya los fresnos de los alisos, borrosas las encinas, invisibles las madroñeras.

Cuanto más ascendíamos, más se debilitaba nuestra visión del mundo sublunar.

De pronto el seíta se inundó de luz. Cerré los ojos, deslumbrado, y, al abrirlos de nuevo, descubrí las formaciones nubosas a las que nos acercábamos velozmente.

El disco solar, medio oculto tras ellas, las nimbaba con su resplandor. Hacia esos cúmulos que simulaban cadenas montañosas desgastadas por la erosión y aludes de rocas de una blancura inmaculada, nos encaminábamos en línea recta.

El coche se introdujo como una bala de cañón en esa masa inconsistente y nívea, atravesándola en un santiamén. Del otro lado las nubes se sucedían en franjas paralelas hasta perderse en el horizonte. Y nosotros planeábamos por encima de ese oleaje inmóvil en dirección al astro rey.

 

 

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10

Cada cual tenía sus propios puntos de referencia. Los míos eran las chumberas y la casita abandonada. Ninguno de los dos apareció.

Poco a poco nos fuimos relajando. Cuando nos cercioramos de que nos habíamos zafado de ese círculo vicioso, Pedrote lanzó un hurra que tuvo amplia resonancia. Para descargar la tensión nos pusimos a cotorrear. Nuestro parloteo estaba salpicado de vivas que eran coreados a pleno pulmón.

“¡Qué calor!” exclamó Carmelina.

Nuestro alborozo se manifestaba en ataques de risa contagiosa. Pedrote era quien más destacaba. En ocasiones parecía que estaba rebuznando.

“Sé prudente, que esta carretera es peligrosa” me aconsejó Luisa.

Las frondosas encinas estaban cuajadas de amentos. Sus agrietados troncos se abrían en dos gruesas ramas casi paralelas al suelo. Las copas eran inmensas.

Mientras cruzamos la arboleda, guardamos silencio. A continuación el seíta remontó una cuesta y apareció ante nosotros una calle espaciosa, con acacias en las aceras.

En los balcones había macetas de geranios y claveles, cuyas flores asomaban a través de los barrotes.

“¡Por fin!” dijo Carmelina. “No sabéis las ganas que tenía de llegar” “Ahora tenemos que dar con la casa. ¿Quién tiene la dirección?” pregunté.

“Yo” respondió Luisa y se puso a buscar en su bolso. “No encuentro el papelito” dijo al cabo de un rato. “Debería haberla anotado en mi agenda” “Mira bien” “Lo siento mucho, la he olvidado en Sevilla”.

“¿Y ahora qué hacemos?” preguntó Carmelina. “Ninguno de nosotros sabe dónde vive” “Demos un paseo” respondí “e informémonos».

Recorrimos el pueblo sin ver un alma. De los barrios recientes nos trasladamos al casco antiguo, formado por calles, algunas con escalones, que culebreaban por la ladera del monte.

Aminoré la velocidad a causa de los desniveles y de la irregular pavimentación de guijarros, en cuyos intersticios crecía la hierba.

Acabamos extraviándonos en las vueltas y revueltas de ese dédalo de vías estrechas con casas de aleros bajos y rústicos arriates.

Había pintorescos rincones en los que se apeñuscaban tiestos y latas sembrados de rosales, hibiscos y capuchinas. Pero nuestro objetivo no era hacer una visita turística. Queríamos salir de allí cuanto antes y proseguir nuestra pesquisa.

El problema estribaba en que no lográbamos orientarnos. Yo obedecía sin rechistar las indicaciones de mis compañeros. Si, en un rapto de inspiración, me decían que cogiese por aquí o por allí, yo me atenía a sus instrucciones. Luego permanecía a la espera. Entonces declaraban: “Nos hemos confundido. Por ahí no es, ¿verdad?”.

Ni siquiera me molestaba en contestar. Yo no sabía nada tampoco y habría sido hablar por hablar.

Cuando nos poníamos a razonar, era peor. A los cuatro nos parecían correctas nuestras deducciones que, sin embargo, no coincidían. En cuanto a nuestros argumentos, nos parecían irrebatibles hasta que los poníamos a prueba.

El resultado era que íbamos a parar siempre al mismo lugar.

“¡Estoy harta!” se lamentó Luisa. El coche corcoveaba por el empedrado. “¡Harta!” “Otra vez no, por favor” suplicó Carmelina. “Esto acaba con la paciencia de cualquiera” “La mía está agotada. Si no salimos de aquí en cinco minutos, me pondré a gritar”.

“Ya te guardarás” repliqué. “Si tú gritas, yo canto” añadió Pedrote. “Y yo te estrangulo” remató Carmelina.

Iba ofuscado y dejé de prestar atención al itinerario. A fin de cuentas daba igual girar a la izquierda o a la derecha. Así fue como nos metimos en un callejón sin salida.

En vez de dar marcha atrás me quedé mirando la pared que nos interceptaba el paso.

“Tenemos que hallar una solución” dije. “¡Bravo!” exclamó Pedrote. “Voy a sacar el coche de aquí…” “¿Y luego?” “Luego voy a soltarlo, que haga lo que quiera” “Una idea brillante” ironizó Carmelina.

“¿Tú crees que eso funcionará?” preguntó Luisa. “Ya veremos”.

 

 

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Casa en el monte (IV)

 

 

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Cortafuegos

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Casa en el monte (III)

 

 

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Caminos (XVIII)

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Paisajes (XX)

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Casa en el monte (I)

 

 

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