Cada cual tenía sus propios puntos de referencia. Los míos eran las chumberas y la casita abandonada. Ninguno de los dos apareció.
Poco a poco nos fuimos relajando. Cuando nos cercioramos de que nos habíamos zafado de ese círculo vicioso, Pedrote lanzó un hurra que tuvo amplia resonancia. Para descargar la tensión nos pusimos a cotorrear. Nuestro parloteo estaba salpicado de vivas que eran coreados a pleno pulmón.
“¡Qué calor!” exclamó Carmelina.
Nuestro alborozo se manifestaba en ataques de risa contagiosa. Pedrote era quien más destacaba. En ocasiones parecía que estaba rebuznando.
“Sé prudente, que esta carretera es peligrosa” me aconsejó Luisa.
Las frondosas encinas estaban cuajadas de amentos. Sus agrietados troncos se abrían en dos gruesas ramas casi paralelas al suelo. Las copas eran inmensas.
Mientras cruzamos la arboleda, guardamos silencio. A continuación el seíta remontó una cuesta y apareció ante nosotros una calle espaciosa, con acacias en las aceras.
En los balcones había macetas de geranios y claveles, cuyas flores asomaban a través de los barrotes.
“¡Por fin!” dijo Carmelina. “No sabéis las ganas que tenía de llegar” “Ahora tenemos que dar con la casa. ¿Quién tiene la dirección?” pregunté.
“Yo” respondió Luisa y se puso a buscar en su bolso. “No encuentro el papelito” dijo al cabo de un rato. “Debería haberla anotado en mi agenda” “Mira bien” “Lo siento mucho, la he olvidado en Sevilla”.
“¿Y ahora qué hacemos?” preguntó Carmelina. “Ninguno de nosotros sabe dónde vive” “Demos un paseo” respondí “e informémonos».
Recorrimos el pueblo sin ver un alma. De los barrios recientes nos trasladamos al casco antiguo, formado por calles, algunas con escalones, que culebreaban por la ladera del monte.
Aminoré la velocidad a causa de los desniveles y de la irregular pavimentación de guijarros, en cuyos intersticios crecía la hierba.
Acabamos extraviándonos en las vueltas y revueltas de ese dédalo de vías estrechas con casas de aleros bajos y rústicos arriates.
Había pintorescos rincones en los que se apeñuscaban tiestos y latas sembrados de rosales, hibiscos y capuchinas. Pero nuestro objetivo no era hacer una visita turística. Queríamos salir de allí cuanto antes y proseguir nuestra pesquisa.
El problema estribaba en que no lográbamos orientarnos. Yo obedecía sin rechistar las indicaciones de mis compañeros. Si, en un rapto de inspiración, me decían que cogiese por aquí o por allí, yo me atenía a sus instrucciones. Luego permanecía a la espera. Entonces declaraban: “Nos hemos confundido. Por ahí no es, ¿verdad?”.
Ni siquiera me molestaba en contestar. Yo no sabía nada tampoco y habría sido hablar por hablar.
Cuando nos poníamos a razonar, era peor. A los cuatro nos parecían correctas nuestras deducciones que, sin embargo, no coincidían. En cuanto a nuestros argumentos, nos parecían irrebatibles hasta que los poníamos a prueba.
El resultado era que íbamos a parar siempre al mismo lugar.
“¡Estoy harta!” se lamentó Luisa. El coche corcoveaba por el empedrado. “¡Harta!” “Otra vez no, por favor” suplicó Carmelina. “Esto acaba con la paciencia de cualquiera” “La mía está agotada. Si no salimos de aquí en cinco minutos, me pondré a gritar”.
“Ya te guardarás” repliqué. “Si tú gritas, yo canto” añadió Pedrote. “Y yo te estrangulo” remató Carmelina.
Iba ofuscado y dejé de prestar atención al itinerario. A fin de cuentas daba igual girar a la izquierda o a la derecha. Así fue como nos metimos en un callejón sin salida.
En vez de dar marcha atrás me quedé mirando la pared que nos interceptaba el paso.
“Tenemos que hallar una solución” dije. “¡Bravo!” exclamó Pedrote. “Voy a sacar el coche de aquí…” “¿Y luego?” “Luego voy a soltarlo, que haga lo que quiera” “Una idea brillante” ironizó Carmelina.
“¿Tú crees que eso funcionará?” preguntó Luisa. “Ya veremos”.
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Parecía que se iban a encontrar pero no, siguen perdidos y sin saber. Ahora es el coche el que ha tomado protagonismo.
Carmelina es de armas tomar, me hace gracia.
Nada es tan fácil como parece. Siempre surge una complicación, un retraso, un imprevisto y nuestras expectativas se van al garete. Están en Aracena pero perdidos en el casco antiguo. El coche tiene la palabra.
Querido Antonio: ¡seguimos en este viaje alocado en el que el seíta parece llevar la voz cantante! Muchas de las descripciones que haces me recuerdan a las fotos de tus paseos. He tratado de retroceder algunos capítulos para recordar determinados detalles, pero no me es posible hacerlo de forma ordenada, ¿es cosa mía o los capítulos aparecen aleatoriamente?
El seíta ha vuelto, esta vez por deseo del conductor, al primer plano. Lo deja todo en sus manos (o más bien en sus ruedas). Los amigos ni se ponen de acuerdo ni son capaces de salir de ese laberinto. Por esa razón el conductor delega en el coche. No sabe si será la decisión correcta o si, como suele suceder, tendrá su lado malo y su lado bueno.
El entorno que describo es el que conozco, el que fotografío en mis caminatas. He vivido también varios años en Aracena.
Si vas a la categoría «Viaje a Aracena» (en el menú de la derecha), verás que, en orden inverso, aparecen todos los capítulos (desde el 10 al 1 y a la Presentación). Un abrazo.
Gracias, Antonio: soy tan torpe que trataba de entrar en el texto por los «relacionados» en vez de por el menú ¡Todo arreglado!
Reblogueó esto en Ramrock's Blog.
Gracias por rebloguear. Saludos cordiales.
Aja…ha empezado la aventura de verdad !
La aventura empezó cuando salieron de Sevilla. Es cierto que por fin han llegado a Aracena…pero es el coche quien ahora tiene la palabra. Y el coche es una máquina.