Por último colocaron en la mesa una tabla con quesos, de los que Rafael encomió el zamorano, y un frutero con escenas galantes encuadradas en un cordoncillo dorado. Por fin, como dijo Eduardo, íbamos a poder utilizar los dos cuchillos que seguían impertérritos sobre el inmaculado mantel, uno de los cuales acababa en una punta curva como una gumía y bífida como la lengua de una víbora.
Todo el mundo quedó prendado del frutero rococó con su montaña de frutas en perfecto equilibrio. Mariana se había esmerado en su distribución y el efecto era espectacular. Aunque ella, toda urbanidad, hizo votos de modestia, se advertía que estaba orgullosa de la composición.
Rafael fue categórico. Alonso lo apoyó de inmediato. El primero cogió un gajo de uvas y dictaminó: “Con el queso zamorano son “boccato di cardinale”. Enhebrando banalidades, expoliaron el racimo y trastocaron la calculada disposición de las frutas.
Mariana había combinado los granos brillantes de las uvas con las manzanas de piel roja, los membrillos, las nueces y las moras. Sólo probé éstas últimas que la anfitriona en persona había ido a recoger.
Durante el viaje había contemplado los colores del otoño. Pero los que ahora surgían en mi interior venían de antiguo. Estas pinceladas componían un cuadro deslavazado pero de una realidad apabullante.
Las llamaradas inmóviles de los zarzales dibujaban una bóveda compacta en el recodo del río. Las hojas cobrizas se reflejaban en el agua remansada. En mi retina quedó flotando la imagen de una caldera invertida con abolladuras.
De las antañonas encinas de corteza negra y resquebrajada colgaban largos líquenes que se balanceaban al menor soplo de viento. El tono grisáceo de las barbas daba un aire venerable a estos árboles, que, en lo más agreste de la sierra, formaban una colonia.
Los chopos erguían sus ramas hacia el cielo plomizo. Aquí y allá se balanceaban algunas hojas pajizas cuyos peciolos no resistirían mucho tiempo. Alrededor de los troncos, semejantes a columnas plateadas, se extendía una alfombra vegetal.
Los amarillos, los anaranjados, los escarlatas, los marrones, los colores del otoño se diluían poco a poco. La gama cromática se iba uniformando ante la inminente llegada del invierno.
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