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Posts Tagged ‘Elena’

297.-“Qué parciales somos. Con cuánta subjetividad planteamos cualquier cuestión” exclama Emma. “Quieres decir que todos arrimamos el ascua a nuestra sardina” “Quiero decir que cuando contamos algo nos encanta que nos den la razón, que nos confirmen que hemos actuado correctamente” “Y ese interés encubre mala conciencia” “En numerosos casos sí”.

Elena, una amiga de Emma, le comentó que le resultaba incomprensible la actitud de Luisa, una tercera amiga de ambas.

Esta mujer vivía en otra ciudad y había venido expresamente para pasar el fin de semana con Elena. Habían estado paseando por el casco antiguo, viendo una exposición de pintura, comiendo en un restaurante. También habían ido al cine. Resumiendo, lo habían pasado bien.

El domingo por la tarde Luisa debía coger el tren de regreso. Esperaba que Elena la acompañara a la estación, pero esta alegó que estaba cansada, que prefería quedarse en casa.

“Y se disgustó” le contó Elena a Emma, “pero habíamos estado todo el tiempo yendo de un sitio para otro y no tenía fuerzas. De lo único que tenía ganas era de estar tendida en el sofá”.

Sigue refiriendo Emma: “Con Luisa he hablado por teléfono recientemente e hizo también alusión a esa historia. Admitió que esa actitud era propia de Elena. Pero ese desplante no lo esperaba. Aunque estuviese cansada, podía haberse molestado en acompañarla. Eso era lo que ella habría hecho, lo que cualquiera habría hecho. Y acabó pidiéndome la opinión: ¿tú no? Respondí que sí.

“Elena me hizo también una pregunta parecida. Dijo: ¿A ti no te parece normal, después de dos días tan ajetreados, quedarte en casa y despedirte allí mismo?”.

Emma había respondido también afirmativamente. “Pues, créelo, se marchó enfadada” añadió Elena.

“El enfado para una estaba justificado y para la otra no. Y las dos querían que me hiciese cargo de sus razones” concluyó Emma. “Cuando hablamos” repliqué “buscamos a menudo que simpaticen y se solidaricen con nosotros aunque no nos lo merezcamos, o sobre todo por eso, como es el caso” “El caso de Elena” “Naturalmente”.

298.-Un buen político, en el sentido de inescrupuloso, aunque probablemente estoy incurriendo en una redundancia, debe reunir tres requisitos: tener un estómago como el de un buitre (ser capaz de digerir cualquier cosa), tener las espaldas más anchas que las de un estibador (importarle un comino lo que digan de él) y tener una lengua capaz de hacer más filigranas que las manos de un platero (decir Diego donde dije digo cuantas veces sean necesarias y algunas más).

299.- La filosofía del Platón se centra en el pensamiento, la de Epicuro en los sentidos. Para el primero lo prioritario es pensar y para el segundo sentir. El viejo dilema de la mente y el cuerpo. Los sentidos nos suministran los datos, a los que la capacidad de abstracción del intelecto confiere sentido.

300.-Para Platón una de las palabras claves es moderación. Tanto esta como la justicia se desarrollan a partir del hábito y del ejercicio. Filosofar implica las dos cosas. Por un lado, no dejarse esclavizar por los apetitos del cuerpo, mantenerse apartado de ellos, guardar las distancias. Por otro lado, cultivar la rectitud. Platón recomienda resistir. En nuestros días esta propuesta no es precisamente popular. El ateniense habla incluso de “pureza” que es un concepto en franca decadencia. Para alcanzar ese estado transparente, aparte de no abandonarse, hay que rechazar también la riqueza, los honores, la fama. De esta forma nos convertiremos en filósofos. ¿Pero quién aspira a eso?

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30

Tardaron poco tiempo en regresar. Habían ido a buscar unas parihuelas. A renglón seguido se aplicaron a la dificultosa tarea de sacarme del coche. Moncho entró y se colocó de pie en el asiento del copiloto. Chencho abrió la puerta del conductor. Eran fuertes y hábiles.

Como no ignoraba que los accidentados con una fractura, máxime si era de columna, debían permanecer in situ hasta la llegada de un médico, me asusté cuando los enanos empezaron a manipularme.

La punzada en la espalda persistía pero no pasó nada. Me sentí feliz de dejar el habitáculo donde había permanecido durante la noche. Y me reanimé cuando la lluvia me mojó la cara.

Los enanos, como supe posteriormente, eran unos expertos que tenían asignada esta tarea de rescate.

Las aguas lamían las ruedas del Mercedes. Mis camilleros, que calzaban botas altas, tuvieron que chapotear. Estaban tan concentrados en su trabajo que parecían no darse cuenta.

Moncho me cogió por las axilas y Chencho por las corvas. Sin brusquedades me sacaron del vehículo, lo rodearon y me tendieron en las parihuelas.

Acostado en ellas, contemplé el arroyo embravecido y espumeante cuyo caudal aumentaba a ojos vistas. Moncho me cubrió con una manta de estameña, abrigada y rasposa, por la que resbalaba el agua sin empaparla.

Dijo: “De buena te has librado”. Si el temporal proseguía, el coche se anegaría. Incluso podía ser arrastrado por la corriente.

Miré con indiferencia ese armatoste pintado en un tono café con leche. Más leche que café según la apreciación zumbona de Elena.

En absoluto apenado por abandonar el Mercedes a su suerte, dirigí mi atención al arroyo salido de madre y convertido en una fuerza ciega.

Con sus manos pequeñas de dedos morcillones, Moncho y Chencho asieron las varas de las parihuelas. Las levantaron sin esfuerzo y se pusieron en marcha.

Ni siquiera para un par de robustos enanos era tarea fácil andar por la empinada ladera del barranco. Podía ver la cara de Chencho que, aunque no rezongase, no lo estaba pasando bien. Durante el camino, que fue largo, apenas despegó los labios. De los dos era el más reservado.

Recorrimos un tramo de pizarras que puso a prueba la pericia de mis camilleros. Las lajas crujían bajo sus pies que ellos sabían cómo colocar para no salir rodando.

Avanzando por entre unos chaparros que habían arraigado en ese lugar, llegamos hasta una banda de tierra sin matorral.

Esta pista en declive estaba llena de guijarros. Avanzamos despacio. Cuando el terreno se puso impracticable, los enanos descendieron de lado hasta la orilla del arroyo desbordado, cuyo curso remontábamos.

 

 

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18

La desazón se había esfumado. Me alejé sin prisa. No soplaba viento. No se oía el grito de ninguna ave nocturna. Sólo el aguacero. Arrullado por su sonsonete y por las revoluciones del motor emprendí el camino de vuelta.

Eran más de las doce. La noche era una inmensa cúpula de azabache donde, pulida y resplandeciente, bailaba la diosa Kali.

Los faros del Mercedes hacían emerger de las tinieblas a los alcornoques haciendo guardia en los lugares asignados sobre el tapiz verdeante.

Incluso bajo una lluvia recia era agradable el recorrido desde la casa a la salida de la finca. Uno se olvidaba de que también se iba acercando al barranco. El camino estaba trazado en sentido convergente. La doble cancela era el punto más próximo al despeñadero.

Los dueños de Orozuz eran conscientes del peligro que suponía la ubicación de la doble cancela. Su traslado más adentro planteaba un problema de difícil solución debido al mal entendimiento con los vecinos.

Entre la doble cancela y el barranco había poca distancia. La cuneta, que estaba encharcada, y una estrecha franja de tierra en declive. En esta pendiente crecían borrajas y jaramagos.

La casa había quedado atrás. Tan lejana y extraña como si perteneciera a otro planeta. El limpiaparabrisas funcionaba a tope. La visibilidad era aceptable. En cuanto divisé la doble cancela, reduje la velocidad.

Paré y me quedé mirando con irritación el doble cerramiento espléndidamente iluminado por los faros del coche.

Debía reconocer que las quejas y las pullas de Elena estaban justificadas. Fueron ella y Reme quienes salieron siempre. Una sostenía el paraguas y la otra abría y cerraba las cancelas. Alegando que era el conductor, me quedaba en el coche.

Era un fastidio tener que bajar. Ahora más que antes. Y esta misma operación debía repetirla otras dos veces.

Ante mí se alzaba una cancela metálica formada por un tablero rectangular pintado de verde, de cuya esquina superior derecha partía una barra semejante a una hipotenusa hasta el extremo del poste. Se abría obligatoriamente hacia dentro, pues, pegada a ella, había otra que era necesario empujar en dirección contraria.

Esta sucesión de dobles cancelas tenía una difícil explicación. La desavenencia entre vecinos no parecía razón suficiente para perpetrar ese disparate. En total había que franquear seis cerramientos.

No era tarea baladí llegar o salir de Orozuz. A propósito del nombre del alcornocal tuvimos, por cierto, la única conversación durante el viaje. No nos poníamos de acuerdo sobre su significado. Para Elena no tenía ninguno. Reme lo descompuso en “oro” y “azul”. La zeta final la achacaba a la pronunciación andaluza.

Apunté que se trataba del nombre de una planta también llamada regaliz. Al unísono me replicaron que eso era una chuchería de color negro.

 

 

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16

El deseo de partir se hizo más intenso. El momento de retirarme había llegado. Seguir allí más tiempo era un acto de violencia contra mí mismo. Y de deslealtad. Había ido más lejos de lo que pensaba. Más allá de los postres.

Sentado en uno de los confortables sillones, al calor del fuego, respondí negativamente al ofrecimiento de Rafael. No tenía ganas de beber coñac ni pacharán ni whisky.

Una sola idea bullía en mi cabeza. Me sentía como el hijo pródigo que, tras haber malgastado su fortuna, se vio reducido a la condición de porquero. De porquero hambriento que disputaba a los cerdos las bellotas. Las bellotas que él mismo dejaba caer a pedradas o lanzando el cayado a las encinas.

Indigno y sucio, lo envenenaba el desasosiego. Entonces se irguió, se mesó las greñas y echó a andar haciendo caso omiso de los empellones y los gruñidos de los cerdos, sabiendo que sólo podía aspirar a ser tratado como uno de los jornaleros de su padre.

Balbucí un pretexto. La atmósfera estaba cargada del humo del tabaco. Saldría al porche a tomar el aire y estirar las piernas.

Reme y Elena mantenían una animada charla con Rocío. Estaba seguro de que ninguna de las dos quería irse todavía. Mi propuesta provocaría un tenso tira y afloja. Elena, repuesta de su decaimiento, intervendría con un comentario sarcástico al que no sabría responder adecuadamente.

Si me iba y las dejaba allí, no les creaba ningún problema. Podían regresar a Sevilla con Eduardo, Olaya o Alonso. O podían quedarse en Orozuz. Mariana estaría encantada de darles alojamiento.

Me levanté y crucé la estancia. Antes de salir cogí mi chaquetón azul marino que estaba colgado en un perchero.

El porche, alumbrado por el farol, tenía un aire tristón. Llovía fuerte. Oí la puerta y volví la cabeza. Eran Elena y Reme.

“Me voy” dije. “¡Con lo que está cayendo!” exclamó Reme. “Nosotras debemos irnos también para dentro. Aquí hace frío” dijo Elena. Al parecer no les importaba que las dejara allí. “Te esperamos junto a la chimenea” dijo Reme al tiempo que ambas daban una carrerita y se metían en la casa.

Solo en el porche, entre los dos pilares de ladrillos moriscos que sostenían el arco central, estuve mirando un rato la cortina de agua. Me tranquilicé. La urgencia de partir se limitó a una simple decisión cuyo cumplimiento daba por hecho.

Vicenteto, como lo llamaban los niños para hacerlo rabiar, era un agricultor cascarrabias. Normalmente renegaba porque no llovía lo suficiente. Acusaba entonces a San Pedro de cicatero. Para Vicenteto, este apóstol era el encargado de las puertas y de los grifos del cielo. En periodos de sequía no paraba de increparlo. “Ya está haciendo de las suyas” repetía una y otra vez.

Aquejado de permanente mal humor, esta noche, dando un giro irreverente, habría exclamado: “¡Ya podía dejar de mear!”.

Levanté el cuello del chaquetón y, haciendo rechinar la capa de grava bajo mis pies, corrí hasta el coche aparcado en un lateral de la casa.

 

 

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  12

Todos se levantaron de la mesa y se acercaron a la chimenea cuyo fuego avivó Rafael a golpe de atizador. Fue entonces cuando sentí, como un zarpazo, el deseo de irme. De escapar.

La emergencia de ese impulso, paradójicamente, me mantuvo clavado a la silla de espaldar alto y recto más tiempo del necesario, de forma que mi comportamiento provocó suspicacias. Mariana me preguntó: “¿Te pasa algo?”. Y di una respuesta negativa.

Mentí. Algo me pasaba: quería irme.

Yo no era santo de la devoción de Mariana. Tampoco le era antipático. No le caía ni bien ni mal. Yo estaba allí por la amistad que la unía a Reme. Su actitud era comprensible. Seguramente me veía como un pasmarote. Un individuo que no sabía contar historias divertidas, de conversación pobre, introvertido.

Tras informarse, exhibiendo una amplia sonrisa, se dirigió al salón. Ahora me tocaba a mí hacer la entrada en el gárrulo círculo que se había formado al calor del fuego.

En la mesa de palisandro había botellas de licor. “Más alcohol no” pensé. Había alcanzado mi punto de saturación etílica. Seguir bebiendo sería un lamentable error.

Mariana no entendía ni aceptaba que yo no hiciera el esfuerzo de estar a la altura de las circunstancias. Si había que tomar una copa de coñac o de pacharán, ¿por qué no la tomaba y me dejaba de gaitas?

Pero ese esfuerzo ya lo estaba haciendo cuando retiré la silla y me puse en pie. Desde el sillón en que estaba sentada, Reme me hizo señas con la mano. Con una sonrisa de cartón piedra me encaminé adonde estaban los otros.

Eduardo, sin que lo cohibiera la atenta mirada de su mujer que había enarcado las cejas temiendo una salida de tono, declaraba solemnemente que como en su propia casa en ningún otro sitio.

Con ligeras variantes repitió esta lacónica frase varias veces, cuyo exacto significado explicó a continuación. “Como en casa de la madre de uno en ningún otro sitio se está mejor”.

Eduardo y Rocío no tienen hijos. De momento no se plantean esa cuestión. Trabajan los dos. Ella con un horario partido de mañana y tarde. Él sólo de mañana. Ella almuerza en el restaurante de la empresa. Él en casa de su madre. Ni se le pasa por la cabeza ir a la suya y prepararse la comida. ¡Menudo desastre está hecho!

Y añade: “¿Quién va a tener más miramientos contigo que tu madre?”. Y ríe. Elena lo mira de soslayo. Rocío enciende un cigarrillo y oculta el rostro tras una nube de humo. A pesar del camuflaje, observo que no se lo toma a mal. El resto encuentra divertidas esas reflexiones y lo anima a seguir.

“Llego a mi casa y mi madre me pregunta: ¿qué quieres almorzar? Le respondo: arroz con almejas”. Hace una pausa teatral y aclara: “Es uno de mis platos favoritos”. Acabado el inciso prosigue: “Se quita el delantal, va a la pescadería del supermercado, compra las almejas y me hace el arroz. Mientras tanto, veo el telediario y me tomo una cerveza”.

Todos se abalanzan dialécticamente sobre Eduardo, unos en broma y otras en serio. Él, muy gallito, no cesa de repetir: “¿Quién te prepara un arroz con almejas aunque no las haya y tenga que salir a buscarlas?”.

 

 

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  10

El asado presentaba un apetitoso y uniforme color dorado. Aunque venían trinchadas de la cocina, los trozos estaban dispuestos de forma que las dos aves parecían enteras. Rechonchas y con las patas encogidas, las dos pulardas, bañadas en su propio jugo, hacían la boca agua.

Mariana, utilizando los pertrechos “ad hoc”, procedió a servir. Rafael descorchó otra botella que reavivó nuestro entusiasmo. No era yo el único que apreciaba el buqué del vino. A estas alturas tenía ya varios incondicionales.

Cuando cada comensal tuvo ante él su plato con la ración de carne, Mariana puso en circulación el recipiente ventrudo con una salsa cremosa. Por último, pasó de mano en mano la fuente de arroz basmati.

Alonso proclamó que la salsa estaba de rechupete. Con su habitual llaneza, Mariana explicó que no tenía ningún secreto: a la crema fresca le había añadido un poco de jugo del asado. Eso era todo.

Alonso, incrédulo, negó que eso pudiera ser todo. Sonriendo complacida, la anfitriona ratificó lo dicho.

La salsa, en efecto, era una exquisitez. El sabor de las pulardas impregnaba su suave textura. Mezclada con el arroz era una delicia irresistible. Se acabó pronto. Mariana, que tenía preparada más, se levantó y rellenó la panzuda vasija de loza con el filo dorado.

Las mujeres ayudaron a Mariana a llevar los platos y las fuentes a la cocina. Colaboro de buen grado pero me repele dar lecciones. Como vi que los otros hombres permanecían sentados, hice lo mismo.

Mi mirada se cruzó con la de Elena y leí claramente en sus ojos lo que pensaba. En otras circunstancias me hubiese irritado, incluso hubiese entrado al trapo, pero en mi estado de ánimo no me afectaban las impertinencias. En este sentido, Reme es más contemporizadora.

Ante Elena, que no daba nunca su brazo a torcer, sólo cabía la sumisión. Su perspicacia le permitía, además, descubrir las motivaciones secretas, ésas de las que uno mismo no quiere enterarse. No tenía nada de extraño que su novio hubiese puesto tierra de por medio.

Pero lo fastidioso y contradictorio era que no me identificaba con el comportamiento, los chistes y los guiños de complicidad de Alonso y los otros. Y allí estaba yo sin escuchar lo que ellos hablaban y sin ayudar a ellas, en esa tierra de nadie.

 

 

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  7

Como una espada de Damocles, pero de efectos más devastadores por su considerable peso y tamaño, una araña de bronce sobredorado pendía sobre nuestras cabezas. Conté diez brazos que sostenían una tulipa de pergamino. Ese lampadario, que no era, aunque lo pretendiese, una antigüedad, tenía que haber costado de todos modos una fortuna.

Al sentarnos a la mesa, admirados, alzamos los ojos. Alonso entonó un panegírico, como si, en lugar de un objeto ostentoso, se tratase de una persona eminente. Mi mirada fue más bien de aprensión. Si ese armatoste se abatiese sobre nosotros, provocaría una escabechina.

Mariana, que además de diplomática era perspicaz, captando mi recelo, hizo notar que la lámpara estaba sujeta por una cadena de hierro tan fuerte que un elefante podría columpiarse en ella.

Los presentes celebraron la ocurrencia. Alonso quiso redondearla con un confuso comentario en el que sacaba a relucir una canción infantil. Sonreímos. Elena hizo un mohín cuya traducción exacta era: “¡Vaya churro!”.

La larga mesa de nogal estaba dispuesta con un gusto exquisito. Las sillas de espaldar alto y recto facilitaban la adopción de una postura correcta. Pegado a la pared, había un aparador con las botellas y los trebejos que utilizaríamos a lo largo de la cena.

Una alfombra semejante a la del salón cubría el enladrillado del comedor. Debido a la lejanía de la chimenea, en el otro extremo de la estancia, en esta parte había un punto de frialdad que el cuerpo no tardaba en percibir.

En el centro de la mesa había un jarrón de Sevres con un ramo de brezo. Agolpadas en densos racimos, las flores rosas ponían una nota de naturalidad en un escenario tan lujoso.

Era una pena que Mariana no pudiera contenerse y completara la decoración con adornos de piñas barnizadas y cintas rojas alrededor de una vela, como si estuviésemos en Navidad.

 

 

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 6

En la chimenea ardía un buen fuego que no caldeaba el espacio único formado por el salón y el comedor. En la primera pieza la temperatura era elevada, incluso se subían los colores en la cercanía del hogar. En la segunda subsistía un toque de frialdad.

Al entrar el efecto fue deslumbrante. Los alrededores de la casa estaban a oscuras. Bajamos del coche, dimos una carrera por la gravilla que crujía bajo nuestros pies, y subimos raudos los dos escalones del porche. Un farol de hierro forjado colgaba del techo. Entre las dos ventanas había una angarilla con sus cántaros. Ante la puerta, a modo de felpudo, había una estera redonda de esparto.

Lo primero que se me vino a la cabeza fue un museo de artes suntuarias. Mariana, la dueña, nos recibió amablemente. Nos agradeció de corazón que hubiésemos venido, máxime con este tiempo. También Rafael, su marido, y los otros invitados se pusieron en pie, pero ellos esperaron a que nosotros nos acercásemos para cruzar los saludos de rigor.

La chimenea estaba construida con ladrillos moriscos. Para la repisa habían aprovechado una gruesa viga de madera no completamente desbastada y barnizada de oscuro. La impronta de elegante rusticidad no pasaba desapercibida a nadie.

Mariana tenía buen gusto y una innegable inclinación por el lujo. Así lo demostraban el sofá y los sillones de terciopelo de color miel, la mesa baja de palisandro con incrustaciones de bronce y la alfombra persa.

Durante el viaje, cuando Elena había condescendido a hablar, su tono de voz había sido neutro, apagado. En cuanto entramos en la casa, recuperó el suyo habitual.

Se situó junto al fuego porque, según explicó, tenía el cuerpo cortado. Cualquiera pensaría que había pasado frío en el coche. O tal vez era una alusión a las tres veces que ella y Reme habían bajado para abrir las cancelas.

Permaneció un rato con las manos extendidas hacia las llamas, ante el guardafuego de cantoneras doradas tras el cual crepitaba la leña que cubría el tronco trashoguero.

Yo me senté en uno de los mullidos sillones de color miel. Alonso mantenía con Olaya una de esas charlas insustanciales que me ponían a prueba. Y eso era lo que me esperaba el resto de la noche.

 

 

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5

La casa estaba situada en el centro de un vasto alcornocal. Reme y Elena tomaron esos árboles por encinas. Las corregí, pero no me creyeron. Quien las sacó de su error fue el dueño de Orozuz que añadió, con una sonrisa de suficiencia, que esa confusión era frecuente en los habitantes de ciudad. Elena se apresuró a confesar “nuestra” ignorancia al respecto.

Incluso en esa noche lluviosa eran patentes la singularidad y la belleza de ese lugar. La residencia solariega se erigía en un calvero. La finca se extendía por una meseta que, por uno de sus lados, acababa en un abrupto barranco.

Desde la última doble cancela, el camino describía suaves curvas entre los alcornoques talados. Sus ramas se alzaban como robustos brazos. La propiedad estaba limpia de maleza. Todo eso evidenciaba el celo que los dueños ponían en su cuidado. De hecho, se tenía la impresión de haber salido de la sierra, donde la vegetación era densa.

En esa planicie desbrozada, aparte de los árboles, sólo destacaban algunos peñascos solitarios incrustados en la tierra. Brevemente, los faros del coche iluminaron también un amontonamiento de rocas en los confines de la dehesa tapizada de hierba.

Esa verde extensión recordaba una sementera cuyos tiernos tallos despuntaban pujantes y uniformes. Recordaba un campo de trigo o de cebada.

Reme comentó que una de las consecuencias de la lluvia era el barro. Yo no dije nada. Elena, que iba encogida en el asiento trasero, tampoco. Luego, apartando la mirada del cristal, masculló: “Espero que tengan encendida la chimenea”. No tardamos en llegar a uno de los laterales de la casa, donde había dos coches aparcados.

 

 

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4

Durante gran parte del trayecto se mantuvo callada. Salvo algunos comentarios relativos a la inminente tormenta y al asunto de las cancelas, permaneció abstraída en la contemplación del paisaje. Tan sólo en una ocasión se animó y participó en el debate a propósito del nombre de la finca.

Elena estaba decaída. Ésa era la razón de que mirase ensimismada a través de la ventanilla, y de que nos acompañase a Orozuz. Ella estaba invitada también, pero la idea de que viniese con nosotros fue de Reme. No dije ni sí ni no. Esa es mi forma de manifestar mi desacuerdo. Mi novia argumentó que si tenía que ir sola, se quedaría en su casa. Me encogí de hombros. Para mí ya era una prueba ir a esa cena. Ir con Elena era una complicación añadida.

La esperanza de que declinara el ofrecimiento de Reme duró poco. Elena aceptó arreglándoselas para dar la impresión de que nos hacía un favor. Aun después de haber accedido, yo abrigaba la secreta ilusión de que se arrepintiese. Me decía: “¿Qué ganas de frivolidades puede tener alguien que está bajo el impacto de una ruptura?”. Su novio la había dejado. No por otra. Sencillamente la había dejado.

Los días son tan cortos en diciembre que, cuando llegamos a Orozuz, era de noche. Y llovía con fuerza. Desde que cruzamos el puente sobre el Guadalmecín y cogimos el camino que salía a la derecha, el tiempo empeoró.

El camino bajaba hasta el río y discurría paralelo a él. Entre uno y otro había una franja arenosa donde crecían las adelfas. Luego el camino se desviaba a la izquierda, flanqueado por una alambrada de espinos. Este tramo recto acababa en una cuesta larga y empinada.

Más allá el camino se estrechaba. Entre ambas rodadas crecían matas de jara lobuna que barrían la parte inferior del coche. También los laterales eran azotados por los durillos que formaban una densa galería. La luz de los faros reverberaba en su rozagante follaje abrillantado por las gotas de agua.

Había también madroños cargados de frutos. Me habría gustado hacer un alto. Pero llovía y Elena no estaba de humor para recolecciones. Me limité a contemplarlos y seguimos hasta la primera doble cancela, donde no hubo más remedio que detenerse.

 

 

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