El deseo de partir se hizo más intenso. El momento de retirarme había llegado. Seguir allí más tiempo era un acto de violencia contra mí mismo. Y de deslealtad. Había ido más lejos de lo que pensaba. Más allá de los postres.
Sentado en uno de los confortables sillones, al calor del fuego, respondí negativamente al ofrecimiento de Rafael. No tenía ganas de beber coñac ni pacharán ni whisky.
Una sola idea bullía en mi cabeza. Me sentía como el hijo pródigo que, tras haber malgastado su fortuna, se vio reducido a la condición de porquero. De porquero hambriento que disputaba a los cerdos las bellotas. Las bellotas que él mismo dejaba caer a pedradas o lanzando el cayado a las encinas.
Indigno y sucio, lo envenenaba el desasosiego. Entonces se irguió, se mesó las greñas y echó a andar haciendo caso omiso de los empellones y los gruñidos de los cerdos, sabiendo que sólo podía aspirar a ser tratado como uno de los jornaleros de su padre.
Balbucí un pretexto. La atmósfera estaba cargada del humo del tabaco. Saldría al porche a tomar el aire y estirar las piernas.
Reme y Elena mantenían una animada charla con Rocío. Estaba seguro de que ninguna de las dos quería irse todavía. Mi propuesta provocaría un tenso tira y afloja. Elena, repuesta de su decaimiento, intervendría con un comentario sarcástico al que no sabría responder adecuadamente.
Si me iba y las dejaba allí, no les creaba ningún problema. Podían regresar a Sevilla con Eduardo, Olaya o Alonso. O podían quedarse en Orozuz. Mariana estaría encantada de darles alojamiento.
Me levanté y crucé la estancia. Antes de salir cogí mi chaquetón azul marino que estaba colgado en un perchero.
El porche, alumbrado por el farol, tenía un aire tristón. Llovía fuerte. Oí la puerta y volví la cabeza. Eran Elena y Reme.
“Me voy” dije. “¡Con lo que está cayendo!” exclamó Reme. “Nosotras debemos irnos también para dentro. Aquí hace frío” dijo Elena. Al parecer no les importaba que las dejara allí. “Te esperamos junto a la chimenea” dijo Reme al tiempo que ambas daban una carrerita y se metían en la casa.
Solo en el porche, entre los dos pilares de ladrillos moriscos que sostenían el arco central, estuve mirando un rato la cortina de agua. Me tranquilicé. La urgencia de partir se limitó a una simple decisión cuyo cumplimiento daba por hecho.
Vicenteto, como lo llamaban los niños para hacerlo rabiar, era un agricultor cascarrabias. Normalmente renegaba porque no llovía lo suficiente. Acusaba entonces a San Pedro de cicatero. Para Vicenteto, este apóstol era el encargado de las puertas y de los grifos del cielo. En periodos de sequía no paraba de increparlo. “Ya está haciendo de las suyas” repetía una y otra vez.
Aquejado de permanente mal humor, esta noche, dando un giro irreverente, habría exclamado: “¡Ya podía dejar de mear!”.
Levanté el cuello del chaquetón y, haciendo rechinar la capa de grava bajo mis pies, corrí hasta el coche aparcado en un lateral de la casa.
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Magnífico el primer párrafo.
Gracias por este réquiem en la voz de Anna Netrebko y por la valoración del arranque de este episodio de El Camino De Regreso. Que tengas una excelente semana.
Ese juego en el que luego nos metemos: querer irse y ponerse en la disyuntiva de hacerlo o no, sobre todo cuando no se está en un entorno grato. Con lo sencillo es levantarse y salir. ¡Cómo nos complicamos a veces la existencia!
Te deseo una semana luminosa, querido Antonio. Te mando un grande y fuerte abrazobeso, frater.
Errata: por ahí me comí un «que» y no tenía hambre.
¿Tú lo ves sencillo? Teóricamente puede ser una decisión simple, pero en la práctica suele ser más complicado. Una ruptura radical implica, lo queramos o no, cierto grado de violencia.
Se crea siempre un tejido de relaciones y obligaciones. Si a eso añadimos los parámetros educativos recibidos o impuestos, y un carácter reñido con los extremismos e inclinado a las buenas maneras, salir de estampía no es lo que hará semejante persona.
El protagonista se va más o menos a la francesa, se va porque no puede más, porque tampoco quiere ejercer violencia sobre sí mismo, pero no desea dar ni escándalos ni lecciones. Es demasiado discreto para eso. Un abrazo.
Precisamente, mi querido Antonio, nos rodeamos de tanta particularidad por seguir imposiciones sociales, culturales, por nuestras propias barreras mentales, que terminamos por volver complicado lo que no lo es, y es por ello que en situaciones cotidianas como la reflejada en tu relato se vuelve radical y violento el simple hecho de hacer mutis. Bajo esas circunstancias, no le queda de otra al personaje que hacer una salida discreta sin decir ni agua va, de lo contrario, implicaría enfrentarse al cuestionamiento y a la insistencia tenaz de los presentes para que no se retire, con lo que se obligaría a quedarse o retirarse de forma brusca.
En fin, divagando, como me es usual por el buen pretexto de tus letras, maestro.
Grande y fraterno abrazobeso, bardo.
Nos complicamos la vida inútilmente. Y pagamos por ello un precio alto. Pero pienso que vivir en sociedad conlleva gravosas servidumbres. Los que no están especialmente dotados para desenvolverse en ese medio, no lo pasan bien.
Agradezco tus penetrantes divagaciones que sopesan cabalmente el dilema planteado. Un abrazo.
La reglas para convivir en sociedad, como bien dices, pueden ser un juego divertido o un lastre odioso. El conocer las reglas de ese juego y saberlas barajar son parte de la sal de nuestra vida contemporánea.
Se te quiere y se te admira, frater.