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16

El deseo de partir se hizo más intenso. El momento de retirarme había llegado. Seguir allí más tiempo era un acto de violencia contra mí mismo. Y de deslealtad. Había ido más lejos de lo que pensaba. Más allá de los postres.

Sentado en uno de los confortables sillones, al calor del fuego, respondí negativamente al ofrecimiento de Rafael. No tenía ganas de beber coñac ni pacharán ni whisky.

Una sola idea bullía en mi cabeza. Me sentía como el hijo pródigo que, tras haber malgastado su fortuna, se vio reducido a la condición de porquero. De porquero hambriento que disputaba a los cerdos las bellotas. Las bellotas que él mismo dejaba caer a pedradas o lanzando el cayado a las encinas.

Indigno y sucio, lo envenenaba el desasosiego. Entonces se irguió, se mesó las greñas y echó a andar haciendo caso omiso de los empellones y los gruñidos de los cerdos, sabiendo que sólo podía aspirar a ser tratado como uno de los jornaleros de su padre.

Balbucí un pretexto. La atmósfera estaba cargada del humo del tabaco. Saldría al porche a tomar el aire y estirar las piernas.

Reme y Elena mantenían una animada charla con Rocío. Estaba seguro de que ninguna de las dos quería irse todavía. Mi propuesta provocaría un tenso tira y afloja. Elena, repuesta de su decaimiento, intervendría con un comentario sarcástico al que no sabría responder adecuadamente.

Si me iba y las dejaba allí, no les creaba ningún problema. Podían regresar a Sevilla con Eduardo, Olaya o Alonso. O podían quedarse en Orozuz. Mariana estaría encantada de darles alojamiento.

Me levanté y crucé la estancia. Antes de salir cogí mi chaquetón azul marino que estaba colgado en un perchero.

El porche, alumbrado por el farol, tenía un aire tristón. Llovía fuerte. Oí la puerta y volví la cabeza. Eran Elena y Reme.

“Me voy” dije. “¡Con lo que está cayendo!” exclamó Reme. “Nosotras debemos irnos también para dentro. Aquí hace frío” dijo Elena. Al parecer no les importaba que las dejara allí. “Te esperamos junto a la chimenea” dijo Reme al tiempo que ambas daban una carrerita y se metían en la casa.

Solo en el porche, entre los dos pilares de ladrillos moriscos que sostenían el arco central, estuve mirando un rato la cortina de agua. Me tranquilicé. La urgencia de partir se limitó a una simple decisión cuyo cumplimiento daba por hecho.

Vicenteto, como lo llamaban los niños para hacerlo rabiar, era un agricultor cascarrabias. Normalmente renegaba porque no llovía lo suficiente. Acusaba entonces a San Pedro de cicatero. Para Vicenteto, este apóstol era el encargado de las puertas y de los grifos del cielo. En periodos de sequía no paraba de increparlo. “Ya está haciendo de las suyas” repetía una y otra vez.

Aquejado de permanente mal humor, esta noche, dando un giro irreverente, habría exclamado: “¡Ya podía dejar de mear!”.

Levanté el cuello del chaquetón y, haciendo rechinar la capa de grava bajo mis pies, corrí hasta el coche aparcado en un lateral de la casa.

 

 

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  11

Por último colocaron en la mesa una tabla con quesos, de los que Rafael encomió el zamorano, y un frutero con escenas galantes encuadradas en un cordoncillo dorado. Por fin, como dijo Eduardo, íbamos a poder utilizar los dos cuchillos que seguían impertérritos sobre el inmaculado mantel, uno de los cuales acababa en una punta curva como una gumía y bífida como la lengua de una víbora.

Todo el mundo quedó prendado del frutero rococó con su montaña de frutas en perfecto equilibrio. Mariana se había esmerado en su distribución y el efecto era espectacular. Aunque ella, toda urbanidad, hizo votos de modestia, se advertía que estaba orgullosa de la composición.

Rafael fue categórico. Alonso lo apoyó de inmediato. El primero cogió un gajo de uvas y dictaminó: “Con el queso zamorano son “boccato di cardinale”. Enhebrando banalidades, expoliaron el racimo y trastocaron la calculada disposición de las frutas.

Mariana había combinado los granos brillantes de las uvas con las manzanas de piel roja, los membrillos, las nueces y las moras. Sólo probé éstas últimas que la anfitriona en persona había ido a recoger.

Durante el viaje había contemplado los colores del otoño. Pero los que ahora surgían en mi interior venían de antiguo. Estas pinceladas componían un cuadro deslavazado pero de una realidad apabullante.

Las llamaradas inmóviles de los zarzales dibujaban una bóveda compacta en el recodo del río. Las hojas cobrizas se reflejaban en el agua remansada. En mi retina quedó flotando la imagen de una caldera invertida con abolladuras.

De las antañonas encinas de corteza negra y resquebrajada colgaban largos líquenes que se balanceaban al menor soplo de viento. El tono grisáceo de las barbas daba un aire venerable a estos árboles, que, en lo más agreste de la sierra, formaban una colonia.

Los chopos erguían sus ramas hacia el cielo plomizo. Aquí y allá se balanceaban algunas hojas pajizas cuyos peciolos no resistirían mucho tiempo. Alrededor de los troncos, semejantes a columnas plateadas, se extendía una alfombra vegetal.

Los amarillos, los anaranjados, los escarlatas, los marrones, los colores del otoño se diluían poco a poco. La gama cromática se iba uniformando ante la inminente llegada del invierno.

 

 

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El asado presentaba un apetitoso y uniforme color dorado. Aunque venían trinchadas de la cocina, los trozos estaban dispuestos de forma que las dos aves parecían enteras. Rechonchas y con las patas encogidas, las dos pulardas, bañadas en su propio jugo, hacían la boca agua.

Mariana, utilizando los pertrechos “ad hoc”, procedió a servir. Rafael descorchó otra botella que reavivó nuestro entusiasmo. No era yo el único que apreciaba el buqué del vino. A estas alturas tenía ya varios incondicionales.

Cuando cada comensal tuvo ante él su plato con la ración de carne, Mariana puso en circulación el recipiente ventrudo con una salsa cremosa. Por último, pasó de mano en mano la fuente de arroz basmati.

Alonso proclamó que la salsa estaba de rechupete. Con su habitual llaneza, Mariana explicó que no tenía ningún secreto: a la crema fresca le había añadido un poco de jugo del asado. Eso era todo.

Alonso, incrédulo, negó que eso pudiera ser todo. Sonriendo complacida, la anfitriona ratificó lo dicho.

La salsa, en efecto, era una exquisitez. El sabor de las pulardas impregnaba su suave textura. Mezclada con el arroz era una delicia irresistible. Se acabó pronto. Mariana, que tenía preparada más, se levantó y rellenó la panzuda vasija de loza con el filo dorado.

Las mujeres ayudaron a Mariana a llevar los platos y las fuentes a la cocina. Colaboro de buen grado pero me repele dar lecciones. Como vi que los otros hombres permanecían sentados, hice lo mismo.

Mi mirada se cruzó con la de Elena y leí claramente en sus ojos lo que pensaba. En otras circunstancias me hubiese irritado, incluso hubiese entrado al trapo, pero en mi estado de ánimo no me afectaban las impertinencias. En este sentido, Reme es más contemporizadora.

Ante Elena, que no daba nunca su brazo a torcer, sólo cabía la sumisión. Su perspicacia le permitía, además, descubrir las motivaciones secretas, ésas de las que uno mismo no quiere enterarse. No tenía nada de extraño que su novio hubiese puesto tierra de por medio.

Pero lo fastidioso y contradictorio era que no me identificaba con el comportamiento, los chistes y los guiños de complicidad de Alonso y los otros. Y allí estaba yo sin escuchar lo que ellos hablaban y sin ayudar a ellas, en esa tierra de nadie.

 

 

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El ruido de la lluvia, que había arreciado, y el ramo de brezo, que presidía la mesa, me ayudaron a sobrellevar la velada. El lejano chisporroteo del fuego actuaba también como un eficaz saboteador del protocolo.

La noche prometía ser larga. Mis dudas tenía sobre si aguantaría el tirón. El tamborileo del agua me servía de consuelo a la par que avivaba un sentimiento ambiguo que se fue concretando a lo largo de la cena.

Mariana fue recibida con muestras de júbilo cuando apareció radiante con las pulardas asadas. Era la sorpresa que nos tenía reservada. Consciente de la impresión provocada, la anfitriona se movía con soltura, sin dejar de sonreír. Fue entonces cuando Alonso quitó de su lugar de honor el jarrón de Sevres para que lo ocupase la fuente.

Lo que dieron de sí las pulardas sólo Dios lo sabe. O el Diablo que fue seguramente el inspirador de tantas pampiroladas como se dijeron al respecto.

Fueron objeto de un chicoleo impropio, máxime cuando nadie estaba seguro de la identidad de esas aves. ¿Eran gallinas o pollos? ¿O eran una raza aparte? ¿Raza o especie?

Alonso, sin dejar de engullir, sostenía que eran cebones. Le replicaron que un cebón era cualquier animal al que se castraba y engordaba.

Eduardo intervino en el momento oportuno para decir que en realidad eran pollas. Esta observación, a pesar de la finura imperante, desencadenó la hilaridad de los presentes. “No se trata de una broma” dijo.

Y añadió: “Hay además varias clases según su peso y tamaño”. Él mismo, incapaz de contenerse, se unió al alborozo general sin dejar de insistir en que llevaba la razón.

 

 

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Aparte de los comensales mencionados, estaban también Eduardo Martín, el “connaisseur”, muy apreciado en las reuniones mundanas, y su mujer, menuda como él pero más tiesa. Ella se llamaba Rocío y, pese a esa impresión de envaramiento, era de conversación amena. Por sus cualidades, ambos eran invitados a numerosos acontecimientos sociales a cuyo lucimiento y animación contribuían.

Eduardo, cuando estaba en vena, que por fortuna era casi siempre, resultaba ingenioso y divertido. No era ni de lejos el caso de Alonso que quería pero no podía. Empeñado en caer simpático, esta incapacidad lo mortificaba aunque no tanto como a los testigos de sus infructuosos esfuerzos.

La opípara comida ha quedado grabada en mi memoria por derecho propio. La iniciamos con unos entrantes de jamón de cerdo ibérico alimentado exclusivamente con bellotas, mojama y ahumados (que le encantan a Rafael, aunque no le sientan bien, razón por la cual su mujer le lanzaba miradas disuasorias), espárragos blancos que se deshacían en la boca y una tarrina de angulas. Y unas galletitas crujientes, sin sal, ideales para acompañar.

Nos reímos cuando Eduardo cogió una pala y empezó a examinarla buscándole una aplicación. Mariana explicó que se usaba para servir los espárragos. Este era un detalle entre muchos. Los cuchillos reposaban en un curioso soporte. Los cubiertos y la panera, que imitaba una canastilla de mimbre, eran de plata, así como los servilleteros.

Aturdían tanto brillo y tanta meticulosidad. No sólo la plata resplandecía. También el cristal, el mantel y, sobre todo, la loza.

La fuente grande con el asado y otra más pequeña con el arroz, la salsera y los platos encandilaban con su blancura y seducían por su sencillez. Dos detalles les daban un toque personal: un filo y un monograma dorados.

El dibujo era pequeño y alambicado, siendo tarea ardua identificar las letras entrelazadas. Le comenté a Reme que yo no lo hubiese puesto en el fondo, sino en el reborde del plato. Mi novia replicó que era justamente ahí donde no se estampaban los monogramas.

 

 

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Como una espada de Damocles, pero de efectos más devastadores por su considerable peso y tamaño, una araña de bronce sobredorado pendía sobre nuestras cabezas. Conté diez brazos que sostenían una tulipa de pergamino. Ese lampadario, que no era, aunque lo pretendiese, una antigüedad, tenía que haber costado de todos modos una fortuna.

Al sentarnos a la mesa, admirados, alzamos los ojos. Alonso entonó un panegírico, como si, en lugar de un objeto ostentoso, se tratase de una persona eminente. Mi mirada fue más bien de aprensión. Si ese armatoste se abatiese sobre nosotros, provocaría una escabechina.

Mariana, que además de diplomática era perspicaz, captando mi recelo, hizo notar que la lámpara estaba sujeta por una cadena de hierro tan fuerte que un elefante podría columpiarse en ella.

Los presentes celebraron la ocurrencia. Alonso quiso redondearla con un confuso comentario en el que sacaba a relucir una canción infantil. Sonreímos. Elena hizo un mohín cuya traducción exacta era: “¡Vaya churro!”.

La larga mesa de nogal estaba dispuesta con un gusto exquisito. Las sillas de espaldar alto y recto facilitaban la adopción de una postura correcta. Pegado a la pared, había un aparador con las botellas y los trebejos que utilizaríamos a lo largo de la cena.

Una alfombra semejante a la del salón cubría el enladrillado del comedor. Debido a la lejanía de la chimenea, en el otro extremo de la estancia, en esta parte había un punto de frialdad que el cuerpo no tardaba en percibir.

En el centro de la mesa había un jarrón de Sevres con un ramo de brezo. Agolpadas en densos racimos, las flores rosas ponían una nota de naturalidad en un escenario tan lujoso.

Era una pena que Mariana no pudiera contenerse y completara la decoración con adornos de piñas barnizadas y cintas rojas alrededor de una vela, como si estuviésemos en Navidad.

 

 

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En la chimenea ardía un buen fuego que no caldeaba el espacio único formado por el salón y el comedor. En la primera pieza la temperatura era elevada, incluso se subían los colores en la cercanía del hogar. En la segunda subsistía un toque de frialdad.

Al entrar el efecto fue deslumbrante. Los alrededores de la casa estaban a oscuras. Bajamos del coche, dimos una carrera por la gravilla que crujía bajo nuestros pies, y subimos raudos los dos escalones del porche. Un farol de hierro forjado colgaba del techo. Entre las dos ventanas había una angarilla con sus cántaros. Ante la puerta, a modo de felpudo, había una estera redonda de esparto.

Lo primero que se me vino a la cabeza fue un museo de artes suntuarias. Mariana, la dueña, nos recibió amablemente. Nos agradeció de corazón que hubiésemos venido, máxime con este tiempo. También Rafael, su marido, y los otros invitados se pusieron en pie, pero ellos esperaron a que nosotros nos acercásemos para cruzar los saludos de rigor.

La chimenea estaba construida con ladrillos moriscos. Para la repisa habían aprovechado una gruesa viga de madera no completamente desbastada y barnizada de oscuro. La impronta de elegante rusticidad no pasaba desapercibida a nadie.

Mariana tenía buen gusto y una innegable inclinación por el lujo. Así lo demostraban el sofá y los sillones de terciopelo de color miel, la mesa baja de palisandro con incrustaciones de bronce y la alfombra persa.

Durante el viaje, cuando Elena había condescendido a hablar, su tono de voz había sido neutro, apagado. En cuanto entramos en la casa, recuperó el suyo habitual.

Se situó junto al fuego porque, según explicó, tenía el cuerpo cortado. Cualquiera pensaría que había pasado frío en el coche. O tal vez era una alusión a las tres veces que ella y Reme habían bajado para abrir las cancelas.

Permaneció un rato con las manos extendidas hacia las llamas, ante el guardafuego de cantoneras doradas tras el cual crepitaba la leña que cubría el tronco trashoguero.

Yo me senté en uno de los mullidos sillones de color miel. Alonso mantenía con Olaya una de esas charlas insustanciales que me ponían a prueba. Y eso era lo que me esperaba el resto de la noche.

 

 

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