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Posts Tagged ‘lluvia’

LI

Te he contemplado endomingada, del brazo de tu tía, camino de la iglesia en tardes estivales.

Peinada con esmero, con una pulsera de oro y un collar de perlas cultivadas, con zapatos beis de tacón, haciendo que las cabezas se volvieran a tu paso, avanzando con gallardía, ni aprisa ni despacio, saludando cortésmente, consciente de tu elegancia.

Tu tía, a tu lado, inflada como un pavo porque erais el blanco de las miradas y de los comentarios, disfrutando, contoneándose como una quinceañera, participando de una gloria que sólo a ti correspondía porque, tripona y más bien baja, no es precisamente la contrapartida femenina de Petronio.

LII

Los días se suceden con precisión matemática. E igual ocurre con las semanas, los meses y los años. La rueda de las estaciones no se detiene: veranos tórridos, otoños lluviosos, inviernos benignos, primaveras radiantes.

En Navidad la copa de anís que reanima y alegra la vida, pero sobre todo que subraya la festividad. En ninguna otra época del año se te ocurriría consumir bebidas espirituosas, excepción hecha del coñac siempre y cuando estés resfriada. En ese caso no sólo está permitido sino que es recomendable echar un chorreón en un vaso de leche caliente, tomarlo con una aspirina y, a continuación, meterse en la cama para exudar los malos humores.

En Feria el obligado paseo por el recinto para lucir las galas recién compradas, sentarse en una caseta y comer calamares fritos, pescado en adobo, aceitunas y picos de pan regados con cerveza. Pero como el gentío os agobia, a ti en particular, no permanecéis mucho rato.

Aparte de estos hitos que marca la tradición, el tiempo te hace guiños a través de la parra del patio que, invariablemente, se cubre de pámpanos en primavera y de racimos en verano, para despojarse de unos y otros en otoño.

En octubre, después de almorzar, te dedicas a barrer el patio de hojas que amontonas en un rincón y luego les prendes fuego.

Sube el humo gris y crepitan las hojas. Apoyada en el escobón, esperas a que el combustible vegetal se haya consumido. Finalmente recoges las cenizas y las tiras al cubo de la basura

LIII

Hay palabras que te sonrojan e incluso te violentan. Si dependiera de ti las eliminarías del lenguaje, prohibirías terminantemente su uso.

Palabras que a veces te rondan con persistencia, y que tienen el poder de erizarte los pelos, de ponerte nerviosa, de sacarte de tus casillas.

Palabras que asocias a imágenes turbadoras. Palabras – fantasmas, palabras – tabúes, palabras sicalípticas a cuya música te rindes.

“Gañán” es una de ellas. Si no cito más, es por respeto a ti, para no exponerte a su efecto subversivo.

LIV

Acaba de llover. Un chaparrón primaveral que apenas ha durado cinco minutos. Delante de la ventana del comedor te aplicas a tu labor de bordado que interrumpiste cuando cayeron las primeras gotas.

Ahora que ha escampado, no te apetece seguir cosiendo. Permaneces con la aguja ensartada en suspenso, la vista perdida tras los cristales. No hay nadie en casa.

Impulsadas por el viento grandes aglomeraciones de nubes cruzan el cielo. El mismo viento que agita las hojas de la parra aligerándolas de su carga de agua. Seguramente lloverá más.

Estás relajada, con los pies en el travesaño de otra silla. Son tales tu inmovilidad y tu ensimismamiento que pareces una estatua. La palidez y la seriedad de tu rostro refuerzan aún más esa impresión.

De repente echas la cabeza hacia atrás, luego hacia adelante, y fijas la mirada en el bastidor que reposa en tus piernas. Alzando la mano que sostiene la aguja, perforas la tela atirantada de arriba abajo, de abajo arriba, de arriba abajo…

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109.-Dar cuerpo verbal. Reducir a un andamiaje de palabras. Estilizar sin traicionar. Trazar finas líneas que dibujen el contorno prescindiendo de la multiplicidad de detalles.

110.-Los torrentes excavan la ladera del monte. La estrían, la tatúan. Los dedos de la lluvia.

111.-Dejarse arrullar por el susurro de una voz que surge de un lugar remoto. El viento agita las hojas de los árboles.

112.-Congregar, disgregar. Los recuerdos habitan la mente. El vuelo rasante de la abubilla en la haza. Su airoso penacho. Los pardos terrones. El cielo azul. El pueblo a lo lejos. De pronto nada. Un espacio vacío que es repoblado en un segundo.

113.-El hilo conductor es tan fino como el hilo con que las arañas tejen sus telas. El escritor es un funámbulo.

114.-Enumeración, catálogo, lista, hipotiposis. El nombre de las cosas. Conocimiento. Apropiación. El pino, la retama, las turberas, el faro. Carretera de Mazagón. Lo ajeno es lo innombrado. Las palabras salvan los abismos. Su ausencia es signo de vacío. La ignorancia no es otra cosa.

 

 

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[el silencio]

el silencio
el gran silencio
el gran silencio de la lluvia
es el más hermoso
porque está lleno
de rumores
de murmullos
de voces apagadas
de ecos, de promesas

 

 

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21

No sé cuánto tiempo permanecí en ese estado. Si esto era la antesala de la muerte, debía reconocer que no tenía nada de terrible. No había angustia ni dolor. La punzada de la espalda no podía calificarse de tal. El amodorramiento era una invitación a perderse en las propias cavilaciones.

No obstante, había un poso de tristeza que enturbiaba ese momento.

Muerte y lluvia eran dos realidades que se entrelazaban en mi biografía. De la segunda era un enamorado, de su capacidad fecundadora y purificadora, de su música. Pero podía degenerar en diluvio.

De la primera estaba viviendo una experiencia que poco tenía que ver con las otras dos a que me había enfrentado. Una durante mi infancia, de la que guardaba un recuerdo borroso, pero que podía reconstruir gracias al relato de mi madre. Y otra, años más tarde, de la que el protagonista sería Jacinto.

No era a mi madre a quien veía sino a mi padre en el marco de la puerta del dormitorio. A pesar de ser ella quien estuvo a mi lado todo el tiempo, su figura se desdibujaba.

Era la de mi padre la que permanecía impresa en mi memoria con asombrosa nitidez. En el marco de la puerta. Ni dentro ni fuera. Y yo en la cama. Lo peor del proceso infeccioso había pasado. Respiraba con regularidad. Había vuelto a comer. Tenía energía suficiente para ponerme pesado. Mi padre vacilaba. Mi madre estaba en desacuerdo. No paraba de repetir: “Es una locura”.

Fue uno de los inviernos más lluviosos que se recordaban en Las Hilandarias. Desde la cama oía el repiqueteo del agua que tenía desesperados a los vecinos. La palabra más frecuente era “ruina”. Si no escampaba de una vez, todos iríamos a la ruina.

Los agoreros mantenían que, escampara o no, el desastre era un hecho. Y Vicenteto afirmaba que San Pedro no había sufrido nunca un episodio semejante de incontinencia urinaria.

“Va a ser un momento” dijo mi padre, “no va a pasar nada”. Y dirigiéndose a mí añadió: “Un momento, no lo olvides”. Mi madre movió la cabeza en un gesto de desaprobación al tiempo que se acercaba al ropero, de donde sacó mi abrigo.

Me lo puso. Lo abotonó de arriba abajo. Me calzó las botas. Ató los cordones. Sólo entonces permitió que mi padre me diera la mano y me llevara a la puerta de la calle.

Tras tantos días de lluvia ininterrumpida la calle parecía un río. Los sumideros no daban abasto para absorber tanta agua. En la parte baja del pueblo había inundaciones y derrumbamientos de tejados y muros.

“Ya está bien” dictaminó mi madre. “¿Ya?” protesté. “Ya tenemos bastantes problemas y de éste” le dijo a mi padre refiriéndose a mí “no hemos salido todavía”.

 

 

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  9

El ruido de la lluvia, que había arreciado, y el ramo de brezo, que presidía la mesa, me ayudaron a sobrellevar la velada. El lejano chisporroteo del fuego actuaba también como un eficaz saboteador del protocolo.

La noche prometía ser larga. Mis dudas tenía sobre si aguantaría el tirón. El tamborileo del agua me servía de consuelo a la par que avivaba un sentimiento ambiguo que se fue concretando a lo largo de la cena.

Mariana fue recibida con muestras de júbilo cuando apareció radiante con las pulardas asadas. Era la sorpresa que nos tenía reservada. Consciente de la impresión provocada, la anfitriona se movía con soltura, sin dejar de sonreír. Fue entonces cuando Alonso quitó de su lugar de honor el jarrón de Sevres para que lo ocupase la fuente.

Lo que dieron de sí las pulardas sólo Dios lo sabe. O el Diablo que fue seguramente el inspirador de tantas pampiroladas como se dijeron al respecto.

Fueron objeto de un chicoleo impropio, máxime cuando nadie estaba seguro de la identidad de esas aves. ¿Eran gallinas o pollos? ¿O eran una raza aparte? ¿Raza o especie?

Alonso, sin dejar de engullir, sostenía que eran cebones. Le replicaron que un cebón era cualquier animal al que se castraba y engordaba.

Eduardo intervino en el momento oportuno para decir que en realidad eran pollas. Esta observación, a pesar de la finura imperante, desencadenó la hilaridad de los presentes. “No se trata de una broma” dijo.

Y añadió: “Hay además varias clases según su peso y tamaño”. Él mismo, incapaz de contenerse, se unió al alborozo general sin dejar de insistir en que llevaba la razón.

 

 

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                                 IX
Elegir el terreno adecuado era el primer paso que debían dar quienes querían poner a prueba sus dotes de constructores. No era éste un asunto baladí. El éxito de la empresa dependía en gran medida de la vista que tuviesen al decidirse por tal o cual paraje.
En invierno, otoño o primavera, después de una lluvia abundante, era el momento ideal para, quiérase o no, embarrarse y mojarse.
Mengano, sin que sepa explicar por qué, asocia esta actividad con la estación invernal y no con las otras. El agua fría, la noche que se les echaba encima sin haber tenido tiempo de finalizar las obras, la promesa de volver al día siguiente tan pronto como pudieran para seguir trabajando duro, a menudo para empezar de nuevo, pues, durante su ausencia, la corriente había provocado deterioros importantes o destruido el dique.
Éstos eran los fragmentos del puzle que, una vez recompuestos, mostraban a tres o cuatro chavales en cuclillas a ambos lados de un arroyo, enfrascados en la tarea de represarlo, el conjunto iluminado por la diáfana luz de enero.
Mengano, que, como el niño zangolotino y alguno más, no sólo carecía de espíritu competitivo, sino que tal actitud ante la vida le repugnaba, entre nostálgico y complacido, refería que formaron un grupo al que servía de aglutinante el niño regordete de sempiterna sonrisa.
Tras dar esquinazo a los otros, sin el agobio de las prisas ni de los desafíos, se entregaban a su actividad favorita.
Era entonces cuando le había sido posible descubrir y contemplar a un niño que los sobrepasaba en iniciativa e ideas, razón por la que llevaba la voz cantante. Como la autoridad de que se veía investido dimanaba de sus superiores cualidades como constructor, los otros la acataban con naturalidad.
Nada más lejos de una imposición o del arbitrario ejercicio de un liderazgo que las joviales observaciones con que el zangolotino les indicaba una solución más eficaz para resolver tal o cual dificultad técnica que la propuesta por cualquiera de ellos.

 

 

 

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[La lluvia empapa]

La lluvia empapa
verdes trigales.
Las nubes grises
cubren los cielos.

Aquella lluvia,
aquellas nubes
que conocimos
con mudo asombro.

Cuando los trigos
nos confiaban
sus mil secretos.
En nuestros labios
se dibujaba,
de pura dicha,
una sonrisa.

¿Eres un sueño
que me atormenta,
que me resisto
a abandonar?

Oigo el susurro
de los trigales,
de la arboleda,
de los maizales.


 

 

 

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1
Si dependiera de mí,
una lluvia caladera
empaparía la tierra,
haciendo crecer la hierba.

Pespuntearía de flores
los prados y los alcores.
Pintaría de verdín
los muros de los conventos
y otros viejos paramentos.

2
Y los árboles añosos,
retorcidos y nudosos
mostrarían jubilosos
sus tiernos brotes de oro.

Crecerían las violetas,
delicadas, pizpiretas,
y surgirían las setas
entre la hojarasca seca.

Legiones de caperuzas
amarillentas, parduscas,
anaranjadas, blancuzcas,
¡qué alegría! ¡qué locura!

3
Si dependiera de mí,
en el cielo habría mil
nubes de ámbar gris
que en lluvia se desharían
con gozosa algarabía.

Las tejas de los tejados,
cobertizos y terrados
a murmurar se pondrían
su incansable letanía.

En algún rincón sombrío,
con insistencia tenaz,
una gota marcaría
del aguacero el compás.

Y el silencio volvería,
más profundo, más hermoso,
cuando la lluvia callase,
a ese rincón penumbroso.

 

 

 

 

 

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Tal vez recordaré este día soleado,
este cielo sin nubes de un azul desvaído.
Tal vez recordaré esas malvas frondosas
que medran a la sombra de un muro derruido,
tal vez los jaramagos de flores amarillas
que cabecean gráciles cuando sopla la brisa.
No creo que mi mente retenga otros detalles.
¿Qué hay de más importante que el vuelo de las aves
en las mañanas claras, o una mano rugosa
aferrada a un bastón? Probablemente nada.
Por eso, cuando muera, tal vez recordaré
estos nimios detalles: una lombriz reptando,
un reguero de flores minúsculas y blancas
al lado del camino, las hojas otoñales
cayendo de los árboles o el rumor apacible
de las tardes de lluvia.

 

 

 

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