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Posts Tagged ‘Las Hilandarias’

III

Había conjeturas para todos los gustos. Quien mantenía que se trataba de un animal peligroso, solía añadir que por nada del mundo seguiría viviendo en esa casa, que era lo que hacía Servando.

No sólo se hablaba de hurones y garduñas sino de gatos monteses, zorros e incluso lobos, animales estos últimos que desaparecieron hace mucho tiempo de estos contornos.

A pesar de lo fantástico de la elucubración, o justamente por ello, la teoría del lobo contaba con bastantes adeptos. La que sumaba más partidarios era la de la comadreja, pero los que habían visto el agujero descartaban de plano esa hipótesis.

“La comadreja es un animal pequeño que nunca podría excavar una galería de esas dimensiones” alegaban en tono doctoral.

Servando tenía también su propia explicación. Al principio se mostró remiso, pero como en el fondo tenía ganas de hablar, nos la dio.

Nos dirigimos al salón. Brioso y yo nos acomodamos en el sofá, y Servando en un sillón de orejeras con la tapicería desgastada que era el que utilizaba para sus sesiones de lectura.

Con sonrisa zalamera Brioso preguntó: “¿No te da miedo vivir en una casa con un agujero como ese?” Pasándose la mano por su ensortijado pelo Servando respondió con aplomo: “En ningún momento he tenido miedo. ¿Qué pensáis vosotros?”.

“Desde luego no se trata de un topo ni de un conejo” dije. “Ni tampoco de una comadreja. Esa madriguera pertenece a otro animal” añadió Brioso.

Asintiendo levemente Servando repuso: “A una nutria”.

Ni Brioso ni yo, que fruncimos el ceño, esperábamos semejante revelación que sonaba tan inverosímil como la teoría del lobo.

“Aquí no hay nutrias” dijo suavemente Brioso. “Una al menos” replicó Servando que nos contó su versión.

IV

A él le gusta andar por el campo. Una de sus rutas preferidas es el camino que baja de la dehesa de Rebuscallas y lleva al pantano de la Ruzafa, donde avistó a la nutria al anochecer.

El único inconveniente de ese oasis en medio de las tierras de secano es que lo frecuentan los domingueros y los excursionistas. Pero él sabe cómo evitar esa plaga.

Como mucho, dependiendo de la época del año, puede encontrar a un solitario buscador de espárragos trigueros. Pero lo más probable es que no se cruce con nadie. “Para hacer vida social dispongo del pueblo” dice.

Cuando la descubrió, la luz era escasa. Los límites de las cosas se difuminaban. Pero estaba seguro de no equivocarse.

Sentado en una piedra, a orillas del embalse, escuchaba el murmullo del viento entre las ramas de los álamos y de los eucaliptos, y paseaba la mirada por la superficie acuática que se rizaba aquí y allá.

Una cabeza oscura y aplastada surgió en mitad de esa silenciosa extensión. Con la gracia y la agilidad de un acróbata, el animal se deslizó por el agua, desapareciendo y apareciendo alternativamente.

Parecía que la nutria ejecutaba un baile en su honor. Unas veces nadaba en línea recta, otras veces describía una curva, se alejaba, regresaba, tras una inmersión se mostraba en un lugar inesperado.

La nutria, como observó Servando, se atenía un ritmo binario de subidas y bajadas, de avances y retrocesos, de movimientos ondulatorios y rectilíneos.

“Pero el pantano de la Ruzafa está a mucha distancia de tu casa” objetó Brioso. Servando, que había previsto este inconveniente, esbozó una sonrisa.

“No hay ningún problema” repuso, “igual que yo sigo el camino de tierra, ella sigue el camino de agua”. Ahora, al oír unas palabras tan crípticas, fuimos nosotros quienes sonreímos.

“¿Es una adivinanza?” preguntó Brioso. “Yo ando y ella nada”.

Según Servando, la nutria remontaba el riachuelo para descansar en su madriguera situada entre las raíces de la encina centenaria que resguardaba una parte de su casa.

Incluso nos describió el refugio del animal: una cámara cónica, alfombrada de hojas y hierbas secas.

«¿Y por qué ha cavado la nutria una galería desde su nido hasta tu cuarto de baño?» planteó Brioso. «Eso no lo sé» respondió escuetamente Servando. Tras una pausa precisó: «Todavía no lo sé».

 

 

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I

Fui uno de los que acudieron a casa de Servando para ver con sus propios ojos ese hecho insólito. La noticia se había propagado como un reguero de pólvora. Tuve la suerte de ir en una de las primeras remesas de curiosos. Este asunto adquirió tal desproporción que Servando acabó dando el cerrojazo.

Esa reacción es comprensible. En Las Hilandarias hay una irrefrenable tendencia a sacar las cosas de quicio.

Servando y yo no somos amigos sino simples conocidos. Nuestro trato es cortés. Si no llega a ser por Brioso, a quien no se le escapa una, no habría sido testigo ocular.

La personalidad de Servando y la mía son bastante parecidas. Somos discretos e incluso distantes. Ambos tenemos dentro el gusanillo de la literatura, que es un rasgo compartido también con Brioso y con tantos otros vecinos del pueblo, donde la cofradía de los artistas hace la competencia a las religiosas.

Servando participa poco en la vida cultural hilandaria. Una prueba de su carácter retraído la constituye el emplazamiento de su casa.

Compró una parcela en las afueras del pueblo, en el interior de la dehesa de Rebuscallas. No se sabe cómo se las arregló para convencer al dueño de que le vendiera ese terreno. Pero lo consiguió.

Hizo un cerramiento original con ladrillos moriscos colocados triangularmente, como un castillo de naipes. Esta tapia de color rojizo producía un vivo efecto. Pero lo que realmente me llamaba la atención era la copuda encina que se erguía un poco más allá.

Era una encina centenaria, robusta, de ramas gruesas y largas que se extendían horizontalmente. Algunas llegaban a la propiedad de Servando, sombreándola en parte.

Dada su solidez, ese árbol daba la impresión de que estaba allí desde el principio de los tiempos, y de que allí continuaría hasta su consumación.

II

La casa estaba cerca y lejos, dentro y fuera. De ella se podía afirmar cualquier elemento de esos pares de contrarios sin faltar a la verdad.

El paraje en el que se hallaba tenía un aire bucólico. Las encinas estaban muy separadas entre sí. Todas tenían un porte majestuoso.

Esos magníficos ejemplares parecían avanzar en dirección a la vega, a la que se asomaban desde sus altas posiciones, como la avanzadilla de un ejército.

Los montes de suaves laderas estaban libres de maleza. Un riachuelo, a cuyas orillas crecían las adelfas, atravesaba un extenso prado que se abría a la campiña. Este era el paisaje que se contemplaba desde la vivienda de Servando.

Aunque no puso mala cara cuando nos abrió la puerta, tampoco se puede decir que se alegrase de nuestra visita.

Es un hombre poco expansivo. Hay en sus facciones y en su manera de mirar un fondo de tristeza.

Nos dio la mano y nos hizo pasar. Como tiene un punto socarrón dijo: “Supongo que no es a mí a quien habéis venido a ver” “Contigo queremos hablar” replicó diplomáticamente Brioso.

Servando nos llevó sin más rodeos al cuarto de baño. Brioso dijo: “Habrás hecho fotografías” “¿Para qué?” “Con esto se puede hacer un reportaje interesante” “Un reportaje interesante se puede hacer con lo que se cotillea por ahí” “Un reportaje delirante” precisé.

Era un cuarto de baño normal. A la izquierda estaba el lavabo, a la derecha el bidé y el inodoro, enfrente la ducha provista de mampara plegable. Al lado de la puerta había un armario lacado en blanco.

Lo que nosotros vimos fue un agujero, que a Brioso le recordó la boca de una zorrera, cerca del pedestal del lavabo.

Escudriñamos todo, como dos detectives en busca de pruebas. Incluso fuimos al patio para ver las losas rotas y la tierra excavada con las que Servando había hecho un montón de forma cónica.

Volvimos al cuarto de baño y estudiamos de nuevo el agujero. “No hay duda de que es la entrada de una madriguera” dijo Brioso.

Cuando nos cansamos de mirar el suelo, los sanitarios y ese túnel oscuro, nos dedicamos a hacer otro tanto, más o menos disimuladamente, con nosotros mismos aprovechando el espejo empotrado en la pared y enmarcado en una cenefa de azulejos con motivos florales.

 

 

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EPÍLOGO

Una tarde en que estaba en el cobertizo de las perdices, se le ocurrió la idea. Fue en busca de Juan Riego y le comunicó su proyecto. El hombre se limitó a preguntar: “¿Para cuándo eso?” “Para mañana”.

-o-   -o-   -o-

El pájaro, excitado, no cantaba sino que vociferaba denigrando al otro que tampoco se mordía la lengua.

De una encina cercana, en rápido vuelo, vino a posarse delante de la jaula un macho que, enarcando las alas y sacando los espolones, miraba torvamente al reclamo en absoluto intimidado.

En el puesto doña Rafaela contenía el aliento, hipnotizada por la escena que se desarrollaba ante sus ojos.

Ambos pájaros seguían injuriándose y haciendo alardes de fuerza para amilanar al contrario.

Faltaba poco para que los contendientes pasasen de las fanfarronadas a los picotazos al objeto de dilucidar una cuestión que no admitía demora.

El pájaro libre, exhibiéndose a una distancia prudencial, arrastraba las alas por el suelo.

Uno y otro, nerviosos, se aprestaban para el combate definitivo. La última baza iba a ser jugada.

Doña Rafaela, que seguía con el punto de mira las evoluciones guerreras de la perdiz, disparó y un estampido puso fin a la pantomima.

La Diana de esa espesura respiró aliviada. Sus músculos se distendieron. Una gran satisfacción la invadió.

Antes de que el retumbo se apagase del todo, el reclamo asomó la cabeza por entre los alambres y rezó un responso a su rival agujereado.

Al poco rato fue la hembra la que se enfrentó al intruso que había hollado sus dominios.

Y otra vez se repitió el mismo ritual coronado por mortífera perdigonada.

La infeliz pareja yacía en la tierra para regocijo del reclamo que, aun sin saber cómo lo había conseguido, se consideraba el vencedor del torneo.

El madrugón, el cansancio, la humedad hicieron mella en el ánimo de la cazadora que abrió la escopeta sin descargarla y salió del puesto con las piernas engarrotadas. Ensartó las piezas cobradas en los ganchos, enfundó la jaula y, ajustándosela en la espalda, emprendió el camino de vuelta.

A la altura del brezal que se extendía por la ladera del cerro desarbolado, empezó a gotear. Aligeró el paso doña Rafaela pero no le dio tiempo siquiera de alcanzar la vereda cuando las nubes se deshicieron en agua, invalidando el apresuramiento.

Como pudo, protegió de la lluvia la escopeta y se resignó a coger la mayor mojada de su vida.

El chaparrón que tan furiosamente se había desatado, cesó de buenas a primeras. Pero se veía a las claras, dado lo oscuro del cielo, que ese aguacero sólo era la avanzadilla de la borrasca.

Iba doña Rafaela sorteando los charcos cuando su desarrollado instinto venatorio la alertó. Algo se había movido entre los arbustos. Cerró la escopeta. Avistó un conejo.

El plúmbeo silencio que antecede a la tormenta, quedó hecho trizas por un certero disparo que volteó al roedor en plena carrera.

Doña Rafaela fue a buscar al animal cuyo corazón palpitaba todavía. Con el cuerpo caliente en las manos, la asaltó la duda de si debía hundir su cuchillo en la garganta de la víctima para acortar su agonía, o si debía dejar que expirase ella sola.

De la bóveda encapotada empezaron a caer nuevos goterones que zanjaron esa cuestión. Doña Rafaela degolló al montaraz mamífero, esperando lo justo para que se desangrara.

Arreciaba la lluvia. Anduvo un trecho por el camino, luego se internó en la espesura y escaló la empinada vertiente de un cerro cubierto de apretada vegetación.

Sólo las encinas de disperso follaje ofrecían un dudoso cobijo, sin contar el peligro, no por improbable menos real, de un rayo atraído por el árbol.

Desde la cima del cerro vio la casita tras una cerca de piedras medio derruida.

Esa casita era un refugio de cazadores que conocía doña Rafaela por haber estado en ella con su tío. Ignoraba si la puerta estaba cerrada con llave o no, pero, habida cuenta de la lejanía del cortijo, más le convenía probar suerte.

Bajó hasta la vaguada y remontó la elevación contigua. Iba con la ropa empapada, los pelos pegados a la frente, la escopeta al hombro, las dos perdices y el conejo colgados de la cintura.

Al llegar a la casita se llevó la sorpresa de que no sólo la puerta estaba abierta, sino de que había dos hombres dentro.

Le parecieron dos presidiarios escapados de un penal. Pronto comprendió que se trataba de dos carboneros de tiznadas caras.

Lo inesperado e insólito del encuentro dejó con la lengua trabada a la mujer, de pie en el umbral, y a los hombres, sentados en banquillos junto a la mesa.

Fue doña Rafaela la primera en reaccionar. Dando los buenos días entró. Los carboneros se levantaron ceremoniosamente, como si fueran a hacerle los honores.

Doña Rafaela, por cortesía y por entablar diálogo, se identificó. Gozaba ya de notoriedad en Las Hilandarias. Aparte de eso, los dos hombres trabajaban en su propiedad.

Uno de ellos encendió un fuego en la chimenea con la leña apilada en un rincón. El otro se ofreció a ir al cortijo para comunicar el paradero de la señora.

Antes de que doña Rafaela rechazara esa propuesta, el carbonero se puso el capote y partió. En el vano de la puerta se detuvo un momento, arrebujándose en la prenda. Luego se aventuró decididamente en el aguacero que creaba veloces torrentes.

La mujer se acercó a las llamas y extendió las manos. Al poco rato su ropa empezó a desprender vapor. Manteniéndose cerca del fuego, se dio la vuelta para secarse por detrás.

El otro carbonero estaba recostado en el quicio de la puerta. Se había alejado de la chimenea cuando doña Rafaela se acercó. Parecía abstraído en la contemplación de la lluvia.

Sobre la tosca mesa de madera, la escopeta abierta, la canana, el reclamo enfundado, las dos perdices y el conejo componían una engañosa naturaleza muerta.

 

 

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25
A un verano asfixiante sucedió un otoño seco. La lluvia tardaba en llegar. El campo se cuarteaba y llenaba de sartenejas.

“¡Qué ruina!” era la exclamación más frecuente.

En las hazas aradas la reja había levantado enormes terrones.

“¡Ay!” suspiró la prima de Rufina.

Todo era de color pardo. Ni una brizna de hierba en las cunetas, en las lindes, en el cauce del arroyo que cruzaba el desolado agro.

“Las desgracias nunca vienen solas”.

Rufina, hermética como una esfinge, miraba los sequedales por la abertura posterior de la calesa.

La tierra era una inmensa boca abierta, abrasada por la fiebre, que mendigaba la gracia de un chaparrón.

“No tiene remedio, ¿verdad?”.

El oscuro erial contrastaba con la limpidez del cielo azul.

“Está desahuciado. Es cuestión de días o de semanas”.

“¡Qué mala suerte!” dijo Maroto.

La prima de Rufina, que era tan sensible a los males propios o ajenos como los cachorros lo son a las caricias, no pudo contener las lágrimas.

El traqueteo del carruaje era la única nota discordante en esa apacible mañana otoñal.

26
La calesa se hundía en la bruma donde desaparecía, emergiendo en un recodo de la carretera, tirada por la mula cuya cabeza, como el mascarón de proa de un drakar vikingo, hendía los bancos de niebla.

Arrebujada en su toquilla negra, Rufina imaginaba la enfermedad como los irreparables estragos causados por un ejército de microscópicas y diabólicas criaturas. La imagen era tan vívida que la casera se apretó el pecho con las manos para conjurar la penetración de esos miasmas mortíferos.

Poco a poco Rufina fue relajándose. Sus manos dejaron de presionar su esternón. Otros pensamientos la distrajeron: la cena de Nochebuena, las visitas que debía hacer en cuanto llegara al pueblo, las compras…

Al rato volvió a visualizar esos gérmenes con forma de cabeza, estando ocupada la mitad superior por dos horribles ojos y la mitad inferior por una boca repleta de afilados dientes con los que roían los tejidos.

“¿Por dónde vamos, Maroto?” “Ya hemos pasado el arroyo”.

Recayendo en su obsesión, se representó el mal como la paulatina y maloliente descomposición de la carne. Los órganos se corrompían, se convertían en fiemo, despidiendo un nauseabundo hedor.

A continuación la enfermedad se transmutó en un moho que iba colonizando las vísceras, envenenándolas y reduciéndolas a patatas arrugadas y podridas.

La mula dio una espantada con dos consecuencias inmediatas: meter el carruaje en la cuneta y sacar a Rufina de su morboso estado. La causa del súbito desbarajuste pasó junto a ellos como una exhalación.

“¡Están locos!” clamó Maroto.

Rufina, que se había vuelto rápidamente hacia la abertura posterior, dijo: “Son ellos” “¿Quiénes?” “¿Quiénes van a ser?”.

Sin verlo todavía, Rufina supo que habían llegado al pueblo por los efluvios de la tahona. Aspiró reconfortada el agradable olor de la jara que ardía en el horno, mezclado con el del pan recién cocido.

También el alegre y cercano repicar de las campanas de la iglesia le confirmó que se adentraban en las calles de Las Hilandarias.

¿Por qué sintió de nuevo ese malestar? ¿Por qué esa congoja?

Quiso decir algo pero de su boca no salió ninguna palabra. No podía apartar de su mente la idea de que, cuando regresara al cortijo, don Roberto Delgado habría dejado de existir.

 

 

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23
Don Justino golpeó la mesa con la fusta y dijo: “Estoy harto de perdices, ¡harto!”. Doña Rafaela madre, secundada por la hija de Maroto, las preparaba esta vez en salsa de almendras.

“Estoy harto de perdices y harto de cortijo” repitió don Justino. Su madre, espumadera en ristre, era la reencarnación de Palas Atenea en un lamentable estado de abatimiento. Parecía que estaba librando una batalla de incierto final.

“Vosotros podéis hacer lo que os plazca. Yo regreso a Sevilla mañana mismo”.

El benjamín de la familia tenía un carácter impetuoso, en ocasiones violento. Informó a su madre que el aire puro del campo lo asfixiaba, que la llaneza de la gente no era más que malicia e hipocresía, que se aburría soberanamente.

Doña Rafaela escuchaba las razones de su hijo mientras freía las perdices.

“Aparte de eso” prosiguió don Justino, “estamos en abril. La Semana Santa está a la vuelta de la esquina. Y detrás viene la Feria”.

Don Justino se puso un punto colérico al suministrar esos datos, como si alguien le impidiese partir y la cercanía de tales festejos volviese insoportable esa perspectiva.

“Además, además…”

Doña Rafaela madre dejó de remover la carne en la sartén y miró a su hijo.

“¡Estoy hasta la coronilla de comer perdices!”.

24
“En Las Hilandarias no se habla de otra cosa, prima”.

Rufina, sentada enfrente, se mantenía erguida no por una cuestión de dignidad sino porque la vaqueta de la capota se había calentado y su contacto quemaba.

“Arrea a la bestia, Maroto, que no vamos a llegar nunca” “El animal no puede” respondió sacudiendo las riendas sin que por ello la mula acelerase el paso.

Se licuaba el alquitrán de la carretera y reverberaban los rastrojos. La calima difuminaba el teso de las lomas.

La prima de Rufina, una mujer rolliza, transpiraba por la frente, las axilas y el pecho. También tenía húmedo el reborde del labio superior. Intentaba en vano provocar refrescantes corrientes de aire con un aventador de palma. Pero era tal el bochorno que sólo conseguía sudar aún más.

“¿Se casaron?” “No, no se casaron”.

“No se casaron pero viven juntos” puntualizó Maroto que tenía una colilla apagada en la comisura de los labios.

“Claro” dijo la prima de Rufina, “necesitan una dispensa del arzobispo o del Papa” “Me parece que entre tío y sobrina no dan ese permiso”.

Maroto rió, tosió y escupió la colilla por encima de las ancas de la mula. La conversación que mantenían las mujeres le resultaba divertida.

Rufina enderezó con la pierna una de las cestas que, con el vaivén del carruaje, estaba resbalando y amenazaba con desparramar su contenido.

Relucía el pelaje de la bestia que, con la cabeza gacha, subía una cuesta.

“¿Todo el día se llevan dentro de la casa?”.

Los pasajeros de la calesa respiraban pausadamente, absorbiendo pequeñas cantidades de aire.

“Al anochecer, cuando refresca, salen a dar un paseo. Luego se sientan un rato en la terraza”.

La prima de Rufina, cansada de luchar contra el destino, dejó caer la mano con el improvisado abanico en su falda. Su curiosidad era comparable al calor reinante. Así que siguió indagando más detalles.

 

 

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2
A un lado del ataúd estaban don Zacarías Delgado, su esposa doña Rafaela Salzillo, sus hijos don Justino Delgado y doña Rafaela Delgado de Estébanez, estrenando viudez. Al otro lado de la caja de madera de nogal estaban doña Carmen Estébanez y doña Dolores Estébanez, hermanas solteras del finado. En cada esquina ardía un cirio.

La capilla ardiente estaba situada en el piso alto. Don Roberto subió la escalera y enfrentó el cuadro de dolientes.

Los de la derecha, o sea sus parientes, no bien lo avistaron, hubiesen querido lanzarse, de no existir las convenciones sociales y el decoro, sobre el recién llegado y exclamar: “¡Por fin!”.

Sólo doña Rafaela Delgado, con los ojos fijos en el cadáver, abstraída en sus pensamientos, permaneció ajena al visitante.

Don Roberto abrazó a su hermano y a su sobrino, afectados de un jubiloso temblor. Luego retuvo entre las suyas las manos de su cuñada que se esforzaba en componer máscaras trágicas con sus facciones. Pero su chispeante mirada delataba la naturaleza verdadera de sus sentimientos.

Cuando se acercó a su sobrina, esta sonrió. Ella mantenía la compostura en ese velatorio en el que se vertían lágrimas de diversos veneros.

Costeó al difunto por arriba. Una vez alcanzado el lado opuesto, repartió pésames y palabras de consuelo equitativamente entre doña Carmen y doña Dolores, que se cubrían la boca con un pañuelo de encaje.

Tras cumplir con este deber, don Roberto salió a la galería. En el patio con fuente de mármol y macetas de aspidistras y cintas, con una hiedra escalando uno de los arcos y enredándose en la barandilla, se habían congregado amigos y deudos.

En un silencio subrayado por el discreto chapoteo del chorrito de agua al caer en la taza rebosante y luego escapar por un tubito de plomo hacia el invisible sumidero, los presentes esperaban la solemne bajada del féretro.

3
Las últimas lluvias habían operado el deseado milagro. Los trigos habían adquirido un verdor intenso y se habían enderezado. La calesa pintada de amarillo, con la capota levantada, se detuvo en el extremo del camino. Un hombre bajó, abrió la cancela, montó de nuevo y arreó a la mula.

El carruaje circulaba ahora por la carretera, en dirección a Las Hilandarias. Los cascos de la bestia resonaban en el asfalto. El pueblo blanco se elevaba al fondo.

“Conque vamos a tener invitados”.

La mula marchaba al trote imprimiendo a la calesa vaivenes de cuna.

“Conque vamos a tener invitados”.

El sol horadó las nubes y sus rayos hirieron el mar de trigo que cabeceaba a impulsos de la brisa mañanera.

“Conque invitados”.

Rufina miró al hombre y dijo: “Pareces tonto, Maroto. ¿Cuántas veces vas a repetir eso?”.

 

 

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dsc_0001-2Este relato gira en torno de la familia Delgado, que constituye el núcleo del proceso de mitificación, así como de los mecanismos que se ponen en funcionamiento para crear personajes y situaciones arquetípicos.

El tiempo juega un papel primordial en el cincelado de una historia de esas características, siendo una de ellas precisamente que acaba escapando a la tiranía de Cronos, rompiendo el círculo en el que quedan atrapados los acontecimientos humanos y erigiéndose en un referente atemporal.

No obstante, los sucesos narrados tienen una fecha exacta, 1965, y tres lugares: Sevilla, el cortijo de don Roberto Delgado y, como telón de fondo y caja de resonancia, el pueblo de Las Hilandarias.

Por un lado están los actores principales: el tío, el padre, la madre, el hijo y la hija (o el tío, el hermano, la cuñada, el sobrino y la sobrina). Por otro lado el coro, encarnado en la cuadrilla de trabajadores, y el público, constituido por los habitantes del pueblo. Entremedias están los necesarios personajes secundarios que sirven de enlace.

Unos generan los hechos, otros los propagan. La hermenéutica y la tasación de los mismos se ponen en marcha desde el primer momento hasta su definitiva fijación e integración en el imaginario colectivo.

Don Roberto Delgado es un hombre maduro, discretamente feliz, al que la caza de la perdiz hará conocer insospechados momentos de plenitud. Su sobrina ha enviudado recientemente. Al resto de su familia, en situación económica comprometida, los planes no le han salido como pensaba.

El traslado de estos parientes en primer grado al cortijo marca el comienzo de ese tiempo fabuloso que culminará en la renovación del mito de la Ártemis griega o la Diana romana. El desencadenante concreto de esa actualización será el pájaro perdiz, tanto en su vertiente cinegética como culinaria, que se convierte en símbolo de este relato, y que es el catalizador de los sucesos que lo jalonan.

 

 

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25

Había acabado la carrera de economía y estaba trabajando en una correduría de seguros a la par que preparaba oposiciones a inspector de Hacienda. Había alquilado un piso junto con otros dos compañeros en Los Remedios, cerca de la academia donde iba dos tardes por semana.

Con mis primeros haberes me compré un Dyane 6 de ocasión. Nunca he estado tan atareado ni he derrochado tanta energía como entonces. Fue una época feliz o, como no tenía tiempo de pensar en nada, lo parecía. A Las Hilandarias iba de vez en cuando a ver a mis padres.

Bajo los soportales de la avenida República Argentina, en un encuentro casual con Cirilo Cortés, me enteré del internamiento de Jacinto.

Cirilo, que iba a visitar a un oftalmólogo, estaba más interesado en contarme sus penas que la recaída de nuestro amigo. Sólo de pasada hizo alusión a esta noticia.

Su aprensión y su egocentrismo lo incapacitaban para contar esa historia. La conversación no fue larga tampoco. Tuvo lugar a mediados de un noviembre desabrido. Ambos teníamos prisa, él por llegar a la consulta del médico, y yo a la academia.

Nos despedimos. A los pocos minutos aminoré la marcha y acabé parándome al lado de uno de los pilares.

Me quedé mirando el pavimento que estaba mojado. Era un día de chaparrones y de fuertes ráfagas de viento. La circulación era densa.

Jacinto llevaba ingresado dos semanas. Me puse a andar de nuevo a un ritmo normal, luego a grandes zancadas. Me dije que iba a llegar tarde.

 

 

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24

Estudiaba la carrera en Sevilla. A Las Hilandarias iba durante los periodos vacacionales y no todos los fines de semana. En mis visitas coincidía a veces con Jacinto. Como siempre, se mostraba retraído.

En su tercer año de conservatorio se hundió en una depresión y dejó los estudios, tanto los de música como los de derecho. Según su familia, estaba sobrecargado de trabajo. No aprecié síntomas de desgaste físico en Jacinto. No tenía aspecto de cansado ni mala cara.

De todos modos, mis encuentros con él eran ocasionales. Como todos opinaban, incluido el especialista, que su quebrantamiento se debía en buena medida al ritmo de trabajo, lo indujeron a renunciar a una de las dos carreras.

De hecho, abandonó las dos. Se recluyó y dejó pasar el tiempo. Él decía: “Ahora estoy quietecito contemplando el curso de las nubes”.

Durante ese periodo de confinamiento aprovechó “para no hacer nada”. Lo cual no era cierto, pues daba largos paseos, leía libros de orientalismo e incluso algunas tardes recalaba en el bar de Lerín.

La reclusión y el paso del tiempo no surtieron efecto a largo plazo. Aparentemente remontó ese bache. La familia atribuyó la recuperación al tratamiento de litio. Jacinto ni afirmaba ni negaba nada.

Se descargó del exceso de trabajo, optando por el derecho y prescindiendo de la música. De esta forma, todos contentos. Me aseguró que había hecho la mejor elección. Sus palabras sonaron impostadas.

Pensé que la vida de cualquiera era una urdimbre entre cuyos hilos se contaban las concesiones, las renuncias y las derrotas.

Perdió ese curso. Los meses de verano, al igual que los anteriores, transcurrieron entre caminatas por la mañana temprano, baños en la piscina y lecturas sobre religiones orientales.

Moreno, vareado y más culto, en septiembre todos le dieron el alta. A pesar de su buena imagen, el problema no estaba resuelto.

Jacinto adoptó una postura crítica que a menudo rozaba el sarcasmo. Su bien timbrada voz estaba contaminada de un retintín que no venía a cuento.

Cuando le dije que me alegraba de su restablecimiento, y aludí a su pinta de galán, una ingeniosidad espigada en un libro de aforismos orientales fue su respuesta.

En mi último encuentro con él me desgranó la historia del manantial cegado. Unos obreros lo obstruyeron matando el arroyo que nacía en él. El arroyo alimentaba una alberca. La alberca regaba un huerto. En el huerto crecían verduras y árboles frutales que se perdieron…Me pareció un cuento chino, pero lo escuché con seriedad.

 

 

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23

Jacinto Basterra y yo fuimos juntos a la escuela y al instituto. Vivíamos en la misma calle, él en el número veintisiete y yo en el diecisiete. Teníamos la misma edad. Salvo que hubiese surgido una incompatibilidad insalvable, estábamos destinados a ser amigos.

Había, sin embargo, en nuestra pandilla otros compañeros que me eran más afines. Mi gran amigo era Cirilo Cortés. En el otro extremo se hallaba Joselito. Jacinto ocupaba un lugar intermedio.

Pronto dio señales de ser especial. En Las Hilandarias este adjetivo no es un elogio. Jacinto era taciturno y tenía rachas de enclaustramiento. Si salía, presionado por su familia, se mostraba ausente, esquinado. Su comportamiento suscitaba comentarios burlones o compasivos.

Debido al hecho de que nunca me unía a esas reacciones de mofa o lástima, gozaba de su confianza. A veces se sinceraba conmigo.

Un día me hizo partícipe de su temor a que el corazón le dejase de funcionar. Sus latidos disminuían hasta hacerse imperceptibles. Y la angustia se apoderaba de él. El médico no dio importancia a ese síntoma que calificó de imaginario. Ni, en lógica consecuencia, ningún remedio. Pero Jacinto encontró uno por su cuenta.

Cuando advertía que el ritmo cardiaco se debilitaba, se llevaba la mano derecha al pecho y marcaba el compás. Así permanecía hasta que el corazón recuperaba su tono.

Jacinto estaba dotado para la música y tenía una hermosa voz de barítono en la que reparó don Juan, el párroco del pueblo.

Cuando el cura formó el coro de la iglesia, pensó en Jacinto y también en mí. Ambos engrosamos sus filas. No tardó en ponerse de relieve que mi amigo tenía excelentes cualidades y yo las tenía mermadas.

Don Juan, en quien no era descartable cierto grado de malignidad a pesar de su condición eclesiástica y de su fama de majo, cada dos por tres me mandaba callar en los ensayos. Los talentos mediocres no le interesaban. Prefería prescindir de ellos y ahorrarse el trabajo de su educación.

De Jacinto declaraba que era un gran descubrimiento. De su voz clara y vibrante quedaban prendados incluso los legos, cuanto más el párroco de Las Hilandarias.

Proclamaba también don Juan, hombre expansivo y parlanchín, que desaprovechar ese don era un acto de ingratitud, un delito.

 

 

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