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Don Justino golpeó la mesa con la fusta y dijo: “Estoy harto de perdices, ¡harto!”. Doña Rafaela madre, secundada por la hija de Maroto, las preparaba esta vez en salsa de almendras.
“Estoy harto de perdices y harto de cortijo” repitió don Justino. Su madre, espumadera en ristre, era la reencarnación de Palas Atenea en un lamentable estado de abatimiento. Parecía que estaba librando una batalla de incierto final.
“Vosotros podéis hacer lo que os plazca. Yo regreso a Sevilla mañana mismo”.
El benjamín de la familia tenía un carácter impetuoso, en ocasiones violento. Informó a su madre que el aire puro del campo lo asfixiaba, que la llaneza de la gente no era más que malicia e hipocresía, que se aburría soberanamente.
Doña Rafaela escuchaba las razones de su hijo mientras freía las perdices.
“Aparte de eso” prosiguió don Justino, “estamos en abril. La Semana Santa está a la vuelta de la esquina. Y detrás viene la Feria”.
Don Justino se puso un punto colérico al suministrar esos datos, como si alguien le impidiese partir y la cercanía de tales festejos volviese insoportable esa perspectiva.
“Además, además…”
Doña Rafaela madre dejó de remover la carne en la sartén y miró a su hijo.
“¡Estoy hasta la coronilla de comer perdices!”.
24
“En Las Hilandarias no se habla de otra cosa, prima”.
Rufina, sentada enfrente, se mantenía erguida no por una cuestión de dignidad sino porque la vaqueta de la capota se había calentado y su contacto quemaba.
“Arrea a la bestia, Maroto, que no vamos a llegar nunca” “El animal no puede” respondió sacudiendo las riendas sin que por ello la mula acelerase el paso.
Se licuaba el alquitrán de la carretera y reverberaban los rastrojos. La calima difuminaba el teso de las lomas.
La prima de Rufina, una mujer rolliza, transpiraba por la frente, las axilas y el pecho. También tenía húmedo el reborde del labio superior. Intentaba en vano provocar refrescantes corrientes de aire con un aventador de palma. Pero era tal el bochorno que sólo conseguía sudar aún más.
“¿Se casaron?” “No, no se casaron”.
“No se casaron pero viven juntos” puntualizó Maroto que tenía una colilla apagada en la comisura de los labios.
“Claro” dijo la prima de Rufina, “necesitan una dispensa del arzobispo o del Papa” “Me parece que entre tío y sobrina no dan ese permiso”.
Maroto rió, tosió y escupió la colilla por encima de las ancas de la mula. La conversación que mantenían las mujeres le resultaba divertida.
Rufina enderezó con la pierna una de las cestas que, con el vaivén del carruaje, estaba resbalando y amenazaba con desparramar su contenido.
Relucía el pelaje de la bestia que, con la cabeza gacha, subía una cuesta.
“¿Todo el día se llevan dentro de la casa?”.
Los pasajeros de la calesa respiraban pausadamente, absorbiendo pequeñas cantidades de aire.
“Al anochecer, cuando refresca, salen a dar un paseo. Luego se sientan un rato en la terraza”.
La prima de Rufina, cansada de luchar contra el destino, dejó caer la mano con el improvisado abanico en su falda. Su curiosidad era comparable al calor reinante. Así que siguió indagando más detalles.
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