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Posts Tagged ‘doña Rafaela hija’

Nota.-Por error omití este episodio que incorporo ahora al relato.
22
Los rayos solares incidían verticalmente en las espaldas de los peones agachados cuando estos contemplaron a la singular pareja cinegética de vuelta de esos montes prolíficos en perdices.

Una corriente eléctrica sacudió a la cuadrilla. Risitas apenas contenidas, comentarios maliciosos, alguna que otra procacidad ponían en un brete al capataz incapaz de mantener el orden. La osadía de los temporeros llegaba incluso a plantear ciertas cuestiones al pobre hombre que no sabía si hacer oídos sordos o pararles los pies, dudando de la eficacia de ambos expedientes.

Normalmente optaba por aguantar mecha, consciente de que el revuelo duraba tanto tiempo como el invertido por tío y sobrina en desaparecer de escena.

Pero esa mañana el azoramiento del manigero alcanzó cotas extremas. Don Zacarías, tocado con un jipijapa y empuñando un bastón de bambú, les hacía compañía.

Hablaba don Zacarías de la guerra de África cuando el manigero divisó más allá del río a don Roberto y a doña Rafaela hija.

Como, aparte del rendimiento laboral, tendía también a responsabilizarse del correcto comportamiento del grupo, no podía permitir que la dignidad del amo sufriese menoscabo ni su persona fuese blanco de burlas.

Discurseaba don Zacarías sobre la suciedad de las cabilas rifeñas, las cuales, según el cronista, desconocían las purificadoras propiedades del agua.

Pero era en lo referente a la camaradería donde se explayaba el ex combatiente de la guerra de África. Sentimental como era, otorgaba una importancia capital a las relaciones de esa índole.

No había cosa que lo emocionara más que el recuerdo de un acto heroico, de un gesto de abnegación o de una barbaridad en una noche de borrachera.

El atormentado manigero tenía el oído en el tajo y los ojos en la vereda por la que, triunfales, avanzaban doña Rafaela hija y don Roberto. El segundo con el reclamo a la espalda y la escopeta abierta apoyada en el brazo. La primera con las aves colgando de la correa de su pantalón.

Iban pisando fuerte, ajenos a la cuadrilla que entresacaba girasoles. La partida de caza había sido especialmente afortunada.

Doña Rafaela hija, en posesión de los secretos del aguardo de la perdiz, distaba de ser la neófita que ante cualquier cosa se pasmaba. Era ya una entendida. De profana en la materia había pasado a ser una sagaz descifradora de signos, sabiduría que no sólo aplicaba al acecho y cobranza del pájaro.

Había aprendido a disparar mientras don Roberto la sujetaba para amortiguar el impacto de la detonación. Había aprendido a meter la cabeza por entre los brazos de su tío para mirar a través de la tronera mientras escuchaba sus explicaciones.

El puesto se transformó en templo donde ella, vestal exenta de voto, cuidaba celosamente del fuego sagrado.

Puesto-templo-tálamo que confundía a la pizpireta perdiz, la cual ya dejaba de cantar y aplicaba el oído, ya aplicaba el oído y luego se ponía a cantar con inusitado furor.

 

 

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20
Los miembros de la familia estaban sentados alrededor de la mesa, deshaciendo la servilleta, retocando la posición de los cubiertos, hablando trivialidades, disimulando en suma su deseo de hincar el diente a las aves de la discordia, cuya carne no era menos apetitosa por ser la causa de la tirantez reinante y de la quemadura de la cocinera.

A pesar del infortunado accidente y de su enojo, doña Rafaela madre no quiso privarse del placer de llevar ella misma la fuente donde reposaban las perdices en un lecho de arroz. En otras circunstancias habría explicado cómo los granos blancos absorbían golosamente las sustancias nutritivas convirtiéndose en “boccato di cardinale”.

Pero ya había condescendido demasiado, por su propio gusto naturalmente, por ver las caras de felicidad de los comensales, por coronar su trabajo.

En esta ceremonia solemne, como portadora del magnificente y profano ostensorio, doña Rafaela madre dispuso que un acólito debía precederla y anunciar la buena nueva.

La hija de Maroto, sobre quien recayó esa responsabilidad, nerviosa no tanto por su cometido, que sólo consistía en entrar en el comedor con una ensalada de lechuga y tomate, como por las sucesivas regañinas con que la habían abrumado, trocó, a pesar suyo, en razón de inesperado traspié, su papel de angélica mensajera por el de niña de primera comunión con una canastilla de pétalos de flores que esparció de golpe y porrazo.

Doña Rafaela madre, en una notable labor de transformista, se deshizo de sus atributos eclesiásticos en un santiamén invistiéndose con los correspondientes a un sargento de caballería.

En su ofuscación, en lugar de en el centro, colocó la fuente en una esquina de la mesa y se puso a soltar una filípica a la acongojada muchacha. Entretanto, pasando de mano en mano, el recipiente de barro vidriado inició un recorrido en el que iba perdiendo peso paulatinamente.

“No te enfades, mujer” dijo don Zacarías. Y a la criada: “Recoge todo eso”. Y como colofón: “Más se perdió en Cuba”.

Don Roberto dijo a su cuñada: “Anda, siéntate. No demos a este incidente más importancia de la que tiene”.

Doña Rafaela madre obedeció y, ante el asombro de todos, empezó a explicar una extraña receta en la que se combinaban las plumas de perdiz y las hortalizas del jardín con pérgola y merendero.

Seguía perorando cuando le acercaron la fuente. La hija de Maroto había cesado de llorar pero hipaba y sorbía mientras arreglaba el desaguisado.

Don Justino, don Zacarías, don Roberto y doña Rafaela hija comían con apetito.

Doña Rafaela madre, que daba fin a su discurso gongorino, lo cortó en seco, como si la reluciente hoja de una guillotina lo hubiese descabezado.

Todos pararon de masticar. Incluso la apurada muchacha contuvo el hipo y los mocos.

“¿Esto habéis dejado?” dijo al cabo de unos penosos instantes doña Rafaela madre.

 

 

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15
Doña Rafaela hija trató de incorporarse pero, al tener entumecida una pierna, perdió el equilibrio y cayó sobre su tío. Don Roberto, al recibir el peso del cuerpo de su sobrina sobre el suyo, sintió cómo se reavivaba la llamita qua ardía en su interior.

“¿Qué te pasa?” “Se me ha dormido una pierna” explicó doña Rafaela hija en un susurro motivado no tanto por las condiciones que rodeaban el aguardo de la perdiz como por la turbación suscitada por el roce.

Ligeramente arrebolada, la sobrina se apartó del tío y se recostó en el fondo de la covacha.

La graciosa hembrita parecía haber enloquecido. De nuevo desgranaba las notas de una romanza, pero con más brío que la primera vez.

Un segundo macho, apresado en la red sonora y atraído a la falaz hornacina, fue muerto por el certero disparo del cazador.

La perdiz miraba estupefacta a su ensangrentado pretendiente. Observaba al infortunado galán sin comprender nada y, apiadándose de él, emitió un canto fúnebre.

Un tercer macho entabló diálogo con la hembra, ignorante de lo que el destino, en apariencia halagüeño, le tenía reservado. Una lluvia de plomo, cuando ya creía rendida a su pareja, se abatió sobre él poniendo punto final a sus ilusiones.

Y una tercera vez el ídolo letal que albergaba el templete, puso ojos de lechuza y cantó el gorigori.

16
El reclamo seguía gorjeando con tenacidad, vociferando incluso al comprobar que nadie reparaba en sus fogosos trinos.

A pesar de que ningún macho recogía el mensaje de la perdiz enjaulada, esta no desfallecía.

“¿Estás cansada?” “Un poco” “¿Tienes hambre?” “Sí”.

Sólo venían pertrechados de una cantimplora forrada de fieltro verde que colgaba de la correa de don Roberto.

“Por hoy ya está bien” dijo y empezó a hacer ruido dentro del puesto para advertir al reclamo de que no estaba solo. El pájaro calló de inmediato.

17
A mediodía deshicieron el camino que habían hecho por la mañana temprano. Iba doña Rafaela hija encandilada por la luz del sol, feliz de estirar las piernas.

Iba don Roberto ufano, con las cinco piezas cobradas y ensartadas en ganchos golpeándole en el muslo al andar, y con la jaula enfundada a la espalda.

Cerca del cortijo fueron avistados por una cuadrilla de peones que entresacaba girasoles. Los hombres, doblados sobre los liños, se enderezaron y se quedaron mirando.

De lejos, don Roberto, siempre cortés, saludó con la mano al manijero y a los trabajadores. Las cabezas de estos giraban al compás de la marcha de tío y sobrina. Fue necesario que el manijero llamara al orden para que los peones se inclinaran y continuaran la faena.

 

 

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13
Las encinas y los fresnos se delineaban con nitidez. El frío de la amanecida mordía los pies y las manos de doña Rafaela hija que respetaba religiosamente el silencio impuesto. Un rayo de sol iluminó el claro. La perdiz, gozosa, gorjeó algunas notas.

Don Roberto, vigilante, hizo señas a su sobrina de que se acercase al hueco por donde asomaba el cañón del arma.

Doña Rafaela, a gatas, fue hasta la tronera y miró.

Del gracioso templete semejante al que los romanos consagraban al dios Término, salía el chorro sonoro de una jubilosa cantada.

La quietud majestuosa de los árboles, la pureza de la alborada, la chanzoneta del pájaro, las embestidas del frío mañanero eran los signos de un lenguaje que doña Rafaela hija desconocía.

“Estás temblando” dijo don Roberto estrechándola y frotando con su mano la espalda de su sobrina para conjurar los tiritones.

Los rayos de sol, remontando las copas de las frondosas encinas, inundaron de luz el claro. La perdiz, loca de alegría, entonó una romanza.

14
Doña Rafaela hija no era ya una hoja en la punta de una rama azotada por el viento. No obstante, siguió pegada a su tío.

El reclamo no cesaba de cantar. Ora se quejaba dulcemente, ora prometía caricias, ora se enrabietaba por no obtener respuesta.

Un macho que picoteaba una algarroba, levantó la cabeza y prestó atención. E inmediatamente se puso a gorjear. La hembra enjaulada calló y escuchó complacida la larga tirada de notas que emitió su congénere.

El cuerpo de don Roberto se tensó. Retiró el brazo de los hombros de su sobrina y cogió la escopeta. Sus sentidos se aguzaron.

Doña Rafaela hija, inconscientemente, aminoró su ritmo respiratorio, adoptando una actitud de recogimiento.

El amoroso diálogo adquirió un furioso crescendo. Cuanto más se acercaba el macho, más se revolvía, presa de incontenible nerviosismo, la hembra en su cárcel, aunque no por ello dejaba sin respuesta las cantadas del que, desde un principio, estaba condenado a no aparearse con ella.

Cuanto más se acercaba el macho, mayor era la concentración de don Roberto a quien, si bien no entendía trino por trino el diálogo de los pájaros, el significado en conjunto de su inflamado lenguaje no se le escapaba.

Doña Rafaela hija no se atrevía siquiera a cambiar de postura, pese a que la pierna derecha le hormigueaba.

Una horrísona perdigonada agujereó el silencio.

El eco del disparó se alejó como un gato escaldado.

La hembra, con ojos redondos de asombro, permaneció inmóvil.

El macho yacía en la hierba.

El cazador esperaba intrigado la reacción del reclamo.

La perdiz, asomando la cabeza por entre los alambres, entonó un gorigori.

 

 

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11
Faltaba media hora para que amaneciera cuando Juan Riego, apartando la sábana y la manta, se levantó, se vistió y salió al patio.

Un impresionante mastín vino a su encuentro, interceptándole el paso y, zalamero, lamiéndole las manos.

Juan Riego fue al cobertizo de las perdices y cogió la jaula de la hembrita retozona que don Roberto había mostrado a su sobrina el día anterior. El pájaro estaba adormilado.

Enfundó la jaula y regresó con el reclamo que dejó en el banco de piedra donde su mujer solía sentarse cuando no tenía nada que hacer. Luego encendió un cigarrillo mientras esperaba a don Roberto.

Una sombra atravesó la terraza cubierta de parte a parte por una parra de grandes pámpanos, bajó los dos escalones y se dirigió a lo que para ella sería otra sombra surcada por una punta de fuego.

Juan Riego se distrajo un momento y, al fijar la vista de nuevo en la silueta que avanzaba hacia él con paso decidido, se percató de que otra repetía las mismas operaciones que la primera.

El desconcierto se pintó en el rostro del guarda que no lograba encajar la tercera pieza de ese inesperado puzle.

Con voz pausada, sin alterar su tono habitual, preguntó: “¿Su sobrino viene también?” “¿Mi sobrino?”.

Antes de que don Roberto despejara la incógnita, esta se resolvió sola con la presencia de doña Rafaela hija, que no había olvidado la sugerencia de su tío, como a este parecía haberle ocurrido.

12
El improvisado jorobado, el amo y la neófita se pusieron en marcha. Dejando atrás el cortijo, tomaron por una vereda que llevaba al río. Saltando de piedra en piedra salvaron la corriente y alcanzaron la otra orilla, donde, como un modesto Guadiana de tierra, reaparecía el camino.

A un lado se extendía un bosque de aromáticos eucaliptos, al otro lado el campo ralo. El singular grupo avanzaba a buen paso. Más arriba la vereda se bifurcaba. Cogieron el ramal de la derecha que se internaba en el monte.

El estrecho camino se pobló de vueltas y revueltas, subidas y bajadas, como la pista de una montaña rusa.

Vadearon un arroyo e hicieron alto en un mullido prado. Los dos hombres se orientaron e intercambiaron esotéricas apreciaciones acerca del terreno y los vientos.

Continuaron por el blando piso remontando el curso de agua que quedaba a la derecha. Juan Riego, experto en anfractuosidades serranas, iba en cabeza. Escalaron una pared caliza, recorrieron una pequeña meseta y descendieron por la otra ladera que era más alta pero menos empinada.

Anduvieron unos cincuenta metros en paralelo a la vertiente cada vez más alta hasta llegar a un punto en que sobresalían una visera en lo alto y un muñón en lo bajo. Habían llegado.

Doña Rafaela hija, por primera vez en su vida, asistió a una ceremonia de impenetrable significado. Los celosos sacerdotes de tan misterioso ritual se aplicaban a cortar jara y lentisco, a estudiar el terreno, a entrar silenciosa y devotamente en lo que no podía ser más que una capilla de reducidas proporciones adosada al muro de piedra, una capilla donde, con toda seguridad, se rendiría culto a una divinidad pagana.

La reciente viuda consideró también la posibilidad de que se tratase de un innoble escondrijo para espiar a las hamadríadas de las encinas y a las ninfas del riachuelo.

Se sobresaltó doña Rafaela cuando su tío le pidió que entrase en el puesto, que otra cosa no era esa cavidad natural, y guardase silencio.

Juan Riego se alejó unos metros y colocó la jaula desenfundada, asegurándola con las correas que habían servido para transportarla en sus espaldas, sobre una piedra que camufló con las ramas cortadas, así como también la mitad posterior de la jaula, quedando al descubierto la que daba a lo que primero fue minúscula capilla y alevoso escondrijo para convertirse finalmente en puesto de caza del pájaro perdiz.

Como contrapartida, lo que primero fue jaula se trocó en hornacina.

Una vez realizados los preparativos, Juan Riego se despidió con la mano. Don Roberto correspondió a su saludo de la misma manera. Después entró en el tiradero donde su sobrina se había acurrucado en un rincón.

Don Roberto sacó la escopeta por la tronera y esperó a que el reclamo empezase a cantar.

 

 

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10
En el salón el fantasma del letrado campaba por sus respetos y se complacía en apretar el cuello a su viuda, a la que a veces faltaba el aire, y en hacer segregar enormes cantidades de bilis a su ayudante y cuñado.

La noche encerraba en su seno sapos y culebras que el espirituoso escanciado por don Roberto iba a liberar por la boca del pálido don Justino.

El ofuscado joven, desde la ménsula de la chimenea, describía lentos movimientos de traslación alrededor de padre, tío y hermana. Hacía escala en el espaldar del sillón ocupado por don Zacarías y continuaba hasta la consola, donde volvía a detenerse y levantaba la tapa de uno de los velones dejando al descubierto el vaso vacío. Luego, con un gesto de cansancio, la soltaba y se quedaba mirando el velón de asa afiligranada y mechas secas.

Su actitud era similar a la que el viejo abogado adoptaba con él cuando, al leer un contrato de compraventa, se saltaba una línea o trastocaba los nombres de las partes.

Al completar su tercera órbita, estalló la rabia de don Justino.

“¡Sacar a relucir en su testamento no sólo a sus hermanas solteras sino también a una hija que tuvo con una criada! ¡Cuartear sus riquezas de forma que ni sus hermanas ni la bastarda ni nosotros recibamos una cantidad decente que nos resarza de tantas humillaciones! ¡Enredar sus disposiciones de tal modo que, mientras se reconocen los derechos de su hija y se da cumplimiento a sus últimos deseos, algunos de nosotros estaremos haciéndole compañía en el infierno! ¡Cabronazo!”

El furibundo don Justino, con su siniestra mano apoyada en la repisa de la chimenea, junto a la indiferente bailarina, al adjudicar ese rotundo tratamiento al finado, no contó con la reacción de la viuda de don Esteban Estébanez, presidente del Real e Ilustre Colegio de Abogados de Sevilla y Hermano Mayor de la Hermandad de la Hiniesta.

Doña Rafaela hija, desencajada, antes que rebatir el juicio de su hermano, vana empresa por lo demás, prefirió abandonar la reunión.

También don Zacarías se levantó y dio unas buenas noches que rebotaron en el tenso ambiente. Ni su hijo ni su hermano respondieron, uno porque piafaba como un caballo, otro porque, testigo de las miserias de su familia, estaba abstraído en sus cavilaciones.

También ellos dos, al cabo de unos minutos, se fueron, primero don Justino y a continuación, tras apagar la lámpara, don Roberto.

Poco a poco los objetos y los muebles del salón recuperaron su identidad perdida durante la acalorada sobremesa. El espectro de don Esteban volvió al reino de Plutón. Los violentos humores se disolvieron en la oscuridad.

Sólo las copas de coñac y la bailarina de porcelana, que conservaban las huellas dactilares de los intrusos, seguían afectadas por el turbión de las humanas emociones. Pero ya ni la bailarina resultaba odiosa ni los velones constituían un símbolo de la inutilidad.

 

 

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9
Por la noche se reunían y hablaban en el salón. Don Zacarías hurgaba en el pasado y desempolvaba recuerdos de malas gestiones, de falsos amigos, de ilusiones varadas. O como resumía brutalmente doña Rafaela madre: “Recuerdos de fracasos”.

Don Zacarías era un fracasado. Había dilapidado su patrimonio. Ningún negocio le había reportado beneficios. Sus socios le habían salido ranas. Pero nada de eso era óbice para que él fuera un hombre alegre y comunicativo.

Por lo demás, ir de derrota en derrota le había proporcionado una sabiduría que, aun siendo inútil a efectos prácticos, le permitía calibrar con exactitud las ventajas e inconvenientes de cualquier empresa humana. Sus juicios estaban cargados de razón. Sus apreciaciones podían pasar por las de un perito.

Tampoco se podía afirmar tajantemente que ese saber no le sirviese para nada. El hecho de vivir del cuento demostraba lo contrario.

Cuando don Zacarías, copa de coñac en mano, evocaba al amigo que emigró a América (“Justamente lo que yo tenía que haber hecho”) o la fábrica de mantecados que quebró, un olor a libros de hojas amarillas y a diplomas de letras góticas atufaba a doña Rafaela madre.

Ella, indefectiblemente, coronaba la intervención de su marido con un comentario mordaz.

“No te veo con un sombrero de palma plantando mandiocas”.

“El dinero se le fue en comprar manteca rancia y ajonjolí”.

A veces, exponiéndose a la fulminante mirada materna, doña Rafaela hija indagaba las causas por las que un negocio se había ido a pique.

“¿Por qué va a ser? Por lo que se malogran las cosas” respondía don Zacarías calentando la copa de coñac entre las manos y haciendo oídos sordos a las pullas que le lanzaba su mujer.

Don Justino, de pie, escuchaba y jugueteaba con un bibelot que había cogido de la repisa de la chimenea. Sus blancos y finos dedos de covachuelista acariciaban distraídamente la pulida superficie de una bailarina que anudaba alrededor de su tobillo los lazos de la zapatilla.

“La fábrica de mantecados era un proyecto que merecía haber tenido éxito” dictaminó doña Rafaela hija. “Es lo que yo digo: las cosas salen bien o mal. Esa salió mal” concluyó su padre.

“Y mientras, yo me pudro en un sórdido bufete” declaró don Justino colocando la figurita de porcelana junto a las otras.

Luego puso su aristocrática mano de azuladas venas junto a la relamida bailarina y se habría dicho que otra pieza acababa de enriquecer la colección.

“No es para tanto” replicó doña Rafaela madre, “ser pasante de un abogado de renombre es condición indispensable para hacerse con el oficio”.

Sobre la pared del fondo, en gigantesco y deformante escorzo, se dibujaban los brazos de la araña de cristal que colgaba del techo.

A medida que el espectro del difunto marido de doña Rafaela hija, que otro no era el abogado de renombre, se posesionaba de los reunidos, los objetos cobraban más autonomía, reclamando la atención de los miembros de la familia.

“El viejo zorro” masculló don Zacarías mirando fijamente la sombra alargada y monstruosa que un velón sobredorado de cuatro picos proyectaba.

“El viejo zorro” repitió don Justino vomitando las palabras.

Doña Rafaela madre, de haber tenido un abanico, habría removido enérgicamente el aire para ahuyentar los poderes sobrenaturales del jurista muerto.

Doña Rafaela hija se había ensombrecido y envarado.

Don Roberto cogió la botella de coñac y sirvió otra copa.

Doña Rafaela madre se levantó y dijo: “Me voy a la cama”.

Subiendo la escalera, se acordó de los sacrílegos tomates y se prometió que al día siguiente hablaría con su cuñado de ese “jardinicidio”. Pero eso sería mañana, cuando la claridad diurna hubiese disuelto el ectoplasma del maquiavélico abogado de chupadas mejillas, consumado artífice de testamentos repletos de cláusulas sine qua non.

 

 

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7
Por detrás de la casa se extendía el descuidado jardín con pérgola y merendero que descendía hasta la orilla del río.

Interpretado por los trabajadores del cortijo como la extravagancia de una antepasada de los Delgado, el jardín era un lugar común en la conversación de los descendientes de esa señora.

Historias peregrinas tenían como escenario ese melancólico espacio en el que los macizos de lirios eran pisoteados por los perros, y los naranjos y los melocotoneros eran expoliados por los jornaleros, a los que Rufina había sorprendido numerosas veces haciendo fructíferas incursiones sin que sus gritos y amenazas bastaran para ahuyentar a esos rateros que no se iban hasta haber llenado sus alforjas.

Don Roberto vivía de espaldas al jardín. Ni las puntuales informaciones de Rufina sobre hurtos y tropelías, ni las cariñosas reprimendas de su cuñada habían logrado hacerle reaccionar.

Las informaciones y las reprimendas, a lo sumo, lo llevaban a tomar medidas provisionales que olvidaba pronto.

Pero esa primavera doña Rafaela madre hizo un descubrimiento que le heló la sangre en las venas. En un rincón habían plantado lechugas, cebollas, pimientos, tomates…

“¡Tú has visto!” exclamó con los ojos como platos.

Al no obtener respuesta de su hija que la acompañaba, repitió: “¡Tú has visto!”.

Espantada por la magnitud del atropello, mientras paseaba la mirada por los bien delineados canteros, añadió: “Es increíble”.

Apuntando con el dedo a unas matas de color verde pálido preguntó: “¿Y eso qué es?” “Parecen habas”.

“¿Habas?” dijo doña Rafaela madre cuyo asombro rayaba en la estupefacción.

8
Doña Rafaela hija fue al encuentro de su tío que, con los brazos cruzados y una pierna adelantada, parecía posar para un invisible retratista. En realidad sólo observaba atentamente las perdices que alambreaban y se removían inquietas en las jaulas.

“¿Qué les pasa?” “La primavera” “¿La primavera?” “Están en celo”.

Su simpleza la hizo sonreír. Y dijo: “No me gustan esos pájaros gordos y petulantes”.

Las perdices picoteaban los barrotes, sacaban la cabeza y la volvían a meter.

“A tus padres, por el contrario, les encantan” “Con arroz” “Por supuesto”.

La pictórica imagen de don Roberto correspondía a la de un hombre maduro, sin estrecheces financieras, discretamente feliz, con un gran caudal de energía que encauzaba a través de la caza.

En ese lienzo ficticio se veía al personaje de perfil, contemplando a una perdiz que asomaba la cabeza por entre los barrotes de una jaula pintada de verde. En verdad no la contemplaba sino que la traspasaba con una mirada que se apropiaba del ave de ceniciento plumaje e iba más allá.

“¿Ves esa hembrita retozona? La tercera por la derecha. Mañana saldrá por primera vez. ¿Te gustaría verla actuar en el monte?”.

 

 

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6
Doña Rafaela madre, sesentona, parlanchina, enredadora, propulsada por un juego de atracciones y rechazos del que ignoraba la clave, tenía, al decir de su marido, una cualidad encomiable: era una magnífica cocinera.

Una vez más, a la hora del almuerzo, todos los miembros de la familia tuvieron la ocasión de corroborar ese juicio.

“Deliciosa” declaró don Zacarías, “la comida ha sido deliciosa. ¿No es así, Roberto?” “Deliciosa, en verdad”.

Doña Rafaela madre, que tenía una idea fija desde que decidieron pasar una temporada en el cortijo, creyó llegado el momento de hacer una alusión.

“Exageráis. Además ya sabéis que mi especialidad son las perdices asadas, las perdices con arroz, las perdices rellenas de pasas…” “La sopa de perdices” añadió don Justino.

Doña Rafaela hija, absorta en la contemplación de las rosas que sobresalían graciosamente inclinadas de un jarrón de porcelana de Limoges decorado con motivos de un cuadro de Watteau, volvió a la realidad y esbozó una sonrisa.

Don Roberto, que conocía de antiguo a su cuñada y sabía por dónde iban los tiros, explicó: “Ahora no es la época de caza de la perdiz…”.

Prosiguió diciendo que los pájaros estaban acollarados. La hembra había realizado la puesta de huevos. En el caso de salir sería necesario utilizar contrariamente a lo habitual un reclamo hembra, habida cuenta de que los machos se hallaban todavía en celo.

“Eso sin contar a los viudos” “¿A los viudos?” “A los que no han conseguido aparearse se les llama así” aclaró don Roberto.

Y agregó: “Pero de esa forma la caza se va a convertir en una masacre. Se elimina, además, la parte más interesante que es, como todo buen aficionado sabe, el combate entre el macho libre y el macho enjaulado.

“El primero se pone furioso con la llegada del segundo. Aunque esté entre rejas, lo considera un intruso al que hay que expulsar en el acto y sin contemplaciones de su territorio. Y se jugará el pellejo para dejar bien sentado quién es el usufructuario absoluto de esa parcela de monte. Es un espectáculo digno de ver”.

“¡Ah!” exclamó doña Rafaela madre. “Pero bueno, por una vez…” concedió don Roberto.

El rostro de la mujer se iluminó. Volvió luego la cabeza hacia la hija de Maroto que quitaba la mesa en ese momento, y dijo: “Esta chica es un encanto”.

 

 

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4
A media tarde empezó a lloviznar. Rufina, en el umbral, bebía a sorbitos el café humeante.

Había aireado las habitaciones de la casa principal, pasado una bayeta por los muebles y mirado las cornamentas de los ciervos, de algunas de las cuales colgaban fustas. Había estirado la colcha de seda roja de la cama con baldaquino, recorrido con un plumero los cuadros que representaban escenas cinegéticas, observando críticamente uno donde un fiero jabato era acosado por los perros. Tampoco le gustaba otro en que un cazador, escopeta en ristre, apuntaba a la espesura donde se adivinaba la presa.

Lo había dejado todo limpio y en orden.

Rufina saboreaba el café mientras veía cubrirse de gotitas de agua los geranios que adornaban el brocal y la base del pozo. La atmósfera estaba fragante.

“¿Arreglaste ya eso?” Rufina asintió y entró en la casa seguida de Juan Riego que calzaba botas con tachuelas y vestía pantalones, chaqueta y chaleco de pana, camisa sin cuello y gorra de paño.

El hombre acababa de cambiar el agua de los bebederos de las jaulas de las perdices y de colocar una hoja de lechuga entre los barrotes. Los machos piñoneaban.

Rufina puso a su marido un vaso de café en la mesa y luego, con el suyo en la mano, se situó de nuevo en el umbral.

5
El Mercedes bordeó el pozo y frenó frente a la puerta principal. Primero bajó don Roberto, que saludó con la mano a la casera, luego don Zacarías, doña Rafaela madre, doña Rafaela hija y don Justino que, secundado por sus progenitores, hiló las trivialidades de rigor sobre las excelencias de la vida campestre.

Rufina se acercó, dio los buenos días y entregó a don Roberto la llave de la casa que ella guardaba durante las cortas ausencias del dueño. Cuando se hubo ido, doña Rafaela madre masculló: “Esta mujer tan seca nunca me ha gustado”.

Los Delgado retozaron en el patio, sorprendidos de la amarillez del albero que lo cubría, cegados por la blancura de las paredes encaladas, borrachos de la claridad y la frescura matutinas.

Esos rincones familiares les producían siempre la misma admiración. Rincones familiares en cuanto conocidos y en cuanto patrimonio común aunque actualmente fuese don Roberto, el menor de los dos hermanos pero el más centrado, el propietario del cortijo.

 

 

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