Nota.-Por error omití este episodio que incorporo ahora al relato.
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Los rayos solares incidían verticalmente en las espaldas de los peones agachados cuando estos contemplaron a la singular pareja cinegética de vuelta de esos montes prolíficos en perdices.
Una corriente eléctrica sacudió a la cuadrilla. Risitas apenas contenidas, comentarios maliciosos, alguna que otra procacidad ponían en un brete al capataz incapaz de mantener el orden. La osadía de los temporeros llegaba incluso a plantear ciertas cuestiones al pobre hombre que no sabía si hacer oídos sordos o pararles los pies, dudando de la eficacia de ambos expedientes.
Normalmente optaba por aguantar mecha, consciente de que el revuelo duraba tanto tiempo como el invertido por tío y sobrina en desaparecer de escena.
Pero esa mañana el azoramiento del manigero alcanzó cotas extremas. Don Zacarías, tocado con un jipijapa y empuñando un bastón de bambú, les hacía compañía.
Hablaba don Zacarías de la guerra de África cuando el manigero divisó más allá del río a don Roberto y a doña Rafaela hija.
Como, aparte del rendimiento laboral, tendía también a responsabilizarse del correcto comportamiento del grupo, no podía permitir que la dignidad del amo sufriese menoscabo ni su persona fuese blanco de burlas.
Discurseaba don Zacarías sobre la suciedad de las cabilas rifeñas, las cuales, según el cronista, desconocían las purificadoras propiedades del agua.
Pero era en lo referente a la camaradería donde se explayaba el ex combatiente de la guerra de África. Sentimental como era, otorgaba una importancia capital a las relaciones de esa índole.
No había cosa que lo emocionara más que el recuerdo de un acto heroico, de un gesto de abnegación o de una barbaridad en una noche de borrachera.
El atormentado manigero tenía el oído en el tajo y los ojos en la vereda por la que, triunfales, avanzaban doña Rafaela hija y don Roberto. El segundo con el reclamo a la espalda y la escopeta abierta apoyada en el brazo. La primera con las aves colgando de la correa de su pantalón.
Iban pisando fuerte, ajenos a la cuadrilla que entresacaba girasoles. La partida de caza había sido especialmente afortunada.
Doña Rafaela hija, en posesión de los secretos del aguardo de la perdiz, distaba de ser la neófita que ante cualquier cosa se pasmaba. Era ya una entendida. De profana en la materia había pasado a ser una sagaz descifradora de signos, sabiduría que no sólo aplicaba al acecho y cobranza del pájaro.
Había aprendido a disparar mientras don Roberto la sujetaba para amortiguar el impacto de la detonación. Había aprendido a meter la cabeza por entre los brazos de su tío para mirar a través de la tronera mientras escuchaba sus explicaciones.
El puesto se transformó en templo donde ella, vestal exenta de voto, cuidaba celosamente del fuego sagrado.
Puesto-templo-tálamo que confundía a la pizpireta perdiz, la cual ya dejaba de cantar y aplicaba el oído, ya aplicaba el oído y luego se ponía a cantar con inusitado furor.
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Pues créeme que había echado en falta algo, Antonio, pero al ser semanales, vas leyendo según abres y tienes la sensación de estar continuando con lo anterior, aparte de que las escenas en sí no te dejan en un suspense tenso, al contrario, son casi como cuadros que en sí mismos ya tienen su propio paisaje. Como lectura para un blog, creo que eso es interesanre. Gracias Antonio, como siempre, y un abrazo.
Queda sólo el epílogo que publicaré el lunes próximo. A la vista de que estaba al final recordé que había un episodio en el que se explicitaba más la relación entre tío y sobrina, y en el que aparecía don Zacarías contando sus historias de África. Miré en el original y comprobé que, en efecto, me había saltado un segmento del relato. Aunque fuera de su sitio, ya está subsanado el error.
Tu olfato literario había detectado que algo no encajaba, una cierta precipitación o demasiada elipsis, como si fuera el lector quien tuviera que hacer una buena parte del trabajo.
Los episodios de este relato, en efecto, están concebidos como entidades autónomas, como cuadros con su propio paisaje. Cuando se escribe, creo, siempre es así. Cada página está conectada a las anteriores y a las posteriores, pero es también un fin en sí misma. Un abrazo.