I
Le pusieron Esdras en memoria del escriba. También pensaron en llamarlo Malkiel. Él hubiese preferido este segundo nombre. Nunca le gustó escribir.
Aprendió las letras porque eran necesarias para su oficio. Un mercader tiene que dejar constancia de las transacciones y llevar las cuentas escrupulosamente. Y esto debe saber hacerlo no sólo en su propia lengua sino también en la de aquellos países con los que comercia.
Esdras no recibió ayuda de nadie. Todo lo consiguió con su trabajo. Esa era su impresión. Siempre tuvo que luchar y afrontar situaciones difíciles. Nunca sintió la tentación de lamentarse. Las cosas son como son y él las aceptaba así.
Compraba maderas de color rojizo o amarillento que se utilizaban en la construcción de templos y palacios, maderas impregnadas de resinas cuyo aroma se subía a la cabeza y embriagaba como una copa de buen vino. Y aceites perfumados de ciprés y de nardo. Y barnices.
Como cualquier mercader que se preciase, proveía de incienso y mirra a los sacerdotes, a los del Templo y a otros, pues, si pagaban el precio requerido, no veía razón alguna para negarse a vender.
Había recorrido los países ribereños, desde Grecia a Egipto, así como los del interior, en busca de nuevos productos. Podía afirmar que conocía todo el mundo civilizado. Sus viajes le habían enseñado a ser modesto. La Tierra era tan vasta que siempre había un floreciente emporio, una lejana ciudad, un exótico reino por descubrir.
En gran parte su vida había transcurrido en desiertos y páramos. La arena y los pedregales habían sido sus compañeros durante interminables días de marcha. En esos lugares, en los que la calima disuelve las formas, había sufrido espejismos a causa del cansancio.
Incluso montado en un camello, cuyos vaivenes algunos comparaban a las mecidas de una cuna, nadie se libraba del desgaste físico de una travesía que duraba meses, incluso años.
Había llegado a los límites de la extenuación, se había preguntado por qué se aventuraba a tantos peligros, por qué no cambiaba de profesión, por qué no se hacía sedentario como tantos parientes y amigos.
Esas preguntas se las había hecho en mitad de yermos castigados por un sol que abrasaba los pulmones, en mitad de eriales infestados de escorpiones que atacaban a las cabalgaduras.
Pero Esdras era un hombre fuerte. Un hombre que había sido capaz de superar esos trances así como el desaliento y las dudas. Un hombre que había ido y vuelto innumerables veces, consciente de que la desolación acecha y asalta de improviso al viajero.
Había aprendido a convivir con ella, no permitiendo que tuviese sobre él demasiado poder. En algunos momentos la debilidad lo había hecho trastabillar pero no ceder. La desolación no podía vanagloriarse de ninguna victoria prolongada.
¿Por qué ahora, con toda su experiencia, con todo el arrojo que había demostrado a lo largo de los años, sentía esa inquietud ante el último viaje que iba a hacer?
Nota.-En esta entrada puedes leer el relato completo.
II
¿Cuántas veces lo había pensado? Las mismas que había pospuesto ese deseo. ¿Cuántas veces se había preguntado si servía de algo, si tenía sentido? Las mismas que había emprendido otro viaje comercial.
Le hubiese gustado cerrar los ojos y haber ido y haber vuelto, estar otra vez en su ciudad, en su cómoda y fresca casa con tres terrazas, que todo hubiese pasado ya. Esta era, se dijo, la transacción más difícil de su vida.
Pero cerrar los ojos significaba renunciar, acoquinarse, convertirse en un personaje, en un notable de la ciudad respetado por todos salvo por sí mismo.
El objetivo de este último viaje era una montaña. No una montaña coronada de nieve sino una montaña pelada y pedregosa.
Iba, se dijo con un conato de sonrisa, con una mueca que pretendía pasar por sonrisa, al encuentro de su propia desolación.
Se puso en marcha, pues. Se despidió de los suyos sin decirles adónde iba. Mandó que aparejaran y cargaran su camello con lo necesario, y partió solo.
Salió muy temprano, como de costumbre. Sigilosamente. Como un amante que se escabulle con las primeras luces, antes de que la casa y la ciudad despierten.
Se alejó en dirección oeste, invocando la protección de los patriarcas, poniéndose bajo el amparo de Abraham, que también partió una mañana en compañía de su hijo Isaac para un horrendo sacrificio.
Un temblor recorrió sus miembros. Su salud era buena. La temperatura era agradable. Sin embargo, tiritó como quien tiene fiebre o frío.
Él no era un elegido, como Abraham. Era un simple mercader que había traficado principalmente con maderas. Era un simple mortal que había emprendido un viaje cuyo fin no había revelado a nadie. En caso de haberlo hecho, lo habrían tomado por loco.
Algunos pensaban que partía en busca de una nueva ruta comercial, y él dejó que creyeran eso. Su mujer sospechaba que ése no era el motivo, pero acostumbrada a sus silencios se abstuvo de mostrar su recelo y su disconformidad. Fue la única que estaba levantada cuando él se fue, y que lo vio alejarse en dirección oeste, como si fuera a Tiro o a otra rica ciudad fenicia.
Mientras avanzaba, reconoció que no era un hombre de fe. Él era un hombre testarudo y hábil a la hora de negociar. Tenía los recursos de un chalán y el empaque de un doctor de la ley. Sabía persuadir e impresionar. Nada de lo cual iba a servirle ahora.
Al cabo de cinco horas dejó el camino que llevaba a la costa, y se desvió hacia el sur. Pero no se dirigió a las ciudades del interior sino al desierto.
El cielo estaba despejado. Ni una nube deshilachada. Ni una de esas pinceladas blancas que se diluyen en la profundidad del azul. La jornada prometía ser calurosa.
En el pueblo de Fujayrah pidió alojamiento en casa de un conocido. Luego se uniría a una caravana. A su anfitrión lo extrañó verlo solo, pero no se entrometió. A sus preguntas corteses Esdras respondió con vagas explicaciones.
Tuvo que quedarse en Fujayrah dos días. Ése fue el tiempo que necesitó la caravana para reorganizarse, pues se le había unido un nuevo contingente de mercaderes y viajeros.
La larga comitiva partió al tercer día, desenrollándose como una serpiente cuya cabeza se adentraba más y más en el desierto. Esdras se sumó a ella sin mezclarse con sus miembros.
III
Esdras hizo seis etapas con la caravana. La abandonó a la altura del macizo de Shariqa, desde donde prosiguió su camino hacia la península.
Durante el trecho en común se mantuvo serio y distante. Sus compañeros de viaje comprendieron que el viejo mercader judío no estaba interesado en relacionarse con nadie.
Lo observaban con curiosidad, a hurtadillas, intrigados por el destino de ese viajero solitario. A veces lo invitaban a compartir su comida. Esdras aceptaba con un leve asentimiento de cabeza, pero sus sobremesas eran cortas. En cuanto la cortesía lo autorizaba, se despedía de sus anfitriones.
Durante esa parte del trayecto estuvo luchando consigo mismo. ¿Por qué se cuestionaba su decisión? ¿Por qué se planteaba romper la palabra que se había dado a sí mismo?
En su interior ascendían globos de angustia que explotaban en su pecho, dificultándole la respiración, ya afanosa a causa del calor y del polvo.
Pero era verdad que, si no oponía resistencia, si dejaba que los acontecimientos siguieran su curso sin intervenir, esa marea de ansiedad subía y bajaba, regresando a la profundidad de donde había surgido.
A la vista del macizo de Shariqa, en una bifurcación del camino, Esdras tomó el ramal de la derecha y la caravana el de la izquierda. Ahora la soledad sería total.
Estaba a las puertas de la península. Aunque había visitado el yébel hacía años, no estaba seguro de su ubicación. Se hallaba al sur, pero en aquella inmensidad desértica el riesgo de extraviarse era alto.
Con el camello de reata, se puso a andar, que era lo que había hecho la mayor parte de su vida, andar sin descanso, consciente de que si se paraba, no alcanzaría su destino. El mero hecho de andar era una triaca contra el veneno de la angustia, un medicamento que diluía los malos humores, un medio de sosegar el ánimo.
Andar obstinadamente le impedía pensar demasiado. El esfuerzo físico de la marcha absorbía su atención que sólo podía concentrar en los accidentes del terreno.
Andaba como si llevara anteojeras, con los ojos fijos en el suelo para ver dónde ponía los pies, con la cabeza gacha, mirando a veces a su alrededor para comprobar innecesariamente que el paisaje se mantenía fiel a sí mismo.
Enormes rocas de color ocre. Vegetación escasa. Arriba el cielo de un azul apagado. Abajo la tierra parda como un sayal desteñido.
Pero tuvo que dejar de andar porque ni de noche, consultando las estrellas, ni de día, escrutando la órbita solar, conseguía despejar sus dudas acerca de la situación del yébel.
IV
La solución que plugo al Altísimo, fue enviarle un grupo de beduinos que conocían el desierto como la palma de su mano, y que le indicaron dónde estaba el yébel.
Estos nómadas de túnicas y mantos blancos, con la cabeza envuelta en turbantes azules o rojos, le dijeron lo que él ya sabía: que debía seguir andando en dirección sur. Y añadieron lo que él necesitaba saber: debía llegar a un gran cauce seco y pedregoso. “¿Un barranco?” preguntó Esdras. Los beduinos gesticularon y rieron. No entendían esa palabra, pero respondieron que sí.
Tras cruzar el “uadi” seco, más allá, al oeste, se encontraba el Sinaí.
Esdras siguió adelante pero no tan de prisa como hasta ahora, controlando su ansiedad, que seguía acechando.
Poco después se desencadenó un vendaval que lo obligó a interrumpir la marcha.
Esdras lo interpretó como una señal. Su angustia se había transformado en ese viento huracanado cuya fuerza era superior a la del camello y a la suya, pero que, si conseguían soportar sus embates, desaparecería, se desvanecería en ese espacio vacío comprendido entre el cielo y la tierra.
El vendaval se arremolinó alrededor de ellos, se convirtió en un torbellino que amenazaba con engullirlos, pero resistieron, tuvieron suerte, y la fatal absorción no se produjo.
Cuando el viento se fue, Esdras y el camello se pusieron en pie, y continuaron hacia el Sinaí, cuya mole se dibujó pronto en el horizonte.
V
Esdras miró el monte que se elevaba abrupto. Buscó con los ojos una senda y no encontró ninguna. Por último, localizó una depresión del terreno, un ramblizo, que le permitiría ascender hasta la cima.
La desnudez del yébel lo sobrecogió. La ausencia de vegetación era completa. Esa inmensidad ocre se recortaba majestuosa sobre el azul del cielo.
Inició el ascenso por la ladera norte. Pensó en las riquezas que había dejado atrás, en las piezas de oro y en los objetos de cobre que había acumulado a lo largo de su vida, en las maderas del Líbano, en el lapislázuli de Afganistán, en las turquesas y otras piedras preciosas, en el incienso, en el marfil, en los animales exóticos del país de Punt que había traído de sus largos viajes, y que habían sido el asombro de todos, atrayéndole clientes y multitud de curiosos.
Nada de eso lo había colmado. No quería decir que todo había sido un engaño. Pero ni las riquezas ni la posición social apagaron su sed de infinito. Y después estaba también ese incomprensible deseo de olvidar. De olvidarse de sí mismo. De vivir en la alegría del olvido de sí mismo.
¿No habían sido esa sed y ese deseo los motores de todas sus empresas comerciales, de sus continuos desplazamientos en busca de productos caros y originales? ¿No había sido ese reconcomio la razón última de su permanente desasosiego?
Y por supuesto lo era de esta visita al monte Sinaí, ante el que una vez, hace muchos años, hizo la solemne promesa de que regresaría sola y exclusivamente para honrar al Altísimo, para ofrecerse, para obedecer su mandato aunque éste fuera el de repartir sus bienes.
El Sinaí había sido un centro interior inaccesible. Ahora lo estaba escalando y lo coronaría.
Este era el único viaje de su vida que no hacía por razones prácticas, es decir, económicas. El único viaje que era un objetivo en sí mismo, desde su inicio hasta este trabajoso ascenso hacia una cima desolada.
Este viaje podía ser considerado un acto de valor, una afirmación de su vacilante fe y de su quebradiza esperanza.
Ahora que avistaba el final -había tenido que esperar hasta ahora, hasta encontrarse cerca de la consumación de su vida-, esa fe, esa esperanza, ese deseo, ese impulso, esa llamada, como quisiera nombrarlo, reclamaba su pago.
Él, Esdras el mercader, que había hecho frente a tantos peligros, que había sido infatigable en la lucha cotidiana, había pospuesto indefinidamente el viaje primordial, había ido retrasándolo hasta este momento en que la subida al monte se le hacía tan ardua.
No lo sostenía la seguridad en sí mismo, en sus habilidades, en su don de lenguas, en su seductora sonrisa, sino su confianza en el encuentro.
La única cuestión importante, la única que merecía la pena plantearse concernía al tipo de manifestación que iba a producirse.
Luego regresaría a su ciudad, luego podría morir tranquilo, como los patriarcas que, tras una dilatada vida que les había permitido conocer a varias generaciones de descendientes, dejaban este mundo musitando palabras de agradecimiento.
No llevaba ninguna ofrenda. El rico mercader subía con lo puesto. Sus fuertes manos de dedos nudosos, surcadas de gruesas venas azules, con una banda de pelos en el tercio exterior del dorso, unas manos de las que siempre se había sentido orgulloso, estaban vacías.
VI
Llegó exhausto a la cima, con las piernas doloridas y el corazón palpitante. Era evidente que había calculado mal sus fuerzas. Su intención era arrodillarse y orar, pero antes tenía que recuperar el aliento.
Se sentó en el suelo, con la espalda apoyada en una roca, y cerró los ojos.
Le vino un fuerte olor a trementina que aspiró placenteramente. Ese aroma fuerte obró los efectos de las sales que se utilizan para reanimar a los que se han desvanecido.
¿De dónde podía venir esa fragancia que le había restituido la vitalidad? Abrió los ojos y se puso en pie. Acercándose al borde de la plataforma, contempló una multitud de terebintos que se extendía hasta donde la vista podía alcanzar.
Los arbolitos de un verde oscuro se le antojaron a Esdras pebeteros en los que ardían sin llamas costosos perfumes.
A sus años, pensó burlonamente, se estaba convirtiendo en un poeta, en un mago de las palabras.
Observó que las formaciones rocosas, tan cerca de las cuales había pasado sin advertirlo, lanzaban destellos, minúsculos relámpagos, como si estuviesen sembradas de miles de puntas de diamantes.
La mente del mercader, poco dada a los fantaseos, explicó este fenómeno como una consecuencia del cuarzo incrustado en la piedra y la incidencia de los rayos solares. En cualquier caso, ese espectáculo luminoso era magnífico.
También había cerros de poca altura, redondeados, turgentes, que daban al paisaje un toque femenino. Nunca había sospechado que la península del Sinaí encerrase estas maravillas, aunque tampoco lo sorprendía en exceso, pues en ella habían tenido lugar grandes prodigios.
Esas suaves lomas se asemejaban a dunas costeras. Tras ellas se adivinaba el mar. La cercana presencia del mar, con su murmullo incesante, con sus aldeas de pescadores.
Esdras decidió pernoctar en la cima del Sinaí. Era una iniciativa arriesgada, pues la temperatura descendía mucho y él había dejado todo su equipaje abajo.
Pero de momento no hacía frío, se sentía bien. Durante la noche se encomendaría al Altísimo, se acogería a su misericordia. El cielo estrellado, visto desde allí arriba, tenía que ser el contrapunto grandioso a la belleza terrenal.

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