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Doña Rafaela madre, sesentona, parlanchina, enredadora, propulsada por un juego de atracciones y rechazos del que ignoraba la clave, tenía, al decir de su marido, una cualidad encomiable: era una magnífica cocinera.
Una vez más, a la hora del almuerzo, todos los miembros de la familia tuvieron la ocasión de corroborar ese juicio.
“Deliciosa” declaró don Zacarías, “la comida ha sido deliciosa. ¿No es así, Roberto?” “Deliciosa, en verdad”.
Doña Rafaela madre, que tenía una idea fija desde que decidieron pasar una temporada en el cortijo, creyó llegado el momento de hacer una alusión.
“Exageráis. Además ya sabéis que mi especialidad son las perdices asadas, las perdices con arroz, las perdices rellenas de pasas…” “La sopa de perdices” añadió don Justino.
Doña Rafaela hija, absorta en la contemplación de las rosas que sobresalían graciosamente inclinadas de un jarrón de porcelana de Limoges decorado con motivos de un cuadro de Watteau, volvió a la realidad y esbozó una sonrisa.
Don Roberto, que conocía de antiguo a su cuñada y sabía por dónde iban los tiros, explicó: “Ahora no es la época de caza de la perdiz…”.
Prosiguió diciendo que los pájaros estaban acollarados. La hembra había realizado la puesta de huevos. En el caso de salir sería necesario utilizar contrariamente a lo habitual un reclamo hembra, habida cuenta de que los machos se hallaban todavía en celo.
“Eso sin contar a los viudos” “¿A los viudos?” “A los que no han conseguido aparearse se les llama así” aclaró don Roberto.
Y agregó: “Pero de esa forma la caza se va a convertir en una masacre. Se elimina, además, la parte más interesante que es, como todo buen aficionado sabe, el combate entre el macho libre y el macho enjaulado.
“El primero se pone furioso con la llegada del segundo. Aunque esté entre rejas, lo considera un intruso al que hay que expulsar en el acto y sin contemplaciones de su territorio. Y se jugará el pellejo para dejar bien sentado quién es el usufructuario absoluto de esa parcela de monte. Es un espectáculo digno de ver”.
“¡Ah!” exclamó doña Rafaela madre. “Pero bueno, por una vez…” concedió don Roberto.
El rostro de la mujer se iluminó. Volvió luego la cabeza hacia la hija de Maroto que quitaba la mesa en ese momento, y dijo: “Esta chica es un encanto”.
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