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En el salón el fantasma del letrado campaba por sus respetos y se complacía en apretar el cuello a su viuda, a la que a veces faltaba el aire, y en hacer segregar enormes cantidades de bilis a su ayudante y cuñado.
La noche encerraba en su seno sapos y culebras que el espirituoso escanciado por don Roberto iba a liberar por la boca del pálido don Justino.
El ofuscado joven, desde la ménsula de la chimenea, describía lentos movimientos de traslación alrededor de padre, tío y hermana. Hacía escala en el espaldar del sillón ocupado por don Zacarías y continuaba hasta la consola, donde volvía a detenerse y levantaba la tapa de uno de los velones dejando al descubierto el vaso vacío. Luego, con un gesto de cansancio, la soltaba y se quedaba mirando el velón de asa afiligranada y mechas secas.
Su actitud era similar a la que el viejo abogado adoptaba con él cuando, al leer un contrato de compraventa, se saltaba una línea o trastocaba los nombres de las partes.
Al completar su tercera órbita, estalló la rabia de don Justino.
“¡Sacar a relucir en su testamento no sólo a sus hermanas solteras sino también a una hija que tuvo con una criada! ¡Cuartear sus riquezas de forma que ni sus hermanas ni la bastarda ni nosotros recibamos una cantidad decente que nos resarza de tantas humillaciones! ¡Enredar sus disposiciones de tal modo que, mientras se reconocen los derechos de su hija y se da cumplimiento a sus últimos deseos, algunos de nosotros estaremos haciéndole compañía en el infierno! ¡Cabronazo!”
El furibundo don Justino, con su siniestra mano apoyada en la repisa de la chimenea, junto a la indiferente bailarina, al adjudicar ese rotundo tratamiento al finado, no contó con la reacción de la viuda de don Esteban Estébanez, presidente del Real e Ilustre Colegio de Abogados de Sevilla y Hermano Mayor de la Hermandad de la Hiniesta.
Doña Rafaela hija, desencajada, antes que rebatir el juicio de su hermano, vana empresa por lo demás, prefirió abandonar la reunión.
También don Zacarías se levantó y dio unas buenas noches que rebotaron en el tenso ambiente. Ni su hijo ni su hermano respondieron, uno porque piafaba como un caballo, otro porque, testigo de las miserias de su familia, estaba abstraído en sus cavilaciones.
También ellos dos, al cabo de unos minutos, se fueron, primero don Justino y a continuación, tras apagar la lámpara, don Roberto.
Poco a poco los objetos y los muebles del salón recuperaron su identidad perdida durante la acalorada sobremesa. El espectro de don Esteban volvió al reino de Plutón. Los violentos humores se disolvieron en la oscuridad.
Sólo las copas de coñac y la bailarina de porcelana, que conservaban las huellas dactilares de los intrusos, seguían afectadas por el turbión de las humanas emociones. Pero ya ni la bailarina resultaba odiosa ni los velones constituían un símbolo de la inutilidad.
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