11
Faltaba media hora para que amaneciera cuando Juan Riego, apartando la sábana y la manta, se levantó, se vistió y salió al patio.
Un impresionante mastín vino a su encuentro, interceptándole el paso y, zalamero, lamiéndole las manos.
Juan Riego fue al cobertizo de las perdices y cogió la jaula de la hembrita retozona que don Roberto había mostrado a su sobrina el día anterior. El pájaro estaba adormilado.
Enfundó la jaula y regresó con el reclamo que dejó en el banco de piedra donde su mujer solía sentarse cuando no tenía nada que hacer. Luego encendió un cigarrillo mientras esperaba a don Roberto.
Una sombra atravesó la terraza cubierta de parte a parte por una parra de grandes pámpanos, bajó los dos escalones y se dirigió a lo que para ella sería otra sombra surcada por una punta de fuego.
Juan Riego se distrajo un momento y, al fijar la vista de nuevo en la silueta que avanzaba hacia él con paso decidido, se percató de que otra repetía las mismas operaciones que la primera.
El desconcierto se pintó en el rostro del guarda que no lograba encajar la tercera pieza de ese inesperado puzle.
Con voz pausada, sin alterar su tono habitual, preguntó: “¿Su sobrino viene también?” “¿Mi sobrino?”.
Antes de que don Roberto despejara la incógnita, esta se resolvió sola con la presencia de doña Rafaela hija, que no había olvidado la sugerencia de su tío, como a este parecía haberle ocurrido.
12
El improvisado jorobado, el amo y la neófita se pusieron en marcha. Dejando atrás el cortijo, tomaron por una vereda que llevaba al río. Saltando de piedra en piedra salvaron la corriente y alcanzaron la otra orilla, donde, como un modesto Guadiana de tierra, reaparecía el camino.
A un lado se extendía un bosque de aromáticos eucaliptos, al otro lado el campo ralo. El singular grupo avanzaba a buen paso. Más arriba la vereda se bifurcaba. Cogieron el ramal de la derecha que se internaba en el monte.
El estrecho camino se pobló de vueltas y revueltas, subidas y bajadas, como la pista de una montaña rusa.
Vadearon un arroyo e hicieron alto en un mullido prado. Los dos hombres se orientaron e intercambiaron esotéricas apreciaciones acerca del terreno y los vientos.
Continuaron por el blando piso remontando el curso de agua que quedaba a la derecha. Juan Riego, experto en anfractuosidades serranas, iba en cabeza. Escalaron una pared caliza, recorrieron una pequeña meseta y descendieron por la otra ladera que era más alta pero menos empinada.
Anduvieron unos cincuenta metros en paralelo a la vertiente cada vez más alta hasta llegar a un punto en que sobresalían una visera en lo alto y un muñón en lo bajo. Habían llegado.
Doña Rafaela hija, por primera vez en su vida, asistió a una ceremonia de impenetrable significado. Los celosos sacerdotes de tan misterioso ritual se aplicaban a cortar jara y lentisco, a estudiar el terreno, a entrar silenciosa y devotamente en lo que no podía ser más que una capilla de reducidas proporciones adosada al muro de piedra, una capilla donde, con toda seguridad, se rendiría culto a una divinidad pagana.
La reciente viuda consideró también la posibilidad de que se tratase de un innoble escondrijo para espiar a las hamadríadas de las encinas y a las ninfas del riachuelo.
Se sobresaltó doña Rafaela cuando su tío le pidió que entrase en el puesto, que otra cosa no era esa cavidad natural, y guardase silencio.
Juan Riego se alejó unos metros y colocó la jaula desenfundada, asegurándola con las correas que habían servido para transportarla en sus espaldas, sobre una piedra que camufló con las ramas cortadas, así como también la mitad posterior de la jaula, quedando al descubierto la que daba a lo que primero fue minúscula capilla y alevoso escondrijo para convertirse finalmente en puesto de caza del pájaro perdiz.
Como contrapartida, lo que primero fue jaula se trocó en hornacina.
Una vez realizados los preparativos, Juan Riego se despidió con la mano. Don Roberto correspondió a su saludo de la misma manera. Después entró en el tiradero donde su sobrina se había acurrucado en un rincón.
Don Roberto sacó la escopeta por la tronera y esperó a que el reclamo empezase a cantar.
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