7
Por detrás de la casa se extendía el descuidado jardín con pérgola y merendero que descendía hasta la orilla del río.
Interpretado por los trabajadores del cortijo como la extravagancia de una antepasada de los Delgado, el jardín era un lugar común en la conversación de los descendientes de esa señora.
Historias peregrinas tenían como escenario ese melancólico espacio en el que los macizos de lirios eran pisoteados por los perros, y los naranjos y los melocotoneros eran expoliados por los jornaleros, a los que Rufina había sorprendido numerosas veces haciendo fructíferas incursiones sin que sus gritos y amenazas bastaran para ahuyentar a esos rateros que no se iban hasta haber llenado sus alforjas.
Don Roberto vivía de espaldas al jardín. Ni las puntuales informaciones de Rufina sobre hurtos y tropelías, ni las cariñosas reprimendas de su cuñada habían logrado hacerle reaccionar.
Las informaciones y las reprimendas, a lo sumo, lo llevaban a tomar medidas provisionales que olvidaba pronto.
Pero esa primavera doña Rafaela madre hizo un descubrimiento que le heló la sangre en las venas. En un rincón habían plantado lechugas, cebollas, pimientos, tomates…
“¡Tú has visto!” exclamó con los ojos como platos.
Al no obtener respuesta de su hija que la acompañaba, repitió: “¡Tú has visto!”.
Espantada por la magnitud del atropello, mientras paseaba la mirada por los bien delineados canteros, añadió: “Es increíble”.
Apuntando con el dedo a unas matas de color verde pálido preguntó: “¿Y eso qué es?” “Parecen habas”.
“¿Habas?” dijo doña Rafaela madre cuyo asombro rayaba en la estupefacción.
8
Doña Rafaela hija fue al encuentro de su tío que, con los brazos cruzados y una pierna adelantada, parecía posar para un invisible retratista. En realidad sólo observaba atentamente las perdices que alambreaban y se removían inquietas en las jaulas.
“¿Qué les pasa?” “La primavera” “¿La primavera?” “Están en celo”.
Su simpleza la hizo sonreír. Y dijo: “No me gustan esos pájaros gordos y petulantes”.
Las perdices picoteaban los barrotes, sacaban la cabeza y la volvían a meter.
“A tus padres, por el contrario, les encantan” “Con arroz” “Por supuesto”.
La pictórica imagen de don Roberto correspondía a la de un hombre maduro, sin estrecheces financieras, discretamente feliz, con un gran caudal de energía que encauzaba a través de la caza.
En ese lienzo ficticio se veía al personaje de perfil, contemplando a una perdiz que asomaba la cabeza por entre los barrotes de una jaula pintada de verde. En verdad no la contemplaba sino que la traspasaba con una mirada que se apropiaba del ave de ceniciento plumaje e iba más allá.
“¿Ves esa hembrita retozona? La tercera por la derecha. Mañana saldrá por primera vez. ¿Te gustaría verla actuar en el monte?”.
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