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Posts Tagged ‘Rufina’

25
A un verano asfixiante sucedió un otoño seco. La lluvia tardaba en llegar. El campo se cuarteaba y llenaba de sartenejas.

“¡Qué ruina!” era la exclamación más frecuente.

En las hazas aradas la reja había levantado enormes terrones.

“¡Ay!” suspiró la prima de Rufina.

Todo era de color pardo. Ni una brizna de hierba en las cunetas, en las lindes, en el cauce del arroyo que cruzaba el desolado agro.

“Las desgracias nunca vienen solas”.

Rufina, hermética como una esfinge, miraba los sequedales por la abertura posterior de la calesa.

La tierra era una inmensa boca abierta, abrasada por la fiebre, que mendigaba la gracia de un chaparrón.

“No tiene remedio, ¿verdad?”.

El oscuro erial contrastaba con la limpidez del cielo azul.

“Está desahuciado. Es cuestión de días o de semanas”.

“¡Qué mala suerte!” dijo Maroto.

La prima de Rufina, que era tan sensible a los males propios o ajenos como los cachorros lo son a las caricias, no pudo contener las lágrimas.

El traqueteo del carruaje era la única nota discordante en esa apacible mañana otoñal.

26
La calesa se hundía en la bruma donde desaparecía, emergiendo en un recodo de la carretera, tirada por la mula cuya cabeza, como el mascarón de proa de un drakar vikingo, hendía los bancos de niebla.

Arrebujada en su toquilla negra, Rufina imaginaba la enfermedad como los irreparables estragos causados por un ejército de microscópicas y diabólicas criaturas. La imagen era tan vívida que la casera se apretó el pecho con las manos para conjurar la penetración de esos miasmas mortíferos.

Poco a poco Rufina fue relajándose. Sus manos dejaron de presionar su esternón. Otros pensamientos la distrajeron: la cena de Nochebuena, las visitas que debía hacer en cuanto llegara al pueblo, las compras…

Al rato volvió a visualizar esos gérmenes con forma de cabeza, estando ocupada la mitad superior por dos horribles ojos y la mitad inferior por una boca repleta de afilados dientes con los que roían los tejidos.

“¿Por dónde vamos, Maroto?” “Ya hemos pasado el arroyo”.

Recayendo en su obsesión, se representó el mal como la paulatina y maloliente descomposición de la carne. Los órganos se corrompían, se convertían en fiemo, despidiendo un nauseabundo hedor.

A continuación la enfermedad se transmutó en un moho que iba colonizando las vísceras, envenenándolas y reduciéndolas a patatas arrugadas y podridas.

La mula dio una espantada con dos consecuencias inmediatas: meter el carruaje en la cuneta y sacar a Rufina de su morboso estado. La causa del súbito desbarajuste pasó junto a ellos como una exhalación.

“¡Están locos!” clamó Maroto.

Rufina, que se había vuelto rápidamente hacia la abertura posterior, dijo: “Son ellos” “¿Quiénes?” “¿Quiénes van a ser?”.

Sin verlo todavía, Rufina supo que habían llegado al pueblo por los efluvios de la tahona. Aspiró reconfortada el agradable olor de la jara que ardía en el horno, mezclado con el del pan recién cocido.

También el alegre y cercano repicar de las campanas de la iglesia le confirmó que se adentraban en las calles de Las Hilandarias.

¿Por qué sintió de nuevo ese malestar? ¿Por qué esa congoja?

Quiso decir algo pero de su boca no salió ninguna palabra. No podía apartar de su mente la idea de que, cuando regresara al cortijo, don Roberto Delgado habría dejado de existir.

 

 

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23
Don Justino golpeó la mesa con la fusta y dijo: “Estoy harto de perdices, ¡harto!”. Doña Rafaela madre, secundada por la hija de Maroto, las preparaba esta vez en salsa de almendras.

“Estoy harto de perdices y harto de cortijo” repitió don Justino. Su madre, espumadera en ristre, era la reencarnación de Palas Atenea en un lamentable estado de abatimiento. Parecía que estaba librando una batalla de incierto final.

“Vosotros podéis hacer lo que os plazca. Yo regreso a Sevilla mañana mismo”.

El benjamín de la familia tenía un carácter impetuoso, en ocasiones violento. Informó a su madre que el aire puro del campo lo asfixiaba, que la llaneza de la gente no era más que malicia e hipocresía, que se aburría soberanamente.

Doña Rafaela escuchaba las razones de su hijo mientras freía las perdices.

“Aparte de eso” prosiguió don Justino, “estamos en abril. La Semana Santa está a la vuelta de la esquina. Y detrás viene la Feria”.

Don Justino se puso un punto colérico al suministrar esos datos, como si alguien le impidiese partir y la cercanía de tales festejos volviese insoportable esa perspectiva.

“Además, además…”

Doña Rafaela madre dejó de remover la carne en la sartén y miró a su hijo.

“¡Estoy hasta la coronilla de comer perdices!”.

24
“En Las Hilandarias no se habla de otra cosa, prima”.

Rufina, sentada enfrente, se mantenía erguida no por una cuestión de dignidad sino porque la vaqueta de la capota se había calentado y su contacto quemaba.

“Arrea a la bestia, Maroto, que no vamos a llegar nunca” “El animal no puede” respondió sacudiendo las riendas sin que por ello la mula acelerase el paso.

Se licuaba el alquitrán de la carretera y reverberaban los rastrojos. La calima difuminaba el teso de las lomas.

La prima de Rufina, una mujer rolliza, transpiraba por la frente, las axilas y el pecho. También tenía húmedo el reborde del labio superior. Intentaba en vano provocar refrescantes corrientes de aire con un aventador de palma. Pero era tal el bochorno que sólo conseguía sudar aún más.

“¿Se casaron?” “No, no se casaron”.

“No se casaron pero viven juntos” puntualizó Maroto que tenía una colilla apagada en la comisura de los labios.

“Claro” dijo la prima de Rufina, “necesitan una dispensa del arzobispo o del Papa” “Me parece que entre tío y sobrina no dan ese permiso”.

Maroto rió, tosió y escupió la colilla por encima de las ancas de la mula. La conversación que mantenían las mujeres le resultaba divertida.

Rufina enderezó con la pierna una de las cestas que, con el vaivén del carruaje, estaba resbalando y amenazaba con desparramar su contenido.

Relucía el pelaje de la bestia que, con la cabeza gacha, subía una cuesta.

“¿Todo el día se llevan dentro de la casa?”.

Los pasajeros de la calesa respiraban pausadamente, absorbiendo pequeñas cantidades de aire.

“Al anochecer, cuando refresca, salen a dar un paseo. Luego se sientan un rato en la terraza”.

La prima de Rufina, cansada de luchar contra el destino, dejó caer la mano con el improvisado abanico en su falda. Su curiosidad era comparable al calor reinante. Así que siguió indagando más detalles.

 

 

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21
Tenía la costumbre de hablar sola, lo que era motivo de constantes bromas por parte de su marido que la había sorprendido innumerables veces entregada a sus divagaciones. Con los años esta tendencia se acentuó. Ya no era sólo don Zacarías, que por razones obvias había descubierto los soliloquios de su esposa hacía mucho tiempo, sino toda la familia y últimamente Juan Riego, Rufina y la hija de Maroto también quienes estaban al tanto de esa manía.

Esa tarde en que doña Rafaela madre se paseaba por el jardín, fue Rufina la testigo de su retahíla verbal y de sus gesticulaciones.

Absorta en el desarrollo de sus pensamientos, avanzaba la señora por el camino principal diciendo: “Lo primero que hay que hacer es arrancar la mala hierba y, si me apuran, incluso las flores. Dejar únicamente los árboles y las enredaderas, que eso tarda mucho en crecer”.

Doña Rafaela llegó al estanque romboidal que dividía el camino en dos brazos, los cuales se juntaban de nuevo al otro lado. “Y sobre todo” prosiguió monologando al tiempo que echaba un vistazo al interior del depósito medio lleno por la lluvia, cuyas paredes estaban cubiertas en gran parte de verdín, “¿dijeron que mañana saldrían otra vez a cazar perdices?”.

En el centro del estanque había un pato de cerámica con las alas abiertas y el pico levantado al cielo.

“Allí plantaría rosales rojos” y señaló con el dedo el lugar elegido. Recorrió la pérgola de maderos despintados y ladrillos árabes. Luego entró en el merendero, rodeado parcialmente de una tela metálica que servía de soporte a una enredadera de caracolillos.

Su paseo acabó en el absceso que le había salido al jardín, y que era urgente extirpar.

“Las perdices las puedo hacer rellenas de pasas… ¿o las escabecho? ¿Quién está ahí?”.

Rufina cavaba las habichuelas. Doña Rafaela madre dio media vuelta y regresó al camino que, por su otro extremo, desembocaba en una plazoleta a orillas del río, donde tres bancos de hierro enmohecían irremediablemente.

 

 

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18
Doña Rafaela madre, malhumorada por la ausencia de su hija, malhumorada sobre todo por haber sido Rufina, con la sequedad que le era propia, quien la informase al respecto, se metió en la cocina a preparar las aves.

No se sentía con suficiente autoridad para reprocharle sus inoportunas salidas, máxime cuando la sugerencia de cazar perdices había partido de ella.

Tironeada por dos fuerzas contrapuestas (la satisfacción de su deseo gastronómico y el disgusto por el comportamiento de su hija), se desahogaba con la de Maroto, a la que encomendó el pelado de las perdices y a la que llamaba inútil cada vez que una pluma, planeando dulcemente, caía al suelo.

Sin prestar atención al aceite hirviendo que saltaba a cada nueva acometida, arrojaba los ajos y las cebollas picados a la sartén. En ese azaroso estado de ánimo hacía el sofrito.

En esto, un inocente plumón grisáceo empezó a balancearse en el vacío. Se mecía morosamente, retardando lo más posible la hora del aterrizaje.

Doña Rafaela madre, que echaba los tomates y los pimientos troceados en la sartén como quien siembra trigo a voleo, se disponía a reprender otra vez a su pinche cuando una gota de aceite saltó y, convertida en enfurecido halcón, fue a posarse en el dorso de la mano de la cocinera, donde clavó sin piedad sus no por diminutas menos lacerantes garras.

La breve pero dolorosamente llagada doña Rafaela madre soltó la espumadera y, en un arrebato de presciencia a toro pasado, declaró: “¡Si yo lo sabía!”.

19
Don Justino se entretenía paseando a caballo. Esa mañana recorrió la parte oeste de las tierras de su tío.

Pinturero jinete en manso alazán, llevaba una fusta de cuero trenzado que no usaba nunca, y que sujetaba en la axila, como había visto hacer a un galán cinematográfico.

No le gustaba forzar a su montura. Si esta se detenía a mordisquear la hierba del camino, don Justino condescendía graciosamente. Apoyando las manos en el borrén, aprovechaba la ocasión para disfrutar del paisaje.

Don Justino se sentía importante cuando cabalgaba. Era en lo que invertía su ocio. Cuando el caballo levantaba la cabeza, el jinete recogía las riendas y lo espoleaba con delicadeza.

A menudo el cuadrúpedo volvía a pararse un poco más allá para seguir degustando las mismas o diferentes hierbas.

En su paseo matinal don Justino había llegado a la linde de la haza de girasoles, donde la cuadrilla, sin dejar de trabajar, echaba frecuentes vistazos al gallardo sobrino del amo, el cual, absorbida su atención por el alazán que seguía refregando placenteramente, más que comiendo, los belfos por la hierba, no se percató de la burlesca curiosidad que suscitaba.

Cuando el caballero, francamente fastidiado, volvió la cabeza y caló la actitud socarrona de los, en apariencia, indiferentes peones, tiró de la brida con rudeza logrando que el noble bruto se pusiera en marcha.

El animal adoptó un trote cochinero de lo más incómodo sin que el jinete se resolviera a hacerlo cambiar de paso por temor a que, en tan comprometida situación, empezara otra vez a juguetear con los tallos tiernos y las florecillas.

Así pues, ofreciendo una estampa más lastimera que airosa, con la fusta bajo el brazo, enhiesto en la silla, don Justino regresó a casa.

Descabalgó en el patio de las cuadras y le dio el caballo a Maroto. El estómago le bailaba y tenía dolorida la entrepierna.

Al entrar en la cocina encontró a su madre con el brazo en alto y la mano extendida. Le entraron ganas de preguntarle si se había afiliado al fascio, pero su rostro alterado lo disuadió de hacerse el chistoso. Tampoco él estaba para bromas.

 

 

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7
Por detrás de la casa se extendía el descuidado jardín con pérgola y merendero que descendía hasta la orilla del río.

Interpretado por los trabajadores del cortijo como la extravagancia de una antepasada de los Delgado, el jardín era un lugar común en la conversación de los descendientes de esa señora.

Historias peregrinas tenían como escenario ese melancólico espacio en el que los macizos de lirios eran pisoteados por los perros, y los naranjos y los melocotoneros eran expoliados por los jornaleros, a los que Rufina había sorprendido numerosas veces haciendo fructíferas incursiones sin que sus gritos y amenazas bastaran para ahuyentar a esos rateros que no se iban hasta haber llenado sus alforjas.

Don Roberto vivía de espaldas al jardín. Ni las puntuales informaciones de Rufina sobre hurtos y tropelías, ni las cariñosas reprimendas de su cuñada habían logrado hacerle reaccionar.

Las informaciones y las reprimendas, a lo sumo, lo llevaban a tomar medidas provisionales que olvidaba pronto.

Pero esa primavera doña Rafaela madre hizo un descubrimiento que le heló la sangre en las venas. En un rincón habían plantado lechugas, cebollas, pimientos, tomates…

“¡Tú has visto!” exclamó con los ojos como platos.

Al no obtener respuesta de su hija que la acompañaba, repitió: “¡Tú has visto!”.

Espantada por la magnitud del atropello, mientras paseaba la mirada por los bien delineados canteros, añadió: “Es increíble”.

Apuntando con el dedo a unas matas de color verde pálido preguntó: “¿Y eso qué es?” “Parecen habas”.

“¿Habas?” dijo doña Rafaela madre cuyo asombro rayaba en la estupefacción.

8
Doña Rafaela hija fue al encuentro de su tío que, con los brazos cruzados y una pierna adelantada, parecía posar para un invisible retratista. En realidad sólo observaba atentamente las perdices que alambreaban y se removían inquietas en las jaulas.

“¿Qué les pasa?” “La primavera” “¿La primavera?” “Están en celo”.

Su simpleza la hizo sonreír. Y dijo: “No me gustan esos pájaros gordos y petulantes”.

Las perdices picoteaban los barrotes, sacaban la cabeza y la volvían a meter.

“A tus padres, por el contrario, les encantan” “Con arroz” “Por supuesto”.

La pictórica imagen de don Roberto correspondía a la de un hombre maduro, sin estrecheces financieras, discretamente feliz, con un gran caudal de energía que encauzaba a través de la caza.

En ese lienzo ficticio se veía al personaje de perfil, contemplando a una perdiz que asomaba la cabeza por entre los barrotes de una jaula pintada de verde. En verdad no la contemplaba sino que la traspasaba con una mirada que se apropiaba del ave de ceniciento plumaje e iba más allá.

“¿Ves esa hembrita retozona? La tercera por la derecha. Mañana saldrá por primera vez. ¿Te gustaría verla actuar en el monte?”.

 

 

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4
A media tarde empezó a lloviznar. Rufina, en el umbral, bebía a sorbitos el café humeante.

Había aireado las habitaciones de la casa principal, pasado una bayeta por los muebles y mirado las cornamentas de los ciervos, de algunas de las cuales colgaban fustas. Había estirado la colcha de seda roja de la cama con baldaquino, recorrido con un plumero los cuadros que representaban escenas cinegéticas, observando críticamente uno donde un fiero jabato era acosado por los perros. Tampoco le gustaba otro en que un cazador, escopeta en ristre, apuntaba a la espesura donde se adivinaba la presa.

Lo había dejado todo limpio y en orden.

Rufina saboreaba el café mientras veía cubrirse de gotitas de agua los geranios que adornaban el brocal y la base del pozo. La atmósfera estaba fragante.

“¿Arreglaste ya eso?” Rufina asintió y entró en la casa seguida de Juan Riego que calzaba botas con tachuelas y vestía pantalones, chaqueta y chaleco de pana, camisa sin cuello y gorra de paño.

El hombre acababa de cambiar el agua de los bebederos de las jaulas de las perdices y de colocar una hoja de lechuga entre los barrotes. Los machos piñoneaban.

Rufina puso a su marido un vaso de café en la mesa y luego, con el suyo en la mano, se situó de nuevo en el umbral.

5
El Mercedes bordeó el pozo y frenó frente a la puerta principal. Primero bajó don Roberto, que saludó con la mano a la casera, luego don Zacarías, doña Rafaela madre, doña Rafaela hija y don Justino que, secundado por sus progenitores, hiló las trivialidades de rigor sobre las excelencias de la vida campestre.

Rufina se acercó, dio los buenos días y entregó a don Roberto la llave de la casa que ella guardaba durante las cortas ausencias del dueño. Cuando se hubo ido, doña Rafaela madre masculló: “Esta mujer tan seca nunca me ha gustado”.

Los Delgado retozaron en el patio, sorprendidos de la amarillez del albero que lo cubría, cegados por la blancura de las paredes encaladas, borrachos de la claridad y la frescura matutinas.

Esos rincones familiares les producían siempre la misma admiración. Rincones familiares en cuanto conocidos y en cuanto patrimonio común aunque actualmente fuese don Roberto, el menor de los dos hermanos pero el más centrado, el propietario del cortijo.

 

 

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