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15
Doña Rafaela hija trató de incorporarse pero, al tener entumecida una pierna, perdió el equilibrio y cayó sobre su tío. Don Roberto, al recibir el peso del cuerpo de su sobrina sobre el suyo, sintió cómo se reavivaba la llamita qua ardía en su interior.

“¿Qué te pasa?” “Se me ha dormido una pierna” explicó doña Rafaela hija en un susurro motivado no tanto por las condiciones que rodeaban el aguardo de la perdiz como por la turbación suscitada por el roce.

Ligeramente arrebolada, la sobrina se apartó del tío y se recostó en el fondo de la covacha.

La graciosa hembrita parecía haber enloquecido. De nuevo desgranaba las notas de una romanza, pero con más brío que la primera vez.

Un segundo macho, apresado en la red sonora y atraído a la falaz hornacina, fue muerto por el certero disparo del cazador.

La perdiz miraba estupefacta a su ensangrentado pretendiente. Observaba al infortunado galán sin comprender nada y, apiadándose de él, emitió un canto fúnebre.

Un tercer macho entabló diálogo con la hembra, ignorante de lo que el destino, en apariencia halagüeño, le tenía reservado. Una lluvia de plomo, cuando ya creía rendida a su pareja, se abatió sobre él poniendo punto final a sus ilusiones.

Y una tercera vez el ídolo letal que albergaba el templete, puso ojos de lechuza y cantó el gorigori.

16
El reclamo seguía gorjeando con tenacidad, vociferando incluso al comprobar que nadie reparaba en sus fogosos trinos.

A pesar de que ningún macho recogía el mensaje de la perdiz enjaulada, esta no desfallecía.

“¿Estás cansada?” “Un poco” “¿Tienes hambre?” “Sí”.

Sólo venían pertrechados de una cantimplora forrada de fieltro verde que colgaba de la correa de don Roberto.

“Por hoy ya está bien” dijo y empezó a hacer ruido dentro del puesto para advertir al reclamo de que no estaba solo. El pájaro calló de inmediato.

17
A mediodía deshicieron el camino que habían hecho por la mañana temprano. Iba doña Rafaela hija encandilada por la luz del sol, feliz de estirar las piernas.

Iba don Roberto ufano, con las cinco piezas cobradas y ensartadas en ganchos golpeándole en el muslo al andar, y con la jaula enfundada a la espalda.

Cerca del cortijo fueron avistados por una cuadrilla de peones que entresacaba girasoles. Los hombres, doblados sobre los liños, se enderezaron y se quedaron mirando.

De lejos, don Roberto, siempre cortés, saludó con la mano al manijero y a los trabajadores. Las cabezas de estos giraban al compás de la marcha de tío y sobrina. Fue necesario que el manijero llamara al orden para que los peones se inclinaran y continuaran la faena.

 

 

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13
Las encinas y los fresnos se delineaban con nitidez. El frío de la amanecida mordía los pies y las manos de doña Rafaela hija que respetaba religiosamente el silencio impuesto. Un rayo de sol iluminó el claro. La perdiz, gozosa, gorjeó algunas notas.

Don Roberto, vigilante, hizo señas a su sobrina de que se acercase al hueco por donde asomaba el cañón del arma.

Doña Rafaela, a gatas, fue hasta la tronera y miró.

Del gracioso templete semejante al que los romanos consagraban al dios Término, salía el chorro sonoro de una jubilosa cantada.

La quietud majestuosa de los árboles, la pureza de la alborada, la chanzoneta del pájaro, las embestidas del frío mañanero eran los signos de un lenguaje que doña Rafaela hija desconocía.

“Estás temblando” dijo don Roberto estrechándola y frotando con su mano la espalda de su sobrina para conjurar los tiritones.

Los rayos de sol, remontando las copas de las frondosas encinas, inundaron de luz el claro. La perdiz, loca de alegría, entonó una romanza.

14
Doña Rafaela hija no era ya una hoja en la punta de una rama azotada por el viento. No obstante, siguió pegada a su tío.

El reclamo no cesaba de cantar. Ora se quejaba dulcemente, ora prometía caricias, ora se enrabietaba por no obtener respuesta.

Un macho que picoteaba una algarroba, levantó la cabeza y prestó atención. E inmediatamente se puso a gorjear. La hembra enjaulada calló y escuchó complacida la larga tirada de notas que emitió su congénere.

El cuerpo de don Roberto se tensó. Retiró el brazo de los hombros de su sobrina y cogió la escopeta. Sus sentidos se aguzaron.

Doña Rafaela hija, inconscientemente, aminoró su ritmo respiratorio, adoptando una actitud de recogimiento.

El amoroso diálogo adquirió un furioso crescendo. Cuanto más se acercaba el macho, más se revolvía, presa de incontenible nerviosismo, la hembra en su cárcel, aunque no por ello dejaba sin respuesta las cantadas del que, desde un principio, estaba condenado a no aparearse con ella.

Cuanto más se acercaba el macho, mayor era la concentración de don Roberto a quien, si bien no entendía trino por trino el diálogo de los pájaros, el significado en conjunto de su inflamado lenguaje no se le escapaba.

Doña Rafaela hija no se atrevía siquiera a cambiar de postura, pese a que la pierna derecha le hormigueaba.

Una horrísona perdigonada agujereó el silencio.

El eco del disparó se alejó como un gato escaldado.

La hembra, con ojos redondos de asombro, permaneció inmóvil.

El macho yacía en la hierba.

El cazador esperaba intrigado la reacción del reclamo.

La perdiz, asomando la cabeza por entre los alambres, entonó un gorigori.

 

 

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