2
A un lado del ataúd estaban don Zacarías Delgado, su esposa doña Rafaela Salzillo, sus hijos don Justino Delgado y doña Rafaela Delgado de Estébanez, estrenando viudez. Al otro lado de la caja de madera de nogal estaban doña Carmen Estébanez y doña Dolores Estébanez, hermanas solteras del finado. En cada esquina ardía un cirio.
La capilla ardiente estaba situada en el piso alto. Don Roberto subió la escalera y enfrentó el cuadro de dolientes.
Los de la derecha, o sea sus parientes, no bien lo avistaron, hubiesen querido lanzarse, de no existir las convenciones sociales y el decoro, sobre el recién llegado y exclamar: “¡Por fin!”.
Sólo doña Rafaela Delgado, con los ojos fijos en el cadáver, abstraída en sus pensamientos, permaneció ajena al visitante.
Don Roberto abrazó a su hermano y a su sobrino, afectados de un jubiloso temblor. Luego retuvo entre las suyas las manos de su cuñada que se esforzaba en componer máscaras trágicas con sus facciones. Pero su chispeante mirada delataba la naturaleza verdadera de sus sentimientos.
Cuando se acercó a su sobrina, esta sonrió. Ella mantenía la compostura en ese velatorio en el que se vertían lágrimas de diversos veneros.
Costeó al difunto por arriba. Una vez alcanzado el lado opuesto, repartió pésames y palabras de consuelo equitativamente entre doña Carmen y doña Dolores, que se cubrían la boca con un pañuelo de encaje.
Tras cumplir con este deber, don Roberto salió a la galería. En el patio con fuente de mármol y macetas de aspidistras y cintas, con una hiedra escalando uno de los arcos y enredándose en la barandilla, se habían congregado amigos y deudos.
En un silencio subrayado por el discreto chapoteo del chorrito de agua al caer en la taza rebosante y luego escapar por un tubito de plomo hacia el invisible sumidero, los presentes esperaban la solemne bajada del féretro.
3
Las últimas lluvias habían operado el deseado milagro. Los trigos habían adquirido un verdor intenso y se habían enderezado. La calesa pintada de amarillo, con la capota levantada, se detuvo en el extremo del camino. Un hombre bajó, abrió la cancela, montó de nuevo y arreó a la mula.
El carruaje circulaba ahora por la carretera, en dirección a Las Hilandarias. Los cascos de la bestia resonaban en el asfalto. El pueblo blanco se elevaba al fondo.
“Conque vamos a tener invitados”.
La mula marchaba al trote imprimiendo a la calesa vaivenes de cuna.
“Conque vamos a tener invitados”.
El sol horadó las nubes y sus rayos hirieron el mar de trigo que cabeceaba a impulsos de la brisa mañanera.
“Conque invitados”.
Rufina miró al hombre y dijo: “Pareces tonto, Maroto. ¿Cuántas veces vas a repetir eso?”.
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