No sé cuánto tiempo permanecí en ese estado. Si esto era la antesala de la muerte, debía reconocer que no tenía nada de terrible. No había angustia ni dolor. La punzada de la espalda no podía calificarse de tal. El amodorramiento era una invitación a perderse en las propias cavilaciones.
No obstante, había un poso de tristeza que enturbiaba ese momento.
Muerte y lluvia eran dos realidades que se entrelazaban en mi biografía. De la segunda era un enamorado, de su capacidad fecundadora y purificadora, de su música. Pero podía degenerar en diluvio.
De la primera estaba viviendo una experiencia que poco tenía que ver con las otras dos a que me había enfrentado. Una durante mi infancia, de la que guardaba un recuerdo borroso, pero que podía reconstruir gracias al relato de mi madre. Y otra, años más tarde, de la que el protagonista sería Jacinto.
No era a mi madre a quien veía sino a mi padre en el marco de la puerta del dormitorio. A pesar de ser ella quien estuvo a mi lado todo el tiempo, su figura se desdibujaba.
Era la de mi padre la que permanecía impresa en mi memoria con asombrosa nitidez. En el marco de la puerta. Ni dentro ni fuera. Y yo en la cama. Lo peor del proceso infeccioso había pasado. Respiraba con regularidad. Había vuelto a comer. Tenía energía suficiente para ponerme pesado. Mi padre vacilaba. Mi madre estaba en desacuerdo. No paraba de repetir: “Es una locura”.
Fue uno de los inviernos más lluviosos que se recordaban en Las Hilandarias. Desde la cama oía el repiqueteo del agua que tenía desesperados a los vecinos. La palabra más frecuente era “ruina”. Si no escampaba de una vez, todos iríamos a la ruina.
Los agoreros mantenían que, escampara o no, el desastre era un hecho. Y Vicenteto afirmaba que San Pedro no había sufrido nunca un episodio semejante de incontinencia urinaria.
“Va a ser un momento” dijo mi padre, “no va a pasar nada”. Y dirigiéndose a mí añadió: “Un momento, no lo olvides”. Mi madre movió la cabeza en un gesto de desaprobación al tiempo que se acercaba al ropero, de donde sacó mi abrigo.
Me lo puso. Lo abotonó de arriba abajo. Me calzó las botas. Ató los cordones. Sólo entonces permitió que mi padre me diera la mano y me llevara a la puerta de la calle.
Tras tantos días de lluvia ininterrumpida la calle parecía un río. Los sumideros no daban abasto para absorber tanta agua. En la parte baja del pueblo había inundaciones y derrumbamientos de tejados y muros.
“Ya está bien” dictaminó mi madre. “¿Ya?” protesté. “Ya tenemos bastantes problemas y de éste” le dijo a mi padre refiriéndose a mí “no hemos salido todavía”.
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¡Que importante las dos figuras contradictorias en actitudes pero que se complementan, me refiero a la de los padres!, me recuerda al escritor Francisco Ayala que decía lo mismo de sus padres, su padre más severo y conservador y su madre toda sensibilidad y mentalidad abierta, pero que supieron complementarse bien ambas diferencias y educaron positivamente a sus hijos. Maravilloso texto, Antonio, cada vez te sale mejor.
Las dos figuras parentales son importantes. La madre acoge, protege. El padre saca afuera, pone en contacto con el mundo. En este episodio los padres se comportan así. Presumiblemente eso era lo que el niño esperaba, en particular de su padre puesto que su madre había cumplido ampliamente su función.
Gracias por tu apreciación que tan gratificante es para mí.
Es sorprendente cómo siempre en los momentos más tremendos tiende uno a refugiarse, por asociación de ideas y sentimientos, con nuestro pasado familiar, el de nuestro núcleo. Es ese refugio personalísimo al que nadie, salvo nosotros, puede invadir y en el que podemos encontrar calor, cobijo y ese sitio donde poderse abandonar para reponar la energía y curar las heridas.
No deja de haber un cierto dejo emotivo, conmovedor, en ese recuerdo del protagonista. El paso del tiempo tiene mucho de responsable en esa forma de calificarlo.
La elección de las palabras, la fluidez de tu redacción, la elegancia de tu estilo son impecables y una lección del buen escribir, amén de una lectura deliciosa.
Grande abrazobeso, mi querido frater y magister.
Es una vuelta al origen, a las raíces. Es ahí donde nos forjaron, donde podemos encontrar las claves para entender el desarrollo posterior de nuestra existencia, para reconciliarnos con el mundo y con nosotros mismos.
Después vienen los desvaríos y los extravíos que dificultan el regreso a la par que lo hacen más necesario.
Es nuestro refugio, nuestro sanctasanctórum, nuestro sanatorio.
Pero yo no lo veo como un espacio paradisíaco sino como el escenario primigenio del que salimos, huimos, abjuramos, que con frecuencia reproducimos y que, como la ciudad de Kavafis, nos acompaña siempre.
En ese teatrillo fundacional ocupan un lugar decisivo los padres, a los que corresponden papeles protagonistas. Un abrazo.
Interesante visión, me hace reflexionar sobre tu postura del «regreso a casa» y contrastarla con la mía, maestro.
Te abrazobeso muy fuerte y con mucho cariño, frater.