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Posts Tagged ‘árboles’

VI
Las fuerzas misteriosas, graves, oraculares.
Las fuentes cristalinas,
los volcanes que rugen, las profundas cavernas,
los embates del viento,
las grietas de la tierra,
las hojas de los árboles
cuyo arrullo no cesa.

 

 

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Y todo para qué
me pregunto y miro
a través de la ventana
los campos lejanos
el azul infinito
una libertad imposible
más allá de las copas de esos árboles
que cabecean al unísono
una paz que se aleja
sin atender a ruegos

Entonces sobreviene
ese golpe capaz de desnucarte
ese pájaro de alas cenizosas
ese iceberg a la deriva
en el océano del tiempo
esa amenaza atenazante
ese pico infernal
ese ángel geométrico y frío
ese emisario de la nada
la pavorosa nada
en cuyo honor se apagan
los colores del mundo

Y todo para qué
me pregunto y miro
un punto distante
tal vez inexistente

Y pienso
esta larga agonía
que sellará la muerte
este largo penar
para acabar pudriéndose

Y yo aquí
mirando a través de la ventana
contemplando aleros desagües y veletas
soñando con árboles que mecen sus copas
observando mis manos a la par que mi boca
se me llena de hiel

Ese vómito amargo
me coloca en el acto
donde me corresponde
gracias a esa lanzada
en mi costado izquierdo
reconozco quién soy

 

 

 

 

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Otoño (II)

30 de noviembre de 2013 029

 

 

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1
Si dependiera de mí,
una lluvia caladera
empaparía la tierra,
haciendo crecer la hierba.

Pespuntearía de flores
los prados y los alcores.
Pintaría de verdín
los muros de los conventos
y otros viejos paramentos.

2
Y los árboles añosos,
retorcidos y nudosos
mostrarían jubilosos
sus tiernos brotes de oro.

Crecerían las violetas,
delicadas, pizpiretas,
y surgirían las setas
entre la hojarasca seca.

Legiones de caperuzas
amarillentas, parduscas,
anaranjadas, blancuzcas,
¡qué alegría! ¡qué locura!

3
Si dependiera de mí,
en el cielo habría mil
nubes de ámbar gris
que en lluvia se desharían
con gozosa algarabía.

Las tejas de los tejados,
cobertizos y terrados
a murmurar se pondrían
su incansable letanía.

En algún rincón sombrío,
con insistencia tenaz,
una gota marcaría
del aguacero el compás.

Y el silencio volvería,
más profundo, más hermoso,
cuando la lluvia callase,
a ese rincón penumbroso.

 

 

 

 

 

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                                    V
En cuanto entré en el recinto ferial, me encontré con mi paisano Aniceto Márquez que me enseñó jubiloso un libro sobre el mar Rojo. Era el único que le quedaba para completar la colección.
Espurreando saliva debido a una mella en su dentadura, me habló del mar Negro, del mar Caspio y del mar Muerto sin solución de continuidad. Los conocía tan a fondo que se tenía la impresión de que eran parientes suyos por los que sentía un gran aprecio.
Aniceto, que tiene fama de espabilado, y sin duda lo es, me mostró una vez más el ejemplar recién adquirido y se fue la mar de feliz.
En numerosas casetas exhibían ediciones de lujo, libros de gran formato, magníficamente encuadernados, que contrastaban con las modestas colecciones de bolsillo.
Había también objetos originales y lujosos, innegablemente caros. Un estuche forrado de terciopelo azul con tres mazos diferentes de cartas de tarot atrajo mi atención.

VI

Tras mi visita a la feria busqué una cafetería por los alrededores sin encontrar ninguna de mi agrado.
Andando de acá para allá acabé extraviándome y preguntándome qué hacía en una desconocida galería comercial adonde había ido a parar.
Salí a una calle peatonal pavimentada de losas blancas. Contemplé a los viandantes que paseaban tranquilos, y más lejos los árboles de un parque cuyas copas oscilaban levemente.
Ése era el lugar idóneo para relajarse. Pero las piernas se me pusieron pesadas. A medida que me acercaba, el esfuerzo que debía realizar era cada vez mayor.
Si andaba despacio, podía seguir avanzando con dificultad, pero en cuanto aligeraba el paso, los pies se quedaban clavados en el suelo.
Mi situación empeoró cuando miré el reloj. La hora de estacionamiento había transcurrido, de forma que podían ponerme una multa e incluso retirar el vehículo.
La bomba de relojería de la angustia empezó a hacer tictac en mi pecho.
Tenía que irme, salir de la ciudad. Ante mi vista nublada se extendía la carretera como una promesa de libertad. Mis manos sudorosas se agarraban a un volante imaginario. Soñaba con el viento que entraba por la ventanilla.
Di media vuelta y, luchando contra mi disnea y mi parálisis, confiando más en mi instinto de supervivencia que en mi sentido de la orientación, me dirigí a la calle donde había aparcado el deportivo rojo.

 

 

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[Soñando más y más]

20 de octubre de 2012 03920 de octubre de 2012 047

 

 

 

Soñando más y más
Acogiendo, entregándose
Soñando más y más
El alma va agrandándose

 

 

 

 

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El descenso

Cuando era niño, vivía en las copas de los árboles contemplando las nubes y dialogando con los pájaros.
A veces el viento soplaba huracanado, pero por lo general corría una brisa suave.
Desde allí arriba todo me parecía hermoso. Ni siquiera las carreteras ni los postes del tendido eléctrico estropeaban significativamente el paisaje.
Sin saber cómo fui descendiendo. De las cimas de los árboles pasé a las horquetas de las gruesas ramas, donde se estaba cómodo y se disfrutaba también de un amplio panorama.
Desde luego, no era lo mismo. Hablaba menos con los pájaros que revoloteaban más arriba o pasaban en bulliciosas bandadas.
Ojalá todo hubiese acabado ahí.
Yo lo achaco a la fuerza de la gravedad, pero seguí tronco abajo como una hormiga que regresa a su refugio subterráneo.
Así llegué a las mismas raíces del árbol, donde ahora resido.
Es verdad que echo de menos sus cimbreantes ramas. Pero éste es mi lugar. No el que he elegido sino el que me corresponde.
Antes tenía por compañeros a los pájaros y a las nubes. Ahora tengo a las hormigas. Antes estaba donde quería. Ahora estoy donde debo. Antes me sostenía el árbol. Ahora soy yo quien lo ayudo a tenerse en pie.

 

 

 

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