Tardaron poco tiempo en regresar. Habían ido a buscar unas parihuelas. A renglón seguido se aplicaron a la dificultosa tarea de sacarme del coche. Moncho entró y se colocó de pie en el asiento del copiloto. Chencho abrió la puerta del conductor. Eran fuertes y hábiles.
Como no ignoraba que los accidentados con una fractura, máxime si era de columna, debían permanecer in situ hasta la llegada de un médico, me asusté cuando los enanos empezaron a manipularme.
La punzada en la espalda persistía pero no pasó nada. Me sentí feliz de dejar el habitáculo donde había permanecido durante la noche. Y me reanimé cuando la lluvia me mojó la cara.
Los enanos, como supe posteriormente, eran unos expertos que tenían asignada esta tarea de rescate.
Las aguas lamían las ruedas del Mercedes. Mis camilleros, que calzaban botas altas, tuvieron que chapotear. Estaban tan concentrados en su trabajo que parecían no darse cuenta.
Moncho me cogió por las axilas y Chencho por las corvas. Sin brusquedades me sacaron del vehículo, lo rodearon y me tendieron en las parihuelas.
Acostado en ellas, contemplé el arroyo embravecido y espumeante cuyo caudal aumentaba a ojos vistas. Moncho me cubrió con una manta de estameña, abrigada y rasposa, por la que resbalaba el agua sin empaparla.
Dijo: “De buena te has librado”. Si el temporal proseguía, el coche se anegaría. Incluso podía ser arrastrado por la corriente.
Miré con indiferencia ese armatoste pintado en un tono café con leche. Más leche que café según la apreciación zumbona de Elena.
En absoluto apenado por abandonar el Mercedes a su suerte, dirigí mi atención al arroyo salido de madre y convertido en una fuerza ciega.
Con sus manos pequeñas de dedos morcillones, Moncho y Chencho asieron las varas de las parihuelas. Las levantaron sin esfuerzo y se pusieron en marcha.
Ni siquiera para un par de robustos enanos era tarea fácil andar por la empinada ladera del barranco. Podía ver la cara de Chencho que, aunque no rezongase, no lo estaba pasando bien. Durante el camino, que fue largo, apenas despegó los labios. De los dos era el más reservado.
Recorrimos un tramo de pizarras que puso a prueba la pericia de mis camilleros. Las lajas crujían bajo sus pies que ellos sabían cómo colocar para no salir rodando.
Avanzando por entre unos chaparros que habían arraigado en ese lugar, llegamos hasta una banda de tierra sin matorral.
Esta pista en declive estaba llena de guijarros. Avanzamos despacio. Cuando el terreno se puso impracticable, los enanos descendieron de lado hasta la orilla del arroyo desbordado, cuyo curso remontábamos.
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¡Oh que entrañables enanillos, esperemos que podamos encontrarlos por el bosque algún día!, eran valientes del todo, esos personajillos y qué fuerza.
Bonita portada, ¿ es la fuente de Arias?, que agua más rica de la montaña, da gusto beberla.
No son enanillos ni gnomos sino unos señores enanos, como los que aparecen en El Señor De Los Anillos. Robustos, decididos, conocedores del terreno y de su trabajo. Sólo ellos pueden sacar a Jonás del barranco, y eso es lo que están haciendo.
La foto de la cabecera corresponde, en efecto, a la fuente de numerosos caños que hay a la entrada de la peña de Arias Montano, de agua tan fresca y reparadora, tanto si la bebes como si te refrescas con ella.
Moncho y Chencho han tomado el papel momentáneo (como pasa con alguna frecuencia en la vida) de ángeles custodios (en sentido lato y no, religioso) para «Jonás». Cuando todas las puertas se han cerrado, cuando la incertidumbre se ha tornado incierta por completo (sin redundancia, con intención de reforzarla), es que surgen respuestas inesperadas con ángeles custodios que lo encaminan a uno hacia buen puerto.
«Jonás» está regresando a la realidad, ¿lo hará siendo el mismo que era antes o habrá un «camino de regreso» epifánico?
El agua que ha estado a punto de ser su tumba, se ha vuelto en la purificación que lo empapa, que lo lava, para enfrentar lo que sigue, gracias a la fuerza de los enanos.
Hermosa lección nos regalas, querido bardo, de no despreciar ni menospreciar el auxilio que nos llega en la forma y el fondo menos imaginados y, por ello, Moncho y Chencho tienen una fuerza importante para el desarrollo de tu «novella».
Te abrazobeso con grande cariño, mi muy querido maestro y hermano.
Ángeles custodios (¿por qué no en sentido religioso también? es otra legítima interpretación, pues, aunque los enanos no tengan alas, aparecen inesperadamente, cuando las cuerdas están demasiado tensas, cuando el arroyo embravecido puede anegar y arrastrar al coche y a su ocupante). O, más humanamente, camilleros.
Ellos son los que se encargan de recoger a los descalabrados, a los que han sufrido un accidente que los ha dejado para el arrastre o para el desguace. ¿Y adónde los van a llevar sino a un puerto seguro, a una rada tranquila?
Es interesante que hayas apuntado que es un regreso a la realidad. En un sentido veraz y profundo, de eso se trata. No de un retorno a la realidad social, impostada, sino a aquella en que todo cobra significado, en que los actos propios y ajenos son transparentes. Aquella en la que el «teatro» está ausente.
Jonás, por supuesto, no puede ser el mismo. Ese regreso es una conversión. Si sigue siendo el mismo, no hay regreso.
Aunque es cierto que hay factores externos que intervienen, es él, Jonás, en definitiva, quien tiene la última palabra.
De momento, deja atrás sin ninguna pena el pretencioso coche con el que se ha despeñado.
Sin duda, Moncho y Chencho, tan callados y tan serviciales, tienen un papel importante en este tramo de la historia. Ellos son los que van a conducir a Jonás en unas parihuelas al otro lado. Ellos son, digámoslo así, los instrumentos.
En la vida ocurre de ese modo. Hay personas que nos salvan, y de las que no volvemos a saber nunca más o no hay una relación duradera con ellas. Pero gracias a su colaboración, a su apoyo, a su actuación providencial, logramos salir a flote.
Dicho lo anterior sobre los seres instrumentales, añado que espero haber construido dos personajes y no dos meros comparsas. Me refiero a Moncho y Chencho.
Aunque hubiese mil personajes en la «novella», me gustaría que todos ellos tuvieran cuerpo y alma. Exactamente como lo hace Tolstoi en Guerra Y Paz.
Gracias por tus comentarios en los que afinas cada vez más. Un abrazo.
Delicioso comentario en el que amplías tus ideas creativas y la base conceptual con la que estás fraguando esta obra, Antonio querido.
Por favor, jamás serán tus personajes serán comparsas de relato, sino que todos y cada uno son indispensables para su desarrollo. Tolstoi estaría satisfecho de su influencia en ti. Creo que Guerra y paz nos marca a todos los que la hemos deleitado, que hemos, de uno u otro modo, mamado de ella.
Gracias por la generosidad en compartir la savia que corre dentro de ti y por ser maestro tan caro del buen escribir (en forma y fondo).
Te mando cálido y fraternísimo abrazobeso, vate.