Todos se levantaron de la mesa y se acercaron a la chimenea cuyo fuego avivó Rafael a golpe de atizador. Fue entonces cuando sentí, como un zarpazo, el deseo de irme. De escapar.
La emergencia de ese impulso, paradójicamente, me mantuvo clavado a la silla de espaldar alto y recto más tiempo del necesario, de forma que mi comportamiento provocó suspicacias. Mariana me preguntó: “¿Te pasa algo?”. Y di una respuesta negativa.
Mentí. Algo me pasaba: quería irme.
Yo no era santo de la devoción de Mariana. Tampoco le era antipático. No le caía ni bien ni mal. Yo estaba allí por la amistad que la unía a Reme. Su actitud era comprensible. Seguramente me veía como un pasmarote. Un individuo que no sabía contar historias divertidas, de conversación pobre, introvertido.
Tras informarse, exhibiendo una amplia sonrisa, se dirigió al salón. Ahora me tocaba a mí hacer la entrada en el gárrulo círculo que se había formado al calor del fuego.
En la mesa de palisandro había botellas de licor. “Más alcohol no” pensé. Había alcanzado mi punto de saturación etílica. Seguir bebiendo sería un lamentable error.
Mariana no entendía ni aceptaba que yo no hiciera el esfuerzo de estar a la altura de las circunstancias. Si había que tomar una copa de coñac o de pacharán, ¿por qué no la tomaba y me dejaba de gaitas?
Pero ese esfuerzo ya lo estaba haciendo cuando retiré la silla y me puse en pie. Desde el sillón en que estaba sentada, Reme me hizo señas con la mano. Con una sonrisa de cartón piedra me encaminé adonde estaban los otros.
Eduardo, sin que lo cohibiera la atenta mirada de su mujer que había enarcado las cejas temiendo una salida de tono, declaraba solemnemente que como en su propia casa en ningún otro sitio.
Con ligeras variantes repitió esta lacónica frase varias veces, cuyo exacto significado explicó a continuación. “Como en casa de la madre de uno en ningún otro sitio se está mejor”.
Eduardo y Rocío no tienen hijos. De momento no se plantean esa cuestión. Trabajan los dos. Ella con un horario partido de mañana y tarde. Él sólo de mañana. Ella almuerza en el restaurante de la empresa. Él en casa de su madre. Ni se le pasa por la cabeza ir a la suya y prepararse la comida. ¡Menudo desastre está hecho!
Y añade: “¿Quién va a tener más miramientos contigo que tu madre?”. Y ríe. Elena lo mira de soslayo. Rocío enciende un cigarrillo y oculta el rostro tras una nube de humo. A pesar del camuflaje, observo que no se lo toma a mal. El resto encuentra divertidas esas reflexiones y lo anima a seguir.
“Llego a mi casa y mi madre me pregunta: ¿qué quieres almorzar? Le respondo: arroz con almejas”. Hace una pausa teatral y aclara: “Es uno de mis platos favoritos”. Acabado el inciso prosigue: “Se quita el delantal, va a la pescadería del supermercado, compra las almejas y me hace el arroz. Mientras tanto, veo el telediario y me tomo una cerveza”.
Todos se abalanzan dialécticamente sobre Eduardo, unos en broma y otras en serio. Él, muy gallito, no cesa de repetir: “¿Quién te prepara un arroz con almejas aunque no las haya y tenga que salir a buscarlas?”.
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Retrato perfecto de esas reuniones donde, en el fondo, nadie está convencido de encontrarse en ellas, pero que por no querer o saber escapar de los convencionalismos sociales que ellos mismos se auto-imponen, no dejan de asistir, de cumplir con el deber social.
Pérdida de tiempo, de vida y una actitud estúpida.
«El camino de regreso», se desliza por diversos matices de una entrega a la otra y creo que en momento próximo toda esa falsa placidez de la buena convivencia social se va a romper y todo quedará al descubierto.
Un grande abrazobeso, mi querido frater, y gracias por alivianarnos el espíritu con tus letras.
Son reuniones convencionales donde prima, desde mi punto de vista, lo que me permito calificar de tonteo fino. Todo resulta artificial, impostado. Hay una exigencia de estar a la altura, hay que cumplir unos requisitos contra los que se rebela y que deprimen al protagonista. Porque es un esfuerzo absurdo.
Es como tú dices en la primera parte de tu comentario, y que se puede resumir en una lamentable pérdida de tiempo y de energía.
Me pregunto quién no ha caído en esa trampa, quién no se ha prestado a ese juego.
En efecto, se aproxima un cambio. Dentro de poco el protagonista dirá «me voy» y se irá. Y se entrará en otra dinámica que no es la de la crítica social sino la de la interiorización. Ello implica una ruptura. Y un regreso.
Pero ese otro mundo ha quedado definitivamente atrás.
Gracias a ti, querido colega y amigo. Un fuerte abrazo.
Que mejor que estar flanqueado por ese paísaje de Orozus, para tomarlo como ejemplo de seguir comportamientos que nos resulten más naturales, de acuerdo a nuestra idiosincrasia, para no parecer fantoches arrastrados al fangoso territorio de los convencionalismos.
Será muy interesante ver de que manera logra romper el protagonista su atadura.
Excelente historia, siempre desmenuzándonos los conflictos existenciales a través de la interiorización de lo superflo y banal que resulta quedarse atrapado en ellos.
Muchas gracias por estas entregas. Feliz fin de semana.
La dinámica social impone siempre ciertas pautas de comportamiento que hay que aceptar si uno quiere integrarse. O rechazar, y en este caso se está de más.
Cada ambiente tiene, por así decirlo, su propio código.
En Orozuz hay uno que no favorece la naturalidad. Creo que, en general, la sociedad no la estimula. Y no digo esto porque yo sea roussoniano. El mito del buen salvaje es eso: un mito, un invento.
Ciertamente hay atmósferas más sofocantes que otras. La de Orozuz, para el personaje narrador, lo es produciéndose un desajuste entre lo interno y lo externo. Así que acabará yéndose en esa noche lluviosa en la que lo más sensato sería quedarse en la casa. Gracias a ti por tus reflexiones. Buen fin de semana.