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Posts Tagged ‘doble cancela’

18

La desazón se había esfumado. Me alejé sin prisa. No soplaba viento. No se oía el grito de ninguna ave nocturna. Sólo el aguacero. Arrullado por su sonsonete y por las revoluciones del motor emprendí el camino de vuelta.

Eran más de las doce. La noche era una inmensa cúpula de azabache donde, pulida y resplandeciente, bailaba la diosa Kali.

Los faros del Mercedes hacían emerger de las tinieblas a los alcornoques haciendo guardia en los lugares asignados sobre el tapiz verdeante.

Incluso bajo una lluvia recia era agradable el recorrido desde la casa a la salida de la finca. Uno se olvidaba de que también se iba acercando al barranco. El camino estaba trazado en sentido convergente. La doble cancela era el punto más próximo al despeñadero.

Los dueños de Orozuz eran conscientes del peligro que suponía la ubicación de la doble cancela. Su traslado más adentro planteaba un problema de difícil solución debido al mal entendimiento con los vecinos.

Entre la doble cancela y el barranco había poca distancia. La cuneta, que estaba encharcada, y una estrecha franja de tierra en declive. En esta pendiente crecían borrajas y jaramagos.

La casa había quedado atrás. Tan lejana y extraña como si perteneciera a otro planeta. El limpiaparabrisas funcionaba a tope. La visibilidad era aceptable. En cuanto divisé la doble cancela, reduje la velocidad.

Paré y me quedé mirando con irritación el doble cerramiento espléndidamente iluminado por los faros del coche.

Debía reconocer que las quejas y las pullas de Elena estaban justificadas. Fueron ella y Reme quienes salieron siempre. Una sostenía el paraguas y la otra abría y cerraba las cancelas. Alegando que era el conductor, me quedaba en el coche.

Era un fastidio tener que bajar. Ahora más que antes. Y esta misma operación debía repetirla otras dos veces.

Ante mí se alzaba una cancela metálica formada por un tablero rectangular pintado de verde, de cuya esquina superior derecha partía una barra semejante a una hipotenusa hasta el extremo del poste. Se abría obligatoriamente hacia dentro, pues, pegada a ella, había otra que era necesario empujar en dirección contraria.

Esta sucesión de dobles cancelas tenía una difícil explicación. La desavenencia entre vecinos no parecía razón suficiente para perpetrar ese disparate. En total había que franquear seis cerramientos.

No era tarea baladí llegar o salir de Orozuz. A propósito del nombre del alcornocal tuvimos, por cierto, la única conversación durante el viaje. No nos poníamos de acuerdo sobre su significado. Para Elena no tenía ninguno. Reme lo descompuso en “oro” y “azul”. La zeta final la achacaba a la pronunciación andaluza.

Apunté que se trataba del nombre de una planta también llamada regaliz. Al unísono me replicaron que eso era una chuchería de color negro.

 

 

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5

La casa estaba situada en el centro de un vasto alcornocal. Reme y Elena tomaron esos árboles por encinas. Las corregí, pero no me creyeron. Quien las sacó de su error fue el dueño de Orozuz que añadió, con una sonrisa de suficiencia, que esa confusión era frecuente en los habitantes de ciudad. Elena se apresuró a confesar “nuestra” ignorancia al respecto.

Incluso en esa noche lluviosa eran patentes la singularidad y la belleza de ese lugar. La residencia solariega se erigía en un calvero. La finca se extendía por una meseta que, por uno de sus lados, acababa en un abrupto barranco.

Desde la última doble cancela, el camino describía suaves curvas entre los alcornoques talados. Sus ramas se alzaban como robustos brazos. La propiedad estaba limpia de maleza. Todo eso evidenciaba el celo que los dueños ponían en su cuidado. De hecho, se tenía la impresión de haber salido de la sierra, donde la vegetación era densa.

En esa planicie desbrozada, aparte de los árboles, sólo destacaban algunos peñascos solitarios incrustados en la tierra. Brevemente, los faros del coche iluminaron también un amontonamiento de rocas en los confines de la dehesa tapizada de hierba.

Esa verde extensión recordaba una sementera cuyos tiernos tallos despuntaban pujantes y uniformes. Recordaba un campo de trigo o de cebada.

Reme comentó que una de las consecuencias de la lluvia era el barro. Yo no dije nada. Elena, que iba encogida en el asiento trasero, tampoco. Luego, apartando la mirada del cristal, masculló: “Espero que tengan encendida la chimenea”. No tardamos en llegar a uno de los laterales de la casa, donde había dos coches aparcados.

 

 

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4

Durante gran parte del trayecto se mantuvo callada. Salvo algunos comentarios relativos a la inminente tormenta y al asunto de las cancelas, permaneció abstraída en la contemplación del paisaje. Tan sólo en una ocasión se animó y participó en el debate a propósito del nombre de la finca.

Elena estaba decaída. Ésa era la razón de que mirase ensimismada a través de la ventanilla, y de que nos acompañase a Orozuz. Ella estaba invitada también, pero la idea de que viniese con nosotros fue de Reme. No dije ni sí ni no. Esa es mi forma de manifestar mi desacuerdo. Mi novia argumentó que si tenía que ir sola, se quedaría en su casa. Me encogí de hombros. Para mí ya era una prueba ir a esa cena. Ir con Elena era una complicación añadida.

La esperanza de que declinara el ofrecimiento de Reme duró poco. Elena aceptó arreglándoselas para dar la impresión de que nos hacía un favor. Aun después de haber accedido, yo abrigaba la secreta ilusión de que se arrepintiese. Me decía: “¿Qué ganas de frivolidades puede tener alguien que está bajo el impacto de una ruptura?”. Su novio la había dejado. No por otra. Sencillamente la había dejado.

Los días son tan cortos en diciembre que, cuando llegamos a Orozuz, era de noche. Y llovía con fuerza. Desde que cruzamos el puente sobre el Guadalmecín y cogimos el camino que salía a la derecha, el tiempo empeoró.

El camino bajaba hasta el río y discurría paralelo a él. Entre uno y otro había una franja arenosa donde crecían las adelfas. Luego el camino se desviaba a la izquierda, flanqueado por una alambrada de espinos. Este tramo recto acababa en una cuesta larga y empinada.

Más allá el camino se estrechaba. Entre ambas rodadas crecían matas de jara lobuna que barrían la parte inferior del coche. También los laterales eran azotados por los durillos que formaban una densa galería. La luz de los faros reverberaba en su rozagante follaje abrillantado por las gotas de agua.

Había también madroños cargados de frutos. Me habría gustado hacer un alto. Pero llovía y Elena no estaba de humor para recolecciones. Me limité a contemplarlos y seguimos hasta la primera doble cancela, donde no hubo más remedio que detenerse.

 

 

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