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Posts Tagged ‘deseo’

305.-Los símbolos son haces de significado que incluyen ideas, emociones y creencias vehiculadas por una imagen. El símbolo es la única forma de acceder a otros niveles de comprensión, de explorar territorios vírgenes, de abrir nuevos caminos.

306.-La percepción del símbolo es personal, pero el símbolo nos sobrepasa. Es él quien nos atrae a su campo gravitatorio. Cristo, Buda son imágenes arquetípicas (según el lenguaje junguiano) de una poderosa capacidad transformadora.

307.-Ser uno mismo es ser uno con Dios. Es decir, con la totalidad, con lo absoluto. Es ingresar en el reino donde los contrarios son trascendidos.

308.-No se trata de hacer confesiones ni de lloriquear ni de ajustar cuentas. El objetivo es transformar y trascender. Sólo eso tiene sentido.

309.-Alguien comenta en una reunión: “Hay perros que son más inteligentes que sus amos” “El mío” se apresura a confirmar uno de los presentes.

310.-Había un recluta que decía “carchuto” en lugar de cartucho. El capitán encargó a un cabo que solucionase ese problema lingüístico. El cabo llamó al soldado y empezó su trabajo de corrección. “Car-tu-cho” “Car-chu-to” “Car-tu-cho” “Car-chu-to”…Y así transcurrieron varias horas. Finalmente, muy ufano, fue a ver a su superior y le comunicó: “Mi capitán, el recluta Martínez ya sabe decir carchuto”.

311.-Disculpa. Soy inseguro con las caras, un mal fisonomista. Por eso no te he saludado. A veces ocurre que me veo en el espejo y me pregunto: ¿Quién es ese?

312.-El deseo es una brújula loca.

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285.- Leyendo “En busca del tiempo perdido”, cuando me enteré de que Albertine había muerto al caer de un caballo, pensé sinceramente que se trataba de un cuento chino puesto en circulación por la chica para librarse del Narrador. Ese percance novelesco no podía ser otra cosa que una estratagema. Mi teoría era que Albertine estaba hasta el moño de su amante y, aprovechando un viaje de este, se dijo: “Para que me deje tranquila cuando vuelva, muero en un accidente ficticio y asunto arreglado”.

Me costó trabajo asumir que estaba equivocado, que lo que yo tenía por una patraña era la pura verdad. Era más creíble la historia de una argucia femenina para hacer mutis que ese batacazo equino que acabó inopinadamente con su vida.

286.-Dice Emma: “¿Sabes cuál es el medio para volver loco a cualquiera, que puede ser aplicado a todos los niveles con éxito garantizado?” “Mejor es que no lo conozca para evitar la tentación de llevarlo a la práctica” “Tú no harías tal cosa” “Supongo que eso es un cumplido. Habla” “Si te mueves te doy una bofetada. Y si te estás quieto te doy otra” “Bonitas cosas me enseñas”.

287.-En un bar: “La cerveza es mi pastor. Nada de Fanta”.

288.-En una pared: “Un día más es un día menos”.

289.-Ascetismo y hedonismo es otra de las dicotomías sobre las que se asienta la vida. Son dos respuestas básicas del ser humano. Vivimos la vida orientados hacia uno o hacia otro. En ambas actitudes se plantea la cuestión de la entrega que en el hedonismo es a uno mismo, y en el ascetismo implica una apertura, pudiéndose llegar a la propia negación. El hedonismo se centra en el yo y el ascetismo, en mayor o menor grado, en los demás. Sin el segundo difícilmente sobreviviría la sociedad.

Por otro lado hay que subrayar que el hedonismo no está asociado a la alegría sino al placer. Ni el ascetismo a la tristeza sino a la austeridad.

El segundo se distancia y se da. El primero vive inmerso en la mundanidad para recoger el fruto de sus desvelos. Las consecuciones y los canjes son el terreno en que se mueve.

290.- La felicidad es un fantasma que en lugar de dar miedo atrae, pero como fantasma que es la corporeidad no se cuenta entre sus atributos. Es un fantasma perseguido, lo cual constituye un contradiós. No es él quien corre tras nosotros. Ocurre justo lo contrario. Pero ese acoso no acaba nunca en apresamiento porque, como es etéreo, siempre se escapa. Ese chasco incesante no nos desanima y seguimos tratando de alcanzarlo.

Esa pretensión, a veces desenfrenada, de ser el protagonista de una obra de teatro con final apoteósico, cristaliza a los sumo en un sainete.

De momento ninguna constitución garantiza la felicidad de los ciudadanos, aunque es previsible que un listo, reivindicándola como derecho inalienable, acabe haciendo el agosto. Ahí hay un filón. Tiempo al tiempo.

El caso es que la felicidad no se deja atrapar. Se esfuma con pasmosa facilidad. No obstante, el hecho de que su posesión sea problemática, por no decir ilusoria, no quita que sea la quimera con el mayor número de adeptos.

La felicidad no debería ser el objetivo o el sinvivir de los seres humanos, al menos de los que se declaran racionales.

Pero no nos engañemos. Recorreremos una y otra vez las habitaciones de nuestra casa en busca de ese fantasma que atraviesa las paredes en cuanto nos ve. Lo que nos impulsa a esa caza es el deseo, que es la fuerza motriz de nuestros actos.

Y ahí está el meollo de la cuestión. En ese fuego interior radica la realidad última. Su extinción es el signo indiscutible de que estamos muertos.

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2

A media tarde, cuando salimos de Sevilla, lloviznaba apenas. Una ráfaga de chispas de agua dejaba un discreto rastro en los cristales. No hacía falta siquiera accionar el limpiaparabrisas. Llevaba encapotado todo el día. La tormenta se estaba reservando para la noche. Este sirimiri era la inocente avanzadilla. Elena rezongaba. “¡Qué mala pata!” “Con el buen tiempo que hemos tenido hasta ayer” “Por lo menos que espere hasta que lleguemos”.

Elena conoce el arte de irritar al prójimo. Si se la ignora o, para salir del paso, se le da la razón como a los locos, se las arregla para incomodar a los culpables. Esta vez se portó bien y no se excedió dando la vara.

La noche se nos echó encima cerca de Orozuz, adonde para mi gusto llegamos demasiado pronto. El hecho de no ser los primeros no me hizo cambiar de opinión. Se trataba de una cena, no de una merienda. Reme y Elena me recordaron que podíamos aparecer cuando quisiésemos. Aun así, consideraba que tanta premura no estaba justificada. Esta cuestión suscitó una pequeña disputa.

Era finales de otoño. Hacía el tiempo propio de esa época del año. ¿Qué esperaban Elena y los otros invitados? ¿Que soplase una brisa primaveral que permitiera abrir los ventanales del salón? Casi todos manifestaron una pueril decepción. Se habían hecho tantas ilusiones. Procuré no ponerme crítico y sonreír.

La finca estaba en pleno monte. Para llegar a ella había que dejar la carretera y coger un camino en buen estado. Los dueños de Orozuz y los de las otras propiedades colindantes se encargaban de su conservación. Aunque el camino se estrechaba en algunos tramos, los coches circulaban con desahogo. Sólo había un inconveniente que ponía a prueba los nervios de sus usuarios.

En esa hora equívoca del anochecer, tras haber contemplado el campo reverdecido, las choperas vestidas con retazos de hojas amarillentas, los arroyos corriendo y las encinas multiplicándose a medida que nos adentrábamos en la sierra, en esa hora, en que por un feliz azar guardábamos silencio, tuve un presentimiento que más tarde cobraría cuerpo.

La visión de las ramas casi desnudas de álamos y fresnos desencadenó una sensación agridulce, e hizo aflorar un profundo deseo. Las hojas, pudriéndose y transformándose en humus, descansaban al pie de los árboles. Esa materia vegetal regresaba al seno de la tierra, de donde renacería hecha savia y sembraría de brotes tiernos los esqueletos leñosos en primavera.

Bajé el cristal lo justo para aspirar el olor a tierra mojada y plantas montaraces. Pero, obligado por las protestas de Elena que tenía frío, tuve que subirlo enseguida.

 

 

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1

Dice Rumi: “Quien es separado de sus raíces ansía volver a ellas”. Esta observación contiene la clave de lo sucedido. Es el código para desentrañar el sentido de una sarta de disparates. A primera vista no parece que haya ningún motivo para alegrarse. Por fortuna un impulso haló de mí. Una sacudida me sacó de mi modorra. Mi cansancio, mi hartazgo pudieron más.

Me fui. Sin encontrar resistencia. Un proceso tan expeditivo como aquella vez en que se me ocurrió hacer un comentario crítico sobre mi trabajo en casa de unos parientes. El tema no interesaba. Una prima de mi novia zanjó la cuestión de un plumazo: “Cambia de trabajo”. No se trataba de eso. Pero ellos iban a lo suyo y no estaban dispuestos a perder un minuto en algo que les traía sin cuidado.

Dije: “Me voy”. Reme no puso ninguna objeción a pesar de que iba a llevarme el coche. Esa indiferencia me entristeció. Estaba decidido a marcharme. Mi paciencia estaba colmada. Pero esperaba otra reacción por su parte. Esa actitud no me extrañaba en Elena. En definitiva, Reme prestó tan poca atención como los demás.

Hice lo que debía. Yo no pintaba nada en esa cena. Un deseo soterrado pugnaba por manifestarse. Alguna vez intenté explicar a mi novia ese estado de ánimo que experimentaba cada vez más a menudo. Parecía entender pero su comportamiento demostraba lo contrario. Yo quería creer que se hacía cargo, que las palabras eran útiles.

Hablar, en la mayoría de los casos, es contraproducente. Incluso a veces provoca reacciones agresivas. Reme argüía que ella pasaba también por malas rachas. Y no sólo ella sino todo el mundo. El síndrome de la moral por los suelos era la señal de que la conversación había llegado a un callejón sin salida.

Por si necesitaba una prueba más, ahí tenía su actitud en la cena. No le reprocho nada. Yo no estuve tampoco a la altura de las circunstancias. Es verdad que me sentía como gallina en corral ajeno. También lo es que no puse empeño en integrarme. Desde un principio consideré que no valía la pena. Me limité a resistir.

A ratos desconectaba. Le daba vueltas en la cabeza a un documental televisivo sobre tribus primitivas, algunas extinguidas, que veneraban a los animales y a las plantas. Los cuales eran dignos de ser honrados por ser anteriores al hombre, por estar más cerca del origen. Esas cavilaciones, desde luego, estaban fuera de lugar en una velada tan fina.

Nota.-En esta entrada puedes leer todos los episodios publicados hasta el día de hoy.

2

A media tarde, cuando salimos de Sevilla, lloviznaba apenas. Una ráfaga de chispas de agua dejaba un discreto rastro en los cristales. No hacía falta siquiera accionar el limpiaparabrisas. Llevaba encapotado todo el día. La tormenta se estaba reservando para la noche. Este sirimiri era la inocente avanzadilla. Elena rezongaba. “¡Qué mala pata!” “Con el buen tiempo que hemos tenido hasta ayer” “Por lo menos que espere hasta que lleguemos”.

Elena conoce el arte de irritar al prójimo. Si se la ignora o, para salir del paso, se le da la razón como a los locos, se las arregla para incomodar a los culpables. Esta vez se portó bien y no se excedió dando la vara.

La noche se nos echó encima cerca de Orozuz, adonde para mi gusto llegamos demasiado pronto. El hecho de no ser los primeros no me hizo cambiar de opinión. Se trataba de una cena, no de una merienda. Reme y Elena me recordaron que podíamos aparecer cuando quisiésemos. Aun así, consideraba que tanta premura no estaba justificada. Esta cuestión suscitó una pequeña disputa.

Era finales de otoño. Hacía el tiempo propio de esa época del año. ¿Qué esperaban Elena y los otros invitados? ¿Que soplase una brisa primaveral que permitiera abrir los ventanales del salón? Casi todos manifestaron una pueril decepción. Se habían hecho tantas ilusiones. Procuré no ponerme crítico y sonreír.

La finca estaba en pleno monte. Para llegar a ella había que dejar la carretera y coger un camino en buen estado. Los dueños de Orozuz y los de las otras propiedades colindantes se encargaban de su conservación. Aunque el camino se estrechaba en algunos tramos, los coches circulaban con desahogo. Sólo había un inconveniente que ponía a prueba los nervios de sus usuarios.

En esa hora equívoca del anochecer, tras haber contemplado el campo reverdecido, las choperas vestidas con retazos de hojas amarillentas, los arroyos corriendo y las encinas multiplicándose a medida que nos adentrábamos en la sierra, en esa hora, en que por un feliz azar guardábamos silencio, tuve un presentimiento que más tarde cobraría cuerpo.

La visión de las ramas casi desnudas de álamos y fresnos desencadenó una sensación agridulce, e hizo aflorar un profundo deseo. Las hojas, pudriéndose y transformándose en humus, descansaban al pie de los árboles. Esa materia vegetal regresaba al seno de la tierra, de donde renacería hecha savia y sembraría de brotes tiernos los esqueletos leñosos en primavera.

Bajé el cristal lo justo para aspirar el olor a tierra mojada y plantas montaraces. Pero, obligado por las protestas de Elena que tenía frío, tuve que subirlo enseguida.

3

Estuve sopesando los pros y los contras de alcanzar un cierto grado de euforia que me hiciese más llevadera la velada. Opté por el tinto. Agua, con la que estaba cayendo, teníamos bastante. Los nubarrones empezaron a descargar con fuerza cuando llegamos a la casa.

Sobre la mesa de nogal cubierta por un mantel bordado había copas de cristal tallado. Cuando se pasaban los dedos por ellas, se tenía la impresión de estar acariciando un diamante. Las copas tuvieron su parte de responsabilidad en mi decisión de entonarme. Incitaban a que las cogiesen, a que las sostuviesen en la mano, a que jugueteasen con ellas.

Hubo otros dos factores que me dieron el empujoncito final. El vino se merecía todos los honores que le rindieran. Era un tinto del Alto Duero sin mucho cuerpo. Un invitado que se las daba de conocedor, hizo un discreto gesto de desaprobación.

Se colaba sin sentir, suavemente. Nuestro entendido de pacotilla confundió esta facilidad con la de un aguapié. Lo mejor de este rubí líquido era su matizado regusto.

Su sabor y su aroma a manzanas y membrillos madurados al calor del tibio sol otoñal te conquistaban.

El otro factor fue Elena y sus impertinencias. La charla era distendida. El ambiente agradable. Había una buena predisposición general, como suele ocurrir en estos casos.

Fue ése el momento que ella escogió para introducir una piedrecita en el delicado engranaje social.

Contó la historia del filete de hígado de la que fue protagonista Olaya, uno de los presentes. Estaban en un restaurante y, cuando el camarero puso el plato en la mesa, ella no pudo evitar hacer un gesto de asco y murmurar: “¡Se va a comer eso!”. El aludido reconoció que el filete no estaba hecho, por lo que lo devolvió a la cocina para que lo pasasen por la plancha otra vez. Esbozando un nuevo visaje, Elena añadió: “A mí me dieron bascas”.

Un gesto descalificatorio, una observación aparentemente festiva, una actitud desganada. La gama de recursos escénicos de Elena es amplia y eficaz. Olaya se sintió incómodo. Incluso dio explicaciones innecesarias. Había sido objeto de una sutil ridiculización. Y no le gustó aunque lo disimuló. Pero así es Elena. Sus intervenciones marcan un antes y un después. Este resultado lo consigue sin descomponerse. Cuando se alude a su dulzura, por prudencia me callo.

4

Durante gran parte del trayecto se mantuvo callada. Salvo algunos comentarios relativos a la inminente tormenta y al asunto de las cancelas, permaneció abstraída en la contemplación del paisaje. Tan sólo en una ocasión se animó y participó en el debate a propósito del nombre de la finca.

Elena estaba decaída. Ésa era la razón de que mirase ensimismada a través de la ventanilla, y de que nos acompañase a Orozuz. Ella estaba invitada también, pero la idea de que viniese con nosotros fue de Reme. No dije ni sí ni no. Esa es mi forma de manifestar mi desacuerdo. Mi novia argumentó que si tenía que ir sola, se quedaría en su casa. Me encogí de hombros. Para mí ya era una prueba ir a esa cena. Ir con Elena era una complicación añadida.

La esperanza de que declinara el ofrecimiento de Reme duró poco. Elena aceptó arreglándoselas para dar la impresión de que nos hacía un favor. Aun después de haber accedido, yo abrigaba la secreta ilusión de que se arrepintiese. Me decía: “¿Qué ganas de frivolidades puede tener alguien que está bajo el impacto de una ruptura?”. Su novio la había dejado. No por otra. Sencillamente la había dejado.

Los días son tan cortos en diciembre que, cuando llegamos a Orozuz, era de noche. Y llovía con fuerza. Desde que cruzamos el puente sobre el Guadalmecín y cogimos el camino que salía a la derecha, el tiempo empeoró.

El camino bajaba hasta el río y discurría paralelo a él. Entre uno y otro había una franja arenosa donde crecían las adelfas. Luego el camino se desviaba a la izquierda, flanqueado por una alambrada de espinos. Este tramo recto acababa en una cuesta larga y empinada.

Más allá el camino se estrechaba. Entre ambas rodadas crecían matas de jara lobuna que barrían la parte inferior del coche. También los laterales eran azotados por los durillos que formaban una densa galería. La luz de los faros reverberaba en su rozagante follaje abrillantado por las gotas de agua.

Había también madroños cargados de frutos. Me habría gustado hacer un alto. Pero llovía y Elena no estaba de humor para recolecciones. Me limité a contemplarlos y seguimos hasta la primera doble cancela, donde no hubo más remedio que detenerse.

5

La casa estaba situada en el centro de un vasto alcornocal. Reme y Elena tomaron esos árboles por encinas. Las corregí, pero no me creyeron. Quien las sacó de su error fue el dueño de Orozuz que añadió, con una sonrisa de suficiencia, que esa confusión era frecuente en los habitantes de ciudad. Elena se apresuró a confesar “nuestra” ignorancia al respecto.

Incluso en esa noche lluviosa eran patentes la singularidad y la belleza de ese lugar. La residencia solariega se erigía en un calvero. La finca se extendía por una meseta que, por uno de sus lados, acababa en un abrupto barranco.

Desde la última doble cancela, el camino describía suaves curvas entre los alcornoques talados. Sus ramas se alzaban como robustos brazos. La propiedad estaba limpia de maleza. Todo eso evidenciaba el celo que los dueños ponían en su cuidado. De hecho, se tenía la impresión de haber salido de la sierra, donde la vegetación era densa.

En esa planicie desbrozada, aparte de los árboles, sólo destacaban algunos peñascos solitarios incrustados en la tierra. Brevemente, los faros del coche iluminaron también un amontonamiento de rocas en los confines de la dehesa tapizada de hierba.

Esa verde extensión recordaba una sementera cuyos tiernos tallos despuntaban pujantes y uniformes. Recordaba un campo de trigo o de cebada.

Reme comentó que una de las consecuencias de la lluvia era el barro. Yo no dije nada. Elena, que iba encogida en el asiento trasero, tampoco. Luego, apartando la mirada del cristal, masculló: “Espero que tengan encendida la chimenea”. No tardamos en llegar a uno de los laterales de la casa, donde había dos coches aparcados.

6

En la chimenea ardía un buen fuego que no caldeaba el espacio único formado por el salón y el comedor. En la primera pieza la temperatura era elevada, incluso se subían los colores en la cercanía del hogar. En la segunda subsistía un toque de frialdad.

Al entrar el efecto fue deslumbrante. Los alrededores de la casa estaban a oscuras. Bajamos del coche, dimos una carrera por la gravilla que crujía bajo nuestros pies, y subimos raudos los dos escalones del porche. Un farol de hierro forjado colgaba del techo. Entre las dos ventanas había una angarilla con sus cántaros. Ante la puerta, a modo de felpudo, había una estera redonda de esparto.

Lo primero que se me vino a la cabeza fue un museo de artes suntuarias. Mariana, la dueña, nos recibió amablemente. Nos agradeció de corazón que hubiésemos venido, máxime con este tiempo. También Rafael, su marido, y los otros invitados se pusieron en pie, pero ellos esperaron a que nosotros nos acercásemos para cruzar los saludos de rigor.

La chimenea estaba construida con ladrillos moriscos. Para la repisa habían aprovechado una gruesa viga de madera no completamente desbastada y barnizada de oscuro. La impronta de elegante rusticidad no pasaba desapercibida a nadie.

Mariana tenía buen gusto y una innegable inclinación por el lujo. Así lo demostraban el sofá y los sillones de terciopelo de color miel, la mesa baja de palisandro con incrustaciones de bronce y la alfombra persa.

Durante el viaje, cuando Elena había condescendido a hablar, su tono de voz había sido neutro, apagado. En cuanto entramos en la casa, recuperó el suyo habitual.

Se situó junto al fuego porque, según explicó, tenía el cuerpo cortado. Cualquiera pensaría que había pasado frío en el coche. O tal vez era una alusión a las tres veces que ella y Reme habían bajado para abrir las cancelas.

Permaneció un rato con las manos extendidas hacia las llamas, ante el guardafuego de cantoneras doradas tras el cual crepitaba la leña que cubría el tronco trashoguero.

Yo me senté en uno de los mullidos sillones de color miel. Alonso mantenía con Olaya una de esas charlas insustanciales que me ponían a prueba. Y eso era lo que me esperaba el resto de la noche.

7

Como una espada de Damocles, pero de efectos más devastadores por su considerable peso y tamaño, una araña de bronce sobredorado pendía sobre nuestras cabezas. Conté diez brazos que sostenían una tulipa de pergamino. Ese lampadario, que no era, aunque lo pretendiese, una antigüedad, tenía que haber costado de todos modos una fortuna.

Al sentarnos a la mesa, admirados, alzamos los ojos. Alonso entonó un panegírico, como si, en lugar de un objeto ostentoso, se tratase de una persona eminente. Mi mirada fue más bien de aprensión. Si ese armatoste se abatiese sobre nosotros, provocaría una escabechina.

Mariana, que además de diplomática era perspicaz, captando mi recelo, hizo notar que la lámpara estaba sujeta por una cadena de hierro tan fuerte que un elefante podría columpiarse en ella.

Los presentes celebraron la ocurrencia. Alonso quiso redondearla con un confuso comentario en el que sacaba a relucir una canción infantil. Sonreímos. Elena hizo un mohín cuya traducción exacta era: “¡Vaya churro!”.

La larga mesa de nogal estaba dispuesta con un gusto exquisito. Las sillas de espaldar alto y recto facilitaban la adopción de una postura correcta. Pegado a la pared, había un aparador con las botellas y los trebejos que utilizaríamos a lo largo de la cena.

Una alfombra semejante a la del salón cubría el enladrillado del comedor. Debido a la lejanía de la chimenea, en el otro extremo de la estancia, en esta parte había un punto de frialdad que el cuerpo no tardaba en percibir.

En el centro de la mesa había un jarrón de Sevres con un ramo de brezo. Agolpadas en densos racimos, las flores rosas ponían una nota de naturalidad en un escenario tan lujoso.

Era una pena que Mariana no pudiera contenerse y completara la decoración con adornos de piñas barnizadas y cintas rojas alrededor de una vela, como si estuviésemos en Navidad.

8

Aparte de los comensales mencionados, estaban también Eduardo Martín, el “connaisseur”, muy apreciado en las reuniones mundanas, y su mujer, menuda como él pero más tiesa. Ella se llamaba Rocío y, pese a esa impresión de envaramiento, era de conversación amena. Por sus cualidades, ambos eran invitados a numerosos acontecimientos sociales a cuyo lucimiento y animación contribuían.

Eduardo, cuando estaba en vena, que por fortuna era casi siempre, resultaba ingenioso y divertido. No era ni de lejos el caso de Alonso que quería pero no podía. Empeñado en caer simpático, esta incapacidad lo mortificaba aunque no tanto como a los testigos de sus infructuosos esfuerzos.

La opípara comida ha quedado grabada en mi memoria por derecho propio. La iniciamos con unos entrantes de jamón de cerdo ibérico alimentado exclusivamente con bellotas, mojama y ahumados (que le encantan a Rafael, aunque no le sientan bien, razón por la cual su mujer le lanzaba miradas disuasorias), espárragos blancos que se deshacían en la boca y una tarrina de angulas. Y unas galletitas crujientes, sin sal, ideales para acompañar.

Nos reímos cuando Eduardo cogió una pala y empezó a examinarla buscándole una aplicación. Mariana explicó que se usaba para servir los espárragos. Este era un detalle entre muchos. Los cuchillos reposaban en un curioso soporte. Los cubiertos y la panera, que imitaba una canastilla de mimbre, eran de plata, así como los servilleteros.

Aturdían tanto brillo y tanta meticulosidad. No sólo la plata resplandecía. También el cristal, el mantel y, sobre todo, la loza.

La fuente grande con el asado y otra más pequeña con el arroz, la salsera y los platos encandilaban con su blancura y seducían por su sencillez. Dos detalles les daban un toque personal: un filo y un monograma dorados.

El dibujo era pequeño y alambicado, siendo tarea ardua identificar las letras entrelazadas. Le comenté a Reme que yo no lo hubiese puesto en el fondo, sino en el reborde del plato. Mi novia replicó que era justamente ahí donde no se estampaban los monogramas.

9

El ruido de la lluvia, que había arreciado, y el ramo de brezo, que presidía la mesa, me ayudaron a sobrellevar la velada. El lejano chisporroteo del fuego actuaba también como un eficaz saboteador del protocolo.

La noche prometía ser larga. Mis dudas tenía sobre si aguantaría el tirón. El tamborileo del agua me servía de consuelo a la par que avivaba un sentimiento ambiguo que se fue concretando a lo largo de la cena.

Mariana fue recibida con muestras de júbilo cuando apareció radiante con las pulardas asadas. Era la sorpresa que nos tenía reservada. Consciente de la impresión provocada, la anfitriona se movía con soltura, sin dejar de sonreír. Fue entonces cuando Alonso quitó de su lugar de honor el jarrón de Sevres para que lo ocupase la fuente.

Lo que dieron de sí las pulardas sólo Dios lo sabe. O el Diablo que fue seguramente el inspirador de tantas pampiroladas como se dijeron al respecto.

Fueron objeto de un chicoleo impropio, máxime cuando nadie estaba seguro de la identidad de esas aves. ¿Eran gallinas o pollos? ¿O eran una raza aparte? ¿Raza o especie?

Alonso, sin dejar de engullir, sostenía que eran cebones. Le replicaron que un cebón era cualquier animal al que se castraba y engordaba.

Eduardo intervino en el momento oportuno para decir que en realidad eran pollas. Esta observación, a pesar de la finura imperante, desencadenó la hilaridad de los presentes. “No se trata de una broma” dijo.

Y añadió: “Hay además varias clases según su peso y tamaño”. Él mismo, incapaz de contenerse, se unió al alborozo general sin dejar de insistir en que llevaba la razón.

10

El asado presentaba un apetitoso y uniforme color dorado. Aunque venían trinchadas de la cocina, los trozos estaban dispuestos de forma que las dos aves parecían enteras. Rechonchas y con las patas encogidas, las dos pulardas, bañadas en su propio jugo, hacían la boca agua.

Mariana, utilizando los pertrechos “ad hoc”, procedió a servir. Rafael descorchó otra botella que reavivó nuestro entusiasmo. No era yo el único que apreciaba el buqué del vino. A estas alturas tenía ya varios incondicionales.

Cuando cada comensal tuvo ante él su plato con la ración de carne, Mariana puso en circulación el recipiente ventrudo con una salsa cremosa. Por último, pasó de mano en mano la fuente de arroz basmati.

Alonso proclamó que la salsa estaba de rechupete. Con su habitual llaneza, Mariana explicó que no tenía ningún secreto: a la crema fresca le había añadido un poco de jugo del asado. Eso era todo.

Alonso, incrédulo, negó que eso pudiera ser todo. Sonriendo complacida, la anfitriona ratificó lo dicho.

La salsa, en efecto, era una exquisitez. El sabor de las pulardas impregnaba su suave textura. Mezclada con el arroz era una delicia irresistible. Se acabó pronto. Mariana, que tenía preparada más, se levantó y rellenó la panzuda vasija de loza con el filo dorado.

Las mujeres ayudaron a Mariana a llevar los platos y las fuentes a la cocina. Colaboro de buen grado pero me repele dar lecciones. Como vi que los otros hombres permanecían sentados, hice lo mismo.

Mi mirada se cruzó con la de Elena y leí claramente en sus ojos lo que pensaba. En otras circunstancias me hubiese irritado, incluso hubiese entrado al trapo, pero en mi estado de ánimo no me afectaban las impertinencias. En este sentido, Reme es más contemporizadora.

Ante Elena, que no daba nunca su brazo a torcer, sólo cabía la sumisión. Su perspicacia le permitía, además, descubrir las motivaciones secretas, ésas de las que uno mismo no quiere enterarse. No tenía nada de extraño que su novio hubiese puesto tierra de por medio.

Pero lo fastidioso y contradictorio era que no me identificaba con el comportamiento, los chistes y los guiños de complicidad de Alonso y los otros. Y allí estaba yo sin escuchar lo que ellos hablaban y sin ayudar a ellas, en esa tierra de nadie.

11

Por último colocaron en la mesa una tabla con quesos, de los que Rafael encomió el zamorano, y un frutero con escenas galantes encuadradas en un cordoncillo dorado. Por fin, como dijo Eduardo, íbamos a poder utilizar los dos cuchillos que seguían impertérritos sobre el inmaculado mantel, uno de los cuales acababa en una punta curva como una gumía y bífida como la lengua de una víbora.

Todo el mundo quedó prendado del frutero rococó con su montaña de frutas en perfecto equilibrio. Mariana se había esmerado en su distribución y el efecto era espectacular. Aunque ella, toda urbanidad, hizo votos de modestia, se advertía que estaba orgullosa de la composición.

Rafael fue categórico. Alonso lo apoyó de inmediato. El primero cogió un gajo de uvas y dictaminó: “Con el queso zamorano son “boccato di cardinale”. Enhebrando banalidades, expoliaron el racimo y trastocaron la calculada disposición de las frutas.

Mariana había combinado los granos brillantes de las uvas con las manzanas de piel roja, los membrillos, las nueces y las moras. Sólo probé éstas últimas que la anfitriona en persona había ido a recoger.

Durante el viaje había contemplado los colores del otoño. Pero los que ahora surgían en mi interior venían de antiguo. Estas pinceladas componían un cuadro deslavazado pero de una realidad apabullante.

Las llamaradas inmóviles de los zarzales dibujaban una bóveda compacta en el recodo del río. Las hojas cobrizas se reflejaban en el agua remansada. En mi retina quedó flotando la imagen de una caldera invertida con abolladuras.

De las antañonas encinas de corteza negra y resquebrajada colgaban largos líquenes que se balanceaban al menor soplo de viento. El tono grisáceo de las barbas daba un aire venerable a estos árboles, que, en lo más agreste de la sierra, formaban una colonia.

Los chopos erguían sus ramas hacia el cielo plomizo. Aquí y allá se balanceaban algunas hojas pajizas cuyos peciolos no resistirían mucho tiempo. Alrededor de los troncos, semejantes a columnas plateadas, se extendía una alfombra vegetal.

Los amarillos, los anaranjados, los escarlatas, los marrones, los colores del otoño se diluían poco a poco. La gama cromática se iba uniformando ante la inminente llegada del invierno.

12

Todos se levantaron de la mesa y se acercaron a la chimenea cuyo fuego avivó Rafael a golpe de atizador. Fue entonces cuando sentí, como un zarpazo, el deseo de irme. De escapar.

La emergencia de ese impulso, paradójicamente, me mantuvo clavado a la silla de espaldar alto y recto más tiempo del necesario, de forma que mi comportamiento provocó suspicacias. Mariana me preguntó: “¿Te pasa algo?”. Y di una respuesta negativa.

Mentí. Algo me pasaba: quería irme.

Yo no era santo de la devoción de Mariana. Tampoco le era antipático. No le caía ni bien ni mal. Yo estaba allí por la amistad que la unía a Reme. Su actitud era comprensible. Seguramente me veía como un pasmarote. Un individuo que no sabía contar historias divertidas, de conversación pobre, introvertido.

Tras informarse, exhibiendo una amplia sonrisa, se dirigió al salón. Ahora me tocaba a mí hacer la entrada en el gárrulo círculo que se había formado al calor del fuego.

En la mesa de palisandro había botellas de licor. “Más alcohol no” pensé. Había alcanzado mi punto de saturación etílica. Seguir bebiendo sería un lamentable error.

Mariana no entendía ni aceptaba que yo no hiciera el esfuerzo de estar a la altura de las circunstancias. Si había que tomar una copa de coñac o de pacharán, ¿por qué no la tomaba y me dejaba de gaitas?

Pero ese esfuerzo ya lo estaba haciendo cuando retiré la silla y me puse en pie. Desde el sillón en que estaba sentada, Reme me hizo señas con la mano. Con una sonrisa de cartón piedra me encaminé adonde estaban los otros.

Eduardo, sin que lo cohibiera la atenta mirada de su mujer que había enarcado las cejas temiendo una salida de tono, declaraba solemnemente que como en su propia casa en ningún otro sitio.

Con ligeras variantes repitió esta lacónica frase varias veces, cuyo exacto significado explicó a continuación. “Como en casa de la madre de uno en ningún otro sitio se está mejor”.

Eduardo y Rocío no tienen hijos. De momento no se plantean esa cuestión. Trabajan los dos. Ella con un horario partido de mañana y tarde. Él sólo de mañana. Ella almuerza en el restaurante de la empresa. Él en casa de su madre. Ni se le pasa por la cabeza ir a la suya y prepararse la comida. ¡Menudo desastre está hecho!

Y añade: “¿Quién va a tener más miramientos contigo que tu madre?”. Y ríe. Elena lo mira de soslayo. Rocío enciende un cigarrillo y oculta el rostro tras una nube de humo. A pesar del camuflaje, observo que no se lo toma a mal. El resto encuentra divertidas esas reflexiones y lo anima a seguir.

“Llego a mi casa y mi madre me pregunta: ¿qué quieres almorzar? Le respondo: arroz con almejas”. Hace una pausa teatral y aclara: “Es uno de mis platos favoritos”. Acabado el inciso prosigue: “Se quita el delantal, va a la pescadería del supermercado, compra las almejas y me hace el arroz. Mientras tanto, veo el telediario y me tomo una cerveza”.

Todos se abalanzan dialécticamente sobre Eduardo, unos en broma y otras en serio. Él, muy gallito, no cesa de repetir: “¿Quién te prepara un arroz con almejas aunque no las haya y tenga que salir a buscarlas?”.

13

Eduardo, que tanto hablaba de comida, era el espíritu de la golosina. Lo que realmente le gustaba era ser el centro de atención y armar jaleo. En este aspecto me recordaba a Joselito, aunque sin la maldad de éste.

Joselito era un cizañero con la cabeza gorda y el pelo rizado. En nuestra adolescencia, durante las vacaciones navideñas, nos reuníamos en uno de los almacenes de Cirilo Cortés. Su padre los alquilaba, pero siempre había uno libre que utilizábamos para nuestras fiestas.

En esa ocasión disponíamos de un local que, como no tardamos en descubrir, comunicaba con otro cuyo arrendatario era un ropavejero.

La tentación estaba servida. Cirilo nos amenazó con echarnos si metíamos las narices donde no debíamos. Luego, cuando llegó el momento, él fue uno de los que participó con más ardor.

La noche se había cerrado en agua. Las chicas no habían salido. Nosotros, sin embargo, acudimos puntuales a la cita. El almacén, a pesar de la decoración y de las luces de colores, tenía un aire desangelado.

Había una mesa camilla con un brasero eléctrico, alrededor de la cual estábamos apelotonados, unos jugando a las cartas y otros mirando. Estábamos soberanamente aburridos pero resistiendo como valientes.

La idea partió de Joselito. Las cartas quedaron esparcidas en la mesa y se planteó la posibilidad prohibida. Las razones en contra alegadas por Cirilo fueron rebatidas con otras a menudo tortuosas. Pero, como en definitiva, él estaba también por la labor, cedió limitándose a señalar dos o tres condiciones de inexcusable cumplimiento, que nos apresuramos a acatar.

El chisgarabís de Joselito culebreaba entre nosotros, frotándose las manos y haciendo gestos ostentosos.

Luego empezó a contonearse y a abanicarse con un imaginario pericón que sostenía a la altura del ombligo, mientras se llevaba a los labios una invisible boquilla de la que aspiraba el humo con delectación. Éste fue el pistoletazo de salida.

14

Entramos atropelladamente en el box que servía de oficina y esperamos a que Cirilo manipulase la cerradura de la puerta que comunicaba con el local vecino. Antes de dejarnos pasar se esforzó en poner orden y silencio, pues quería recordarnos las instrucciones dadas. No pudo a pesar de que repetía lastimeramente: “¡Soy el responsable! ¡Soy el responsable!”.

Encendimos las luces y nos perdimos por entre las desvencijadas estanterías de madera donde se apilaba la ropa usada. La primera impresión era de desbarajuste, pero el género estaba clasificado y dividido en secciones.

Los abrigos, chaquetones y vestidos largos estaban guardados en armarios, en uno de los cuales se alineaban, colgados de perchas apretadas, trajes de época. Había también baúles con accesorios y varios montones de ropa en el suelo.

En cuanto empezamos a revolver la mercancía, el tufo a sobaquina se intensificó sin que por ello menguara nuestro entusiasmo.

La idea de travestirnos fue general. Uno se puso un traje de noche con mangas de tul plisadas y anchas. Otro, con falda de raso y blusa blanca, se echó sobre los hombros un ajado abrigo de astracán. Un tercero escogió un chaquetón con el cuello y los puños de piel, ajustado con un cinturón.

Dejando a un lado a la tirolesa con su delantal ribeteado de encajes y su blusa abullonada, furor causaron quienes tuvieron la paciencia y la imaginación de vestirse como en tiempos pasados. Había una damisela con peluca llena de rizos que lucía una falda ahuecada por un miriñaque. Otra había optado por un vestido con polisón en forma de gran lazada. Y por último contábamos con una sacerdotisa o con una zarina. La túnica blanca, el manto de terciopelo y la diadema con ínfulas de este disfraz se prestaban a diversas interpretaciones.

Fue en lo más animado de la fiesta cuando la puerta se abrió de golpe y se produjo la funesta irrupción. Bailábamos o paseábamos por el húmedo almacén. No había una gota de alcohol, ni tampoco refrescos. Las bebidas se habían acabado y no se habían repuesto. Estábamos viviendo sobrios esa fantasía colectiva.

Todo iba bien hasta el allanamiento. No tuvimos tiempo de hacer nada. Vimos con horror cómo los miembros de otras dos pandillas con las que manteníamos una relación de rivalidad, invadían nuestro dominio. Les faltó tiempo para silbar y abuchearnos, tronchándose de risa mientras más corridos nos veían.

Cirilo, que era el responsable como tantas veces nos había repetido, salió al paso de los intrusos que se burlaron de él.

Ni lo escucharon ni atendieron su petición de que se fueran. Algunos manifestaron su deseo de unirse a la fiesta cumpliendo el requisito exigido. La situación estaba tomando un feo cariz. Si aquella turba entraba en la ropavejería contigua, el resultado sería una catástrofe.

Quitamos la música y ellos la pusieron. La volvimos a quitar y ellos la volvieron a poner entre risas, insultos, bromas pesadas y conatos de peleas. Lo que salvó la situación fue que de beber sólo había agua, y con la que estaba cayendo esos advenedizos tenían bastante.

15

¿Qué había sido del ratonil Joselito durante este zafarrancho? Sospechábamos que el autor de esta jugarreta era él por dos razones.

Una subjetiva: Joselito nos daba mala espina porque era liante y embustero, aunque él se creía gracioso. Había detalles en su comportamiento que nos hacían recelar.

Otra objetiva: algunos lo habían visto irrumpir con la tropa en el almacén. ¿No tenía que estar dentro con nosotros?

Alguien había salido y había dejado abierta la puerta permitiendo la entrada de esos huéspedes indeseables, a los que con seguridad esa misma persona había avisado.

Nos aplicamos a reconstruir la secuencia de acontecimientos. ¿Quién fue el último que vio a Joselito? ¿Dónde?

En la ropavejería todos lo habíamos visto con una boa de plumas alrededor del cuello corriendo de un lado a otro y haciendo mil monerías. Joselito tenía alma de bufón.

Entre brinco y brinco aprovechaba para dar un pellizco a quien pillara desprevenido. Luego se alejaba gritando: “¡Me ha cogido el culo! ¡Fulano me ha cogido el culo!”.

En cierto momento dejamos de verlo y de escucharlo. Conforme nos travestíamos, regresábamos a nuestro local. Llegamos a la conclusión de que él fue el primero que salió. Estábamos inmersos en el juego y nadie se percató de su desaparición.

Él negó el cargo de traición, pero reconoció que había salido fuera a tomar el aire porque estaba sofocado a causa de los saltos y las carreras. “Cogí un paraguas y di un paseo por la calle” explicó.

Había en su mirada un trasfondo de socarronería que era un indicio cierto de su indignidad. Pero la prueba concluyente nos la suministró un pandillero contrario. Fue Joselito, en efecto, quien apareció corriendo en el bar donde ellos estaban reunidos, y los soliviantó con la noticia.

16

El deseo de partir se hizo más intenso. El momento de retirarme había llegado. Seguir allí más tiempo era un acto de violencia contra mí mismo. Y de deslealtad. Había ido más lejos de lo que pensaba. Más allá de los postres.

Sentado en uno de los confortables sillones, al calor del fuego, respondí negativamente al ofrecimiento de Rafael. No tenía ganas de beber coñac ni pacharán ni whisky.

Una sola idea bullía en mi cabeza. Me sentía como el hijo pródigo que, tras haber malgastado su fortuna, se vio reducido a la condición de porquero. De porquero hambriento que disputaba a los cerdos las bellotas. Las bellotas que él mismo dejaba caer a pedradas o lanzando el cayado a las encinas.

Indigno y sucio, lo envenenaba el desasosiego. Entonces se irguió, se mesó las greñas y echó a andar haciendo caso omiso de los empellones y los gruñidos de los cerdos, sabiendo que sólo podía aspirar a ser tratado como uno de los jornaleros de su padre.

Balbucí un pretexto. La atmósfera estaba cargada del humo del tabaco. Saldría al porche a tomar el aire y estirar las piernas.

Reme y Elena mantenían una animada charla con Rocío. Estaba seguro de que ninguna de las dos quería irse todavía. Mi propuesta provocaría un tenso tira y afloja. Elena, repuesta de su decaimiento, intervendría con un comentario sarcástico al que no sabría responder adecuadamente.

Si me iba y las dejaba allí, no les creaba ningún problema. Podían regresar a Sevilla con Eduardo, Olaya o Alonso. O podían quedarse en Orozuz. Mariana estaría encantada de darles alojamiento.

Me levanté y crucé la estancia. Antes de salir cogí mi chaquetón azul marino que estaba colgado en un perchero.

El porche, alumbrado por el farol, tenía un aire tristón. Llovía fuerte. Oí la puerta y volví la cabeza. Eran Elena y Reme.

“Me voy” dije. “¡Con lo que está cayendo!” exclamó Reme. “Nosotras debemos irnos también para dentro. Aquí hace frío” dijo Elena. Al parecer no les importaba que las dejara allí. “Te esperamos junto a la chimenea” dijo Reme al tiempo que ambas daban una carrerita y se metían en la casa.

Solo en el porche, entre los dos pilares de ladrillos moriscos que sostenían el arco central, estuve mirando un rato la cortina de agua. Me tranquilicé. La urgencia de partir se limitó a una simple decisión cuyo cumplimiento daba por hecho.

Vicenteto, como lo llamaban los niños para hacerlo rabiar, era un agricultor cascarrabias. Normalmente renegaba porque no llovía lo suficiente. Acusaba entonces a San Pedro de cicatero. Para Vicenteto, este apóstol era el encargado de las puertas y de los grifos del cielo. En periodos de sequía no paraba de increparlo. “Ya está haciendo de las suyas” repetía una y otra vez.

Aquejado de permanente mal humor, esta noche, dando un giro irreverente, habría exclamado: “¡Ya podía dejar de mear!”.

Levanté el cuello del chaquetón y, haciendo rechinar la capa de grava bajo mis pies, corrí hasta el coche aparcado en un lateral de la casa.

17

Incluso en la oscuridad destacaba. Esa mole alargada, curvilínea y elegante era mi coche. Un Mercedes Benz de color café con leche claro, dotado de un potente motor de no sé cuántos cilindros. Conocidos y desconocidos lo piropeaban. A juzgar por su cara de complacencia, todos quedaban prendados del bólido.

Tras manifestar su admiración, venían las preguntas técnicas que ponían de manifiesto mi supina ignorancia. Mi balbuceo y mis incoherencias provocaban también el pasmo de mis interrogadores. ¿Cómo el dueño no sabía al dedillo todos los detalles relativos a esa fabulosa máquina?

A veces cortaba por lo sano. Otras me prestaba a hacer el paripé. Los entendidos y los impertinentes abundaban. He pasado demasiados exámenes en mi vida para que sea de mi agrado responder a ningún cuestionario.

Mi reacción más corriente era hacer un comentario jocoso que pusiese punto final a esa fastidiosa situación. “Lo único que sé es que los coches tienen cuatro ruedas, más la de repuesto” “Yo distingo a duras penas un coche de una moto”.

Cae por su peso que la idea de comprar esa maravilla de la tecnología alemana no fue mía. Me dejé convencer porque las razones esgrimidas eran aplastantes. Mi única defensa se basaba en afirmar que ese coche no iba conmigo. Pero ese argumento subjetivo nadie lo tomaba en serio.

El artífice de este negocio y, sospecho, beneficiario de la correspondiente comisión fue uno de mis cuñados. El coche, de segunda mano, en buen estado, era una ganga se mirase como se mirase. Acabé comprándolo para que me dejaran tranquilo.

Abrí la puerta y me arrellané en el asiento. Me desabroché el chaquetón e introduje la llave de contacto, pero no puse el motor en marcha. El interior estaba tapizado de cuero en un tono ocre a juego con el de la carrocería. Estuve unos minutos con las manos en el volante, sin pensar en nada, oyendo el golpeteo de la lluvia.

Arranqué el coche y encendí las luces. El motor emitió un potente rugido, como correspondía a su cilindrada. Puse en funcionamiento los limpiaparabrisas. En el morro del vehículo se dibujaba con nitidez la estrella de tres puntas.

Di marcha atrás y enfilé el camino. Tenía la perturbadora impresión de que el logotipo del Mercedes me marcaba la dirección. Lo que ocurrió después confirmó ese temor. Némesis se abate sobre quien traspasa sus propios límites.

Mi hibris era el Mercedes Benz, ese coche aparatoso que me sobrepasaba en todos los sentidos. En mi caso, más que de pecado, había que hablar de debilidad, pero ésta también se paga.

Es probable que el coche no haya sido más que el instrumento elegido por los dioses para dar cumplimiento a sus designios. Los cuales pueden coincidir milimétricamente con los deseos del ser humano.

18

La desazón se había esfumado. Me alejé sin prisa. No soplaba viento. No se oía el grito de ninguna ave nocturna. Sólo el aguacero. Arrullado por su sonsonete y por las revoluciones del motor emprendí el camino de vuelta.

Eran más de las doce. La noche era una inmensa cúpula de azabache donde, pulida y resplandeciente, bailaba la diosa Kali.

Los faros del Mercedes hacían emerger de las tinieblas a los alcornoques haciendo guardia en los lugares asignados sobre el tapiz verdeante.

Incluso bajo una lluvia recia era agradable el recorrido desde la casa a la salida de la finca. Uno se olvidaba de que también se iba acercando al barranco. El camino estaba trazado en sentido convergente. La doble cancela era el punto más próximo al despeñadero.

Los dueños de Orozuz eran conscientes del peligro que suponía la ubicación de la doble cancela. Su traslado más adentro planteaba un problema de difícil solución debido al mal entendimiento con los vecinos.

Entre la doble cancela y el barranco había poca distancia. La cuneta, que estaba encharcada, y una estrecha franja de tierra en declive. En esta pendiente crecían borrajas y jaramagos.

La casa había quedado atrás. Tan lejana y extraña como si perteneciera a otro planeta. El limpiaparabrisas funcionaba a tope. La visibilidad era aceptable. En cuanto divisé la doble cancela, reduje la velocidad.

Paré y me quedé mirando con irritación el doble cerramiento espléndidamente iluminado por los faros del coche.

Debía reconocer que las quejas y las pullas de Elena estaban justificadas. Fueron ella y Reme quienes salieron siempre. Una sostenía el paraguas y la otra abría y cerraba las cancelas. Alegando que era el conductor, me quedaba en el coche.

Era un fastidio tener que bajar. Ahora más que antes. Y esta misma operación debía repetirla otras dos veces.

Ante mí se alzaba una cancela metálica formada por un tablero rectangular pintado de verde, de cuya esquina superior derecha partía una barra semejante a una hipotenusa hasta el extremo del poste. Se abría obligatoriamente hacia dentro, pues, pegada a ella, había otra que era necesario empujar en dirección contraria.

Esta sucesión de dobles cancelas tenía una difícil explicación. La desavenencia entre vecinos no parecía razón suficiente para perpetrar ese disparate. En total había que franquear seis cerramientos.

No era tarea baladí llegar o salir de Orozuz. A propósito del nombre del alcornocal tuvimos, por cierto, la única conversación durante el viaje. No nos poníamos de acuerdo sobre su significado. Para Elena no tenía ninguno. Reme lo descompuso en “oro” y “azul”. La zeta final la achacaba a la pronunciación andaluza.

Apunté que se trataba del nombre de una planta también llamada regaliz. Al unísono me replicaron que eso era una chuchería de color negro.

19

Eché el freno de mano, abroché los botones con un ancla de mi chaquetón y abrí la puerta presionando con el codo. De prisa y corriendo, como en una de esas secuencias aceleradas del cine mudo, salí del coche, descorrí el cerrojo de la cancela y tiré de ella. Luego, empujándola, abrí la segunda cancela, que era un armazón de tablas sujeto con un pestillo.

Por fortuna no soplaba viento. Así que no había peligro de que se cerrasen solas. Cuando regresé al vehículo, tenía las perneras empapadas.

Me alisé el pelo con las manos y fui a sacar el pañuelo del bolsillo del pantalón para secarme la cara. Pero un potente haz de luz me encandiló.

Arrugando los ojos, vi avanzar a todo gas un coche, probablemente un todoterreno. Los faros altos despedían ráfagas intensas. El conductor traía puesta la larga. A pesar de que yo tenía encendidas las luces y debía haber advertido mi presencia, no redujo la velocidad.

Tuve un ataque de pánico. Yo estaba en mitad del camino y ese insensato conducía como si no hubiese nadie. La embestida iba a ser frontal.

Quité el freno de mano, metí la marcha atrás y aceleré.

Las ruedas rebotaron en la cuneta. Como consecuencia del salto perdí durante unos segundo el control del volante.

De pronto me vi patinando en la pendiente que acababa en el barranco. El agua y la tierra habían formado una resbaladiza capa de lodo. Los hierbajos no contaban para nada.

Di varios volantazos que no evitaron el derrape. El Mercedes, trazando un garabato sobre el barro, se precipitó en el vacío.

Y fui tragado por la negrura de la noche. “Llamadme Jonás” pensé.

Las tinieblas me engulleron. Me hundí en ellas pesadamente, llevado por la inercia de la caída. Una certeza me asistía: tarde o temprano tocaría fondo. Tarde o temprano el coche se estrellaría.

20

El profundo barranco estaba formado por dos laderas abruptas, una de las cuales se angulaba por ambos extremos. Visto desde arriba, este vasto hoyo parecía una mina a cielo abierto o la boca de un pozo descomunal.

Encajonado entre rocas desprendidas de las pendientes, corría un arroyo cuyo caudal iba en aumento. En el barranco, donde entraba con dificultad, se convertía en un pavoroso hervidero a causa de la estrechez y los bloques de piedra. En este tramo el arroyo crecido se transformaba en rabión.

Una vez ganada la salida, la impetuosa corriente se aquietaba y no infundía ese temor reverencial que inspiraba su paso por el despeñadero.

Durante la época seca, este lugar no era más que una hondonada donde se amontonaban los berruecos sobre los que tomaban el sol las lagartijas. Un recinto inhóspito donde apenas subsistían vestigios de humedad. En contraposición a esta imagen de inocuidad, la que ahora presentaba, entre mugidos y borbotones de espuma, era sobrecogedora.

Las laderas del barranco estaban casi desprovistas de vegetación. Tan sólo matas dispersas de jara y aulaga y algunos chaparros esmirriados habían logrado enraizar en ese terreno escarpado y pobre.

El Mercedes cayó de lado. Tras estrellarse, dio varias vueltas hasta quedar detenido por un peñasco. Al poco tiempo empezó a girar suavemente, como si alguien lo estuviera empujando con delicadeza, y siguió rodando hasta abajo donde chocó contra las rocas, inmovilizándose definitivamente.

El coche quedó volcado de la parte del conductor. Yo estaba conmocionado pero no había perdido el conocimiento. Aunque no las veía, cerca de mí sentía las aguas del torrente y, sobre todo, un dolor punzante en la columna vertebral.

El limpiaparabrisas no funcionaba pero el cristal estaba intacto. Una lasitud, que podría calificar de agradable, se adueñó de mí.

Esta semiinconsciencia trajo consigo una relativización de mi estado. Me había despeñado. El fragor del arroyo desbordado era una cansina melopea que se entremezclaba con la del aguacero.

Tal vez tuviese uno o varios huesos rotos. Tal vez estuviese herido.

El sopor me iba ganando. No podía ni quería luchar contra esa flojedad. Sobre el cristal las gotas de agua se fundían unas con otras creando sinuosos regueros. Estos chorros se entrecruzaban formando un diagrama en perpetua transformación.

El cristal se fue empañando y esa maraña de líneas empezó a difuminarse.

21

No sé cuánto tiempo permanecí en ese estado. Si esto era la antesala de la muerte, debía reconocer que no tenía nada de terrible. No había angustia ni dolor. La punzada de la espalda no podía calificarse de tal. El amodorramiento era una invitación a perderse en las propias cavilaciones.

No obstante, había un poso de tristeza que enturbiaba ese momento.

Muerte y lluvia eran dos realidades que se entrelazaban en mi biografía. De la segunda era un enamorado, de su capacidad fecundadora y purificadora, de su música. Pero podía degenerar en diluvio.

De la primera estaba viviendo una experiencia que poco tenía que ver con las otras dos a que me había enfrentado. Una durante mi infancia, de la que guardaba un recuerdo borroso, pero que podía reconstruir gracias al relato de mi madre. Y otra, años más tarde, de la que el protagonista sería Jacinto.

No era a mi madre a quien veía sino a mi padre en el marco de la puerta del dormitorio. A pesar de ser ella quien estuvo a mi lado todo el tiempo, su figura se desdibujaba.

Era la de mi padre la que permanecía impresa en mi memoria con asombrosa nitidez. En el marco de la puerta. Ni dentro ni fuera. Y yo en la cama. Lo peor del proceso infeccioso había pasado. Respiraba con regularidad. Había vuelto a comer. Tenía energía suficiente para ponerme pesado. Mi padre vacilaba. Mi madre estaba en desacuerdo. No paraba de repetir: “Es una locura”.

Fue uno de los inviernos más lluviosos que se recordaban en Las Hilandarias. Desde la cama oía el repiqueteo del agua que tenía desesperados a los vecinos. La palabra más frecuente era “ruina”. Si no escampaba de una vez, todos iríamos a la ruina.

Los agoreros mantenían que, escampara o no, el desastre era un hecho. Y Vicenteto afirmaba que San Pedro no había sufrido nunca un episodio semejante de incontinencia urinaria.

“Va a ser un momento” dijo mi padre, “no va a pasar nada”. Y dirigiéndose a mí añadió: “Un momento, no lo olvides”. Mi madre movió la cabeza en un gesto de desaprobación al tiempo que se acercaba al ropero, de donde sacó mi abrigo.

Me lo puso. Lo abotonó de arriba abajo. Me calzó las botas. Ató los cordones. Sólo entonces permitió que mi padre me diera la mano y me llevara a la puerta de la calle.

Tras tantos días de lluvia ininterrumpida la calle parecía un río. Los sumideros no daban abasto para absorber tanta agua. En la parte baja del pueblo había inundaciones y derrumbamientos de tejados y muros.

“Ya está bien” dictaminó mi madre. “¿Ya?” protesté. “Ya tenemos bastantes problemas y de éste” le dijo a mi padre refiriéndose a mí “no hemos salido todavía”.

22

Sin más tardanza, dimos media vuelta y regresamos a mi habitación. Mi madre me había atado las botas con tantas ganas que ahora no podía desanudarme los cordones. Por fin, con un suspiro de alivio, logró quitarme la primera bota. Como estaba de mal humor, no se agachó para dejarla en el suelo sino que la soltó.

En Las Hilandarias los niños calzaban botas con tachuelas o remaches de hierro en la punta de las suelas. Se podría afirmar que herraban a la infancia.

El efecto al andar era chusco. Resbalábamos fácilmente en el adoquinado o en el cemento de las aceras. Salvo la tierra, cualquier superficie pulida era un peligro. Esta circunstancia nos obligaba a ser conscientes de cada uno de nuestros movimientos.

Luego, lo quisieras o no, el choque de los refuerzos contra el pavimento producía un ruido metálico semejante al de las caballerías. Un martilleo que delataba nuestra presencia.

Mi madre, siempre tan cuidadosa, como estaba irritada, olvidó ese detalle y la bota rechinó en el enlosado. Ese sonido le daba dentera. Su corajina aumentó responsabilizando del percance a la lazada que ella misma había hecho.

Ese tintineo puso punto final a mi breve escapada y a la difteria, de la que estaba convaleciente.

La enfermedad empezó como una faringitis. Y ese fue el primer diagnóstico, al que el médico quitó importancia. Pero mi situación se complicó pronto con fiebres altas y las primeras dificultades respiratorias.

Me contaron que estuve en un tris de morir asfixiado. En las crisis de ahogo me arqueaba y retorcía para tragar un sorbo de aire. Extraños silbidos salían de mi pecho. Tenía los labios resecos y agrietados. Y estaba escuálido.

A través del vaho de los cristales eran visibles los hilos de agua, ninguno de los cuales descendía en línea recta. En conjunto, formaban complicados arabescos, extrañas runas que se renovaban sin descanso.

Dada mi situación de inmovilidad, me distraía tratando de desentrañar el arcano lenguaje de la lluvia.

Me sobresalté cuando un tallo largo y delgado golpeó el parabrisas. Supuse que cerca había una zarza. Pero no corría viento. Lo que quiera que fuese se retiró. Me convencí de que ese latigazo había sido fruto de mi imaginación.

Al poco tiempo, doblemente paralizado por el accidente y por la angustia, observé que hacia el coche avanzaba una maraña de ramas finas y flexibles, como si una zarza gigantesca pretendiera envolverlo.

Empapado en sudor, con el corazón desbocado, me percaté de que ese avieso arbusto quería camuflar al Mercedes para impedir que fuera descubierto y yo pudiera ser rescatado.

Los vástagos sin hojas ni espinas se acercaban desde todas partes. Pero tan pronto como llegaron, empezaron a retroceder, limitándose a rozar la carrocería, a fustigarla apenas.

23

Jacinto Basterra y yo fuimos juntos a la escuela y al instituto. Vivíamos en la misma calle, él en el número veintisiete y yo en el diecisiete. Teníamos la misma edad. Salvo que hubiese surgido una incompatibilidad insalvable, estábamos destinados a ser amigos.

Había, sin embargo, en nuestra pandilla otros compañeros que me eran más afines. Mi gran amigo era Cirilo Cortés. En el otro extremo se hallaba Joselito. Jacinto ocupaba un lugar intermedio.

Pronto dio señales de ser especial. En Las Hilandarias este adjetivo no es un elogio. Jacinto era taciturno y tenía rachas de enclaustramiento. Si salía, presionado por su familia, se mostraba ausente, esquinado. Su comportamiento suscitaba comentarios burlones o compasivos.

Debido al hecho de que nunca me unía a esas reacciones de mofa o lástima, gozaba de su confianza. A veces se sinceraba conmigo.

Un día me hizo partícipe de su temor a que el corazón le dejase de funcionar. Sus latidos disminuían hasta hacerse imperceptibles. Y la angustia se apoderaba de él. El médico no dio importancia a ese síntoma que calificó de imaginario. Ni, en lógica consecuencia, ningún remedio. Pero Jacinto encontró uno por su cuenta.

Cuando advertía que el ritmo cardiaco se debilitaba, se llevaba la mano derecha al pecho y marcaba el compás. Así permanecía hasta que el corazón recuperaba su tono.

Jacinto estaba dotado para la música y tenía una hermosa voz de barítono en la que reparó don Juan, el párroco del pueblo.

Cuando el cura formó el coro de la iglesia, pensó en Jacinto y también en mí. Ambos engrosamos sus filas. No tardó en ponerse de relieve que mi amigo tenía excelentes cualidades y yo las tenía mermadas.

Don Juan, en quien no era descartable cierto grado de malignidad a pesar de su condición eclesiástica y de su fama de majo, cada dos por tres me mandaba callar en los ensayos. Los talentos mediocres no le interesaban. Prefería prescindir de ellos y ahorrarse el trabajo de su educación.

De Jacinto declaraba que era un gran descubrimiento. De su voz clara y vibrante quedaban prendados incluso los legos, cuanto más el párroco de Las Hilandarias.

Proclamaba también don Juan, hombre expansivo y parlanchín, que desaprovechar ese don era un acto de ingratitud, un delito.

24

Estudiaba la carrera en Sevilla. A Las Hilandarias iba durante los periodos vacacionales y no todos los fines de semana. En mis visitas coincidía a veces con Jacinto. Como siempre, se mostraba retraído.

En su tercer año de conservatorio se hundió en una depresión y dejó los estudios, tanto los de música como los de derecho. Según su familia, estaba sobrecargado de trabajo. No aprecié síntomas de desgaste físico en Jacinto. No tenía aspecto de cansado ni mala cara.

De todos modos, mis encuentros con él eran ocasionales. Como todos opinaban, incluido el especialista, que su quebrantamiento se debía en buena medida al ritmo de trabajo, lo indujeron a renunciar a una de las dos carreras.

De hecho, abandonó las dos. Se recluyó y dejó pasar el tiempo. Él decía: “Ahora estoy quietecito contemplando el curso de las nubes”.

Durante ese periodo de confinamiento aprovechó “para no hacer nada”. Lo cual no era cierto, pues daba largos paseos, leía libros de orientalismo e incluso algunas tardes recalaba en el bar de Lerín.

La reclusión y el paso del tiempo no surtieron efecto a largo plazo. Aparentemente remontó ese bache. La familia atribuyó la recuperación al tratamiento de litio. Jacinto ni afirmaba ni negaba nada.

Se descargó del exceso de trabajo, optando por el derecho y prescindiendo de la música. De esta forma, todos contentos. Me aseguró que había hecho la mejor elección. Sus palabras sonaron impostadas.

Pensé que la vida de cualquiera era una urdimbre entre cuyos hilos se contaban las concesiones, las renuncias y las derrotas.

Perdió ese curso. Los meses de verano, al igual que los anteriores, transcurrieron entre caminatas por la mañana temprano, baños en la piscina y lecturas sobre religiones orientales.

Moreno, vareado y más culto, en septiembre todos le dieron el alta. A pesar de su buena imagen, el problema no estaba resuelto.

Jacinto adoptó una postura crítica que a menudo rozaba el sarcasmo. Su bien timbrada voz estaba contaminada de un retintín que no venía a cuento.

Cuando le dije que me alegraba de su restablecimiento, y aludí a su pinta de galán, una ingeniosidad espigada en un libro de aforismos orientales fue su respuesta.

En mi último encuentro con él me desgranó la historia del manantial cegado. Unos obreros lo obstruyeron matando el arroyo que nacía en él. El arroyo alimentaba una alberca. La alberca regaba un huerto. En el huerto crecían verduras y árboles frutales que se perdieron…Me pareció un cuento chino, pero lo escuché con seriedad.

25

Había acabado la carrera de economía y estaba trabajando en una correduría de seguros a la par que preparaba oposiciones a inspector de Hacienda. Había alquilado un piso junto con otros dos compañeros en Los Remedios, cerca de la academia donde iba dos tardes por semana.

Con mis primeros haberes me compré un Dyane 6 de ocasión. Nunca he estado tan atareado ni he derrochado tanta energía como entonces. Fue una época feliz o, como no tenía tiempo de pensar en nada, lo parecía. A Las Hilandarias iba de vez en cuando a ver a mis padres.

Bajo los soportales de la avenida República Argentina, en un encuentro casual con Cirilo Cortés, me enteré del internamiento de Jacinto.

Cirilo, que iba a visitar a un oftalmólogo, estaba más interesado en contarme sus penas que la recaída de nuestro amigo. Sólo de pasada hizo alusión a esta noticia.

Su aprensión y su egocentrismo lo incapacitaban para contar esa historia. La conversación no fue larga tampoco. Tuvo lugar a mediados de un noviembre desabrido. Ambos teníamos prisa, él por llegar a la consulta del médico, y yo a la academia.

Nos despedimos. A los pocos minutos aminoré la marcha y acabé parándome al lado de uno de los pilares.

Me quedé mirando el pavimento que estaba mojado. Era un día de chaparrones y de fuertes ráfagas de viento. La circulación era densa.

Jacinto llevaba ingresado dos semanas. Me puse a andar de nuevo a un ritmo normal, luego a grandes zancadas. Me dije que iba a llegar tarde.

26

Fue un gesto incomprensible. Mejor dicho, fueron dos gestos incomprensibles, pero no comparables. El suicidio de Jacinto y mi decisión de ir al lugar del suceso.

No se me ocurrió hacerle una visita en el hospital. No habría ido ni aunque se hubiese tratado de una fractura múltiple o una insuficiencia renal. Yo era un hombre ocupado y no podía permitirme perder un par de horas.

Ahora bien, una vez consumados los hechos, cogí mi zarandeado Dyane 6 y me dirigí al hospital de San Lázaro.

Jacinto había bajado a la capilla, según la costumbre que había adquirido. Gracias a la medicación había mejorado. Seguía reconcentrado pero se comportaba con normalidad. Y cierta indiferencia achacable a los antidepresivos y los tranquilizantes.

Nadie se extrañó cuando vio a Jacinto por la escalera.

La capilla estaba situada cerca de la puerta principal, donde había un vigilante. Jacinto aprovechó la salida de un grupo familiar para fugarse.

Encontré un hueco y aparqué el coche. Eché un vistazo a la gran rotonda. Al otro lado se alzaba el hospital. La luz anaranjada de las farolas se reflejaba en el asfalto mojado. En ese espacio circular, circundado de insulsos bloques de pisos, en medio de esa mediocridad arquitectónica, destacaba la bella fachada de San Lázaro, iluminada por focos que resaltaban sus detalles.

Bordeando la rotonda llegué a la portada. Me detuve un momento a abotonarme el chaquetón y levantar el cuello antes de seguir en dirección a la calle Medina y Galnarés.

Empezó a chispear. Como tenía el paraguas en el coche, deseché a idea de ir a cogerlo. Me daba igual que se pusiera a llover de verdad.

Con las manos en los bolsillos, por la acera, sin prisa, eché a andar.

¿Qué sintió Jacinto cuando hizo este mismo recorrido? ¿Había sido tan irreal, tan carente de sentido, como lo estaba siendo para mí?

La luz de las farolas ponía una nota fantasmagórica en ese escenario de película mala, en ese gigantesco decorado de cartón piedra. Sólo la llovizna contrarrestaba en parte esa impresión de estar interviniendo en una absurda función de teatro.

¿Lo dominaba la ofuscación, el desvarío o una implacable lucidez?

A mi derecha se extendía la larga tapia del cementerio de San Fernando. En la acera habían plantado adelfas. Ese monótono tramo se me hizo eterno.

Llegué al barrio de San Jerónimo. La circulación era fluida en ambas direcciones. Allí, en el suelo, estaba la mancha oscura, de contorno irregular. No podía pensar en nada.

No se habló de suicidio sino de accidente. Al cruzar la calle, un camión cuya presencia Jacinto no advirtió, seguramente por efecto de la medicación, lo atropelló. Esta era la versión oficial. El testimonio del conductor se silenció. Ni su nombre ni las conclusiones del atestado se hicieron públicos.

27

Inmóvil, arrullado por el aguacero, pasé revista a mis encuentros con Jacinto. Solitarios o encadenados surgían los recuerdos.

En mi conciencia sólo subsistía una reducida idea de peligro en relación con la crecida del arroyo cuyo estruendo se entremezclaba con el de la lluvia.

Jacinto recitaba de tarde en tarde unos versos de Shakespeare que venían como anillo al dedo. Era una cita sobre los cielos descargando su furia sobre la tierra y los vagabundos corriendo despavoridos en busca de refugio.

Pero no era necesaria la cólera celeste para poner en fuga a los menesterosos, concluía. Bastaba la propia condición humana.

En cuanto al deseo de hallar cobijo, opinaba que era un error. Sólo era posible regresar al hogar.

“¿A qué hogar?” le pregunté, “si son mendigos, es seguro que no lo tienen”. Su respuesta fue una amable sonrisa. Yo fruncí las cejas. Nunca he sido aficionado a los enigmas ni a los esoterismos.

En otra ocasión me habló de los archivos akásicos. En algún lugar del Universo se estaba registrando las obras, las palabras, los pensamientos, las sensaciones, los sueños, los deseos de todos y cada uno de los seres humanos. Nada de lo que hacíamos u omitíamos caía en saco roto.

En esos archivos figuraban desde un suspiro hasta un discurso de investidura. Objeté que ese tratamiento igualitario me parecía injusto. El segundo no merecía ser conservado en esa biblioteca toda la eternidad.

Distinguí un punto luminoso que se acercaba. Traté de moverme. Una náusea profunda me puso mortalmente enfermo. En mi cabeza bailaron los faros del todoterreno y los del camión. Me encontraba peor de lo que pensaba. Tal vez esa angustia congelada en el pecho era el principio de la agonía.

Se apoderó de mí un afán desesperado de abandonar mi cuerpo.

La luz iba en aumento y acabó convirtiéndose en un resplandor que estaba por todas partes. Era una luminosidad semejante a la de potentes lámparas halógenas. Una luminosidad tan descarnada y voraz que lo borraba todo.

Miré el volante, la guantera, mis manos, esas migajas de realidad que aún no habían sido engullidas. Cerré los ojos. A través de los párpados esa irradiación me inundó el cerebro.

28

Escuché una risita a mis espaldas. Rápido como un rayo, volví la cabeza y, en mitad del asiento trasero, vi a un niño de siete años que me sostuvo la mirada de desconcierto.

La intensa luminosidad, que convertía el interior del coche en un plató infernal, no lograba borrar la divertida expresión del pequeño.

Su presencia era un desafío a esa blancura corrosiva que nos amortajaba. Su carencia de miedo hizo que reviviera en mí la esperanza.

Vestía pantalones cortos y un jersey de pico. Los calcetines le cubrían las pantorrillas. Tenía desabrochado el botón superior de la camisa. Sonrió y me mostró una corbata con elástico. “Me la he quitado. Me apretaba” explicó.

Luego me comunicó que, si yo lo deseaba, podía ayudarme. No salía de mi asombro.

“Esta luz te molesta, ¿verdad? Es muy desagradable. En lugar de alumbrar deslumbra”. Repentinamente serio, añadió: “Es una luz que se lo come todo”.

“Te asusta, ¿verdad?” No respondí nada. Una nueva oleada de angustia absorbió mis escasas fuerzas. El deseo de franquear ese límite tras el cual cesa el sufrimiento, se hizo imperioso.

Mi supuesto salvador no se desanimó por mi silencio. Su serena voz infantil se oyó de nuevo: “¿Quieres que lo intente? Es fácil. Mira cómo se hace”.

A pesar de mi extenuación, giré la cabeza y observé al chiquillo. “Puedo hacerlo. Es fácil” “Eso ya lo has dicho”.

El niño levantó el brazo derecho con la mano extendida. Su rostro adquirió un aire severo. Su mirada se fijó en un punto indeterminado. Me dio la impresión de que había caído en trance.

A continuación empezó a mover lentamente la mano extendida. Al principio no me percaté de nada. Al cabo de pocos minutos era evidente que la intensidad lumínica había disminuido. En cuanto el resplandor perdió su virulencia, el interior del coche recuperó su aspecto habitual.

El chiquillo siguió balanceando la mano. Con ese ligero gesto estaba haciendo retroceder a la luz. Pero esta retirada se interrumpió de pronto.

Comprobé que mi pequeño mago había dejado caer el brazo. “¿Te has cansado?”. Sus rasgos se habían distendido. Su aspecto era normal. No parecía dar importancia a la proeza que acababa de realizar.

“Así está bien” respondió, “ahora voy a hacer otra cosa”.

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Recostado en el asiento, con los brazos pegados al cuerpo, cerró los ojos e inspiró profundamente. Pronto su respiración se hizo imperceptible. En su rostro quedaba la huella de una leve sonrisa.

Mi joven pasajero se convirtió en la imagen del sosiego. No iba a realizar nuevos pases mágicos. Más parecía que descabezaría un sueño. Pero deseché esa idea. Me había ofrecido su ayuda y estaba cumpliendo su palabra.

Si había logrado que esa luz descarnada se replegase, era seguro que podía ejecutar otros prodigios.

Quizá él fuera, en efecto, mi salvador. Nada tenía que perder. Nada podía hacer por mí mismo. Mi malestar había remitido también.

Dejé de observar al niño y miré al frente. Incrustado en las entrañas de esa incandescencia, distinguí un punto negro que luchaba por hacerse un hueco.

La manchita redondeada fue agrandándose. Aumentó tanto de tamaño que debí rectificar. No era de color negro sino azul marino.

El azul de una noche serena que toca a su fin.

Ese ojo de buey siguió creciendo y aclarándose hasta desembocar en el cielo de un día despejado.

Me quedé dormido. Cuando me desperté, la punzada en la espalda era más fuerte. Era como si me estuviesen clavando un objeto puntiagudo en la columna vertebral. Era un dolor intenso y localizado pero no insoportable.

Un resplandor grisáceo había desplazado a la oscuridad nocturna. Había amanecido. Las nubes densas y bajas descargaban con perseverancia.

Me puse a examinar de nuevo los signos que los regueros de agua trazaban en el parabrisas.

El corazón me dio un vuelco cuando vi dos caras pegadas al cristal de la ventanilla. Lo limpiaron con las manos. Luego, haciendo visera con ellas, miraron dentro del coche. Tras estudiar la situación, se pusieron a hablar.

Uno de ellos abrió la puerta y anunció: “Me llamo Moncho y este es Chencho. Vamos a sacarte de aquí”. Se expresó con tal rotundidad que no me cupo duda.

Antes de pasar a la acción inspeccionaron el terreno. Eran dos enanos tocados con un sombrero. Pese a ir cubiertos hasta los tobillos con un tabardo, se apreciaba su robustez.

Una vez sopesados los pros y los contras del rescate, se asomaron al interior del Mercedes y asintieron con la cabeza, de lo que deduje que ambos habían llegado a idéntica conclusión. Sin dar ninguna explicación cerraron la puerta y se fueron.

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Tardaron poco tiempo en regresar. Habían ido a buscar unas parihuelas. A renglón seguido se aplicaron a la dificultosa tarea de sacarme del coche. Moncho entró y se colocó de pie en el asiento del copiloto. Chencho abrió la puerta del conductor. Eran fuertes y hábiles.

Como no ignoraba que los accidentados con una fractura, máxime si era de columna, debían permanecer in situ hasta la llegada de un médico, me asusté cuando los enanos empezaron a manipularme.

La punzada en la espalda persistía pero no pasó nada. Me sentí feliz de dejar el habitáculo donde había permanecido durante la noche. Y me reanimé cuando la lluvia me mojó la cara.

Los enanos, como supe posteriormente, eran unos expertos que tenían asignada esta tarea de rescate.

Las aguas lamían las ruedas del Mercedes. Mis camilleros, que calzaban botas altas, tuvieron que chapotear. Estaban tan concentrados en su trabajo que parecían no darse cuenta.

Moncho me cogió por las axilas y Chencho por las corvas. Sin brusquedades me sacaron del vehículo, lo rodearon y me tendieron en las parihuelas.

Acostado en ellas, contemplé el arroyo embravecido y espumeante cuyo caudal aumentaba a ojos vistas. Moncho me cubrió con una manta de estameña, abrigada y rasposa, por la que resbalaba el agua sin empaparla.

Dijo: “De buena te has librado”. Si el temporal proseguía, el coche se anegaría. Incluso podía ser arrastrado por la corriente.

Miré con indiferencia ese armatoste pintado en un tono café con leche. Más leche que café según la apreciación zumbona de Elena.

En absoluto apenado por abandonar el Mercedes a su suerte, dirigí mi atención al arroyo salido de madre y convertido en una fuerza ciega.

Con sus manos pequeñas de dedos morcillones, Moncho y Chencho asieron las varas de las parihuelas. Las levantaron sin esfuerzo y se pusieron en marcha.

Ni siquiera para un par de robustos enanos era tarea fácil andar por la empinada ladera del barranco. Podía ver la cara de Chencho que, aunque no rezongase, no lo estaba pasando bien. Durante el camino, que fue largo, apenas despegó los labios. De los dos era el más reservado.

Recorrimos un tramo de pizarras que puso a prueba la pericia de mis camilleros. Las lajas crujían bajo sus pies que ellos sabían cómo colocar para no salir rodando.

Avanzando por entre unos chaparros que habían arraigado en ese lugar, llegamos hasta una banda de tierra sin matorral.

Esta pista en declive estaba llena de guijarros. Avanzamos despacio. Cuando el terreno se puso impracticable, los enanos descendieron de lado hasta la orilla del arroyo desbordado, cuyo curso remontábamos.

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Me dejaron en el suelo. Chencho se frotó las manos. Moncho suspiró y dijo: “Me lo temía. Hemos tardado demasiado tiempo”. Me entraron ganas de hablar, pero lo que se me ocurría era inoportuno. Consideré más prudente permanecer callado.

Con voz ronca Chencho declaró: “No tenemos otra alternativa”. Moncho miró a su compañero y asintió.

Acto seguido empuñaron las parihuelas y se adentraron resueltamente en el arroyo.

Era necesario meterse en el agua, que se agitaba como si estuviera hirviendo, para sortear una roca. Al otro lado subsistía una franja de chinas y arena. El torrente rugía en ese tramo plagado de remolinos.

La playita limitaba con el derrumbe parcial de una envejecida mole de granito. Caminar por ese amontonamiento de piedras con la camilla fue otra de las proezas que realizaron los enanos.

Unas veces saltando, otras arrastrando los pies, guardando siempre el equilibrio, lograron llegar a la salida del barranco. Se comportaban como si todo lo tuvieran previsto. La corriente tronaba, pero a ellos se les veía tranquilos.

Seguimos nuestro camino a buen ritmo. Los enanos procedían con determinación. No perdían un minuto en intercambiar opiniones o valorar la situación. De hecho no hablaban.

Esta firmeza, que podía pasar fácilmente por tozudez, no contribuía a hacerlos simpáticos.

Al llegar a la altura de un quejigo, nos apartamos del arroyo y nos internamos en el encinar. No lejos se alzaban varios montes erizados de peñascos.

Nos dirigimos a uno de esos cerros punteado de torretas y agujas rocosas. En su base, formando un cordón irregular, había grandes berruecos redondeados, como cuentas de un gigantesco rosario.

La vegetación espesa de lentiscos y coscojas dificultaba la marcha.

Cuando llegamos, me dejaron bajo un algarrobo y desaparecieron. Al cabo de un rato regresaron y bordeamos el cerro hasta el lugar donde habían despejado de zarzas y escaramujos la boca de una cueva.

Me metieron dentro y procedieron a camuflar la entrada. Para esta tarea se pusieron unos guantes que llevaban en el morral. Con cuidado volvieron a colocar en su sitio la maraña de tallos espinosos. Luego taponaron la boca de la cueva con piedras, de forma que nos quedamos encerrados y a oscuras.

La situación no era de mi agrado, pero me abstuve de protestar. Cargando con las parihuelas, sin titubeos, se internaron en la gruta. Descendimos un trecho no muy largo.

Cuando el suelo se niveló, nos paramos. Oí el ruido que hacían los enanos trasteando. Luego los golpes del eslabón sobre el pedernal, del que brotó un reguero de chispas azules. Y un fuego iluminó la cámara donde estábamos.

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La sala era circular y alta, de techo acampanado con un tiro por el que ascendía el humo. Me colocaron más cerca del fuego y me quitaron la manta de lana que sacudieron y colgaron en un tendedero hecho con ramas.

A los enanos se les veía tan taciturnos como siempre, pero sus movimientos precisos y su aplomo revelaban que estaban en su elemento.

Se quitaron el sombrero, el morral y el tabardo, que pusieron a secar al lado de la manta. Mis rescatadores se sentaron en unas piedras redondeadas y extendieron los pies hacia la lumbre.

A primera vista parecían hermanos gemelos. Observados con más atención resaltaban las diferencias. La estatura era similar. La cabeza maciza también. Pero Moncho era mayor. Incluso me atrevería a afirmar que de edad avanzada. Tenía el pelo ralo y canoso. Su mirada era más afable.

Los dos iban vestidos como si perteneciesen a otra época. Llevaban calzas marrones y jubón, el de Moncho verde y el de Chencho granate. De la correa les pendía una cantimplora pequeña.

Durante un rato estuvimos contemplando el bailoteo de las llamas. La leña crepitaba. De vez en cuando se producía una explosión y un haz de chispas salía disparado. “Son las agallas de las encinas” dije en un intento de entablar conversación que fue ignorado.

Moncho se levantó y desató parsimoniosamente la cantimplora. Se acercó a mí y destaponó el recipiente. Luego, sosteniéndome la cabeza con la mano libre, dijo: “Bebe”. Lo miré más curioso que escamado. Repitió: “Bebe”.

Di un trago. Una poción dulce entre cuyos ingredientes se contaban la leche y la miel, me dejó en el paladar un regusto sedoso. Di otro trago más largo. Moncho retiró la cantimplora. “Está bueno” dijo. Asentí.

Volvió a su asiento y dio un sorbo. Luego cerró la cantimplora y la dejó a su lado. Chencho bebió también de la suya.

“Vamos a descansar” anunció Moncho, “nos queda todavía un largo camino” “Hasta que se apague el fuego” sugerí animado. La mirada de Chencho me hizo sentir como si hubiese dicho una inconveniencia.

Su actitud crítica no me desalentó. Pasados unos minutos, les pregunté: “¿Vosotros sois extremeños? Cuando estudiaba la carrera, coincidió conmigo un enano de Villanueva de la Serena…” La segunda mirada que me lanzó Chencho fue tan descorazonadora que cerré el pico de inmediato. Con las ganas que tenía de comunicar que ese compañero se llamaba como él.

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Se pusieron el tabardo y me cubrieron con la manta. Las llamas iluminaban las paredes y la parte más baja del techo. En la alta dominaban las sombras, que sólo eran disipadas fugazmente por una lengua de fuego más viva.

Me habría gustado contemplar la consumición de la leña y su transformación en brasas palpitantes que poco a poco se irían solapando bajo una capa de ceniza. Pero los enanos no tenían la intención de demorar la partida.

Se colocaron en su puesto y cogieron las parihuelas. Dije: “No iréis a dejar la candela encendida”. Como no replicaron nada, añadí: “Es peligroso”. “¿Peligroso para quién?” preguntó Moncho. “Para el bosque” “¿Ves aquí muchos árboles?” “No, pero…” “Pero nada. La candela se apagará sola”.

De los tres tramos en que puede dividirse el camino de regreso, este fue el más penoso y, al menos eso me pareció, el más largo.

Dada la pericia de los enanos, en ningún momento me asaltó el temor de que nos hubiésemos extraviado en ese laberinto de galerías. Pero el recorrido, salvo en tres ocasiones, lo hicimos a oscuras.

Por la inclinación de la camilla advertía que unas veces subíamos y otras bajábamos. La temperatura oscilaba también. Pero lo que me desconcertaba más eran los bruscos cambios de dirección. Incluso llegué a pensar que habíamos dado media vuelta y desandábamos el camino.

Atravesamos un túnel cuyas paredes despedían un resplandor mortecino, y un pasaje cuyas rocas tenían un halo fosforescente unas veces verdoso y otras amarillento. Los enanos aceleraron poniendo cuidado en no rozar esas piedras sulfurosas.

Aparte de estos episodios, en los que la claridad radioactiva permitía distinguir el contorno de los objetos, durante todo el trayecto estuve ciego.

Los enanos ni tropezaron ni vacilaron en ningún momento. Sólo aminoraron su ritmo de marcha en una galería al final de la cual se percibía una luminosidad rojiza. Conforme nos acercábamos, aumentaba el calor.

Como de costumbre, mis porteadores no abrieron la boca. A mitad del recorrido giraron repentinamente a la izquierda y nos internamos en un corredor donde la temperatura fue disminuyendo a la par que nos alejábamos de esa sima de magma borboteante, según supuse.

Por último enfilamos un pasadizo con un núcleo de luz clara al fondo. La robustez de Moncho embutido en su tabardo era un impedimento a esta grata visión, de la que sólo tenía atisbos, y que sólo podía ser la salida.

Cuanto más nos acercábamos, más intensamente se nimbaba la figura achaparrada del enano.

El aire era fresco. Y me llegó una vaharada de efluvios montaraces. Me sentí tan reanimado como cuando me dieron a beber la poción. E igual que entonces me hubiese gustado hacer un comentario festivo. Conociendo la adustez de los enanos, me contuve.

El corredor descendía suavemente y desembocaba en una caverna abierta al exterior. Los enanos pusieron las parihuelas a un lado y se quitaron los tabardos. Luego se desperezaron y golpearon el suelo con los pies para desentumecer los músculos o para exteriorizar su alegría. Los tres respiramos a pleno pulmón.

34

La cueva estaba labrada en la falda de un monte. Una rocalla natural plagada de círculos y espirales formaba sus paredes. Del suelo brotaba un manantial encauzado por un canalillo que conducía el agua al borde de la plataforma, desde donde saltaba al vacío.

En el interior había parches de aterciopelado y mullido musgo. El culantrillo medraba en los huecos con un poco de tierra. Pero lo mejor era admirar el bosque de majestuosas encinas que se extendía ante nosotros.

El cielo estaba surcado por masas de nubes algodonosas. La sensación de sacralidad era abrumadora.

Chencho se acercó sosteniendo un cucharón de corcho. Moncho dijo: “Es agua del Alfaguara” y me levantó la cabeza para que bebiera.

El agua del manantial me llenó la boca y se desbordó por las comisuras mojándome el cuello. Era tan fina que unos pocos tragos me saciaron plenamente. Permanecí unos instantes sintiendo su frialdad en los labios.

Moncho, como si esas palabras fuesen el súmmum de la sabiduría, repitió: “Es agua del Alfaguara”.

Ellos bebieron también en respetuoso silencio, llevándose el cuenco a la boca con la mano derecha mientras con la izquierda agarraban el cinturón del que colgaba la cantimplora.

Luego, en un gesto que formaba parte del ritual, arrojaron el agua sobrante delante de ellos.

“Aquí nace el río” me explicó Moncho “que riega el valle donde se asienta nuestra aldea”. Su visible orgullo abarcaba el río, el valle, la aldea…ese mundo remoto y apacible al que me habían llevado.

Cambiando de tono añadió: “Vamos a descansar un rato”.

Después de la travesía subterránea necesitaban recuperar fuerzas, pero era evidente que estaban muy a gusto en ese lugar.

Las encinas tenían unos troncos robustos. Sus copas frondosas les daban un aire acogedor sin menoscabo de su grandiosidad. Inspiraban respeto y confianza.

Moncho dijo: “Ellas son las primeras habitantes del valle. Nosotros llegamos mucho más tarde. Esta comarca les pertenece. No debemos olvidar nuestra condición de intrusos”.

La expansión del enano me animó a compartir mis pensamientos. Tenía en la cabeza a Santiago Maluenda, un compañero de trabajo, diez años mayor que yo, soltero, que se encontraba en la India.

Había pedido la excedencia y se había ido. Era la segunda vez que lo hacía. Su primera estancia en la India duró tres meses. Ahora se rumoreaba que se quedaría más tiempo, incluso que se establecería definitivamente.

35

Nada de eso venía a cuento ni interesaba a Moncho. Pero mi colega tenía una curiosa afición.

Había momentos en que la vida urbana lo sobrepasaba. El tráfago ciudadano, la monotonía burocrática, el politiqueo para el que no estaba dotado, y otros sinsabores los combatía escapándose al monte.

Cuando no podía más, cogía el coche y enfilaba la carretera de la sierra. Yo daba por descontado que desfogaba andando.

Mientras conversábamos tomando café, tras un cabeceo, lo negó. Ciertamente se emboscaba para recuperar su equilibrio, pero el método no consistía en caminar sino en pasear hasta el lugar elegido.

“¿El lugar elegido?” pregunté intrigado. De Maluenda se podía esperar una campanada. Me miró sopesando la conveniencia de confiarse. “No es un lugar” dijo “sino varios. En verdad, no son lugares sino árboles”.

Pagamos la consumición y volvimos al despacho. Durante el trayecto me reveló que practicaba la magia arbolaria. Como íbamos uno al lado del otro, no vio mi cara de sorpresa. Ignoraba que tal disciplina existiese. Y sin embargo la bibliografía era amplia. Maluenda empezó a citar títulos. Lo interrumpí porque era su historia lo que quería oír.

“No pienses cosas raras” dijo, “todo es más sencillo de lo que imaginas”.

Mi colega tenía localizadas varias encinas centenarias. Aparcaba el coche lo más cerca posible y se acercaba sin prisa, respirando hondo y disfrutando del paisaje. Este paseo lo relajaba y lo ponía en estado de receptividad.

Cuando llegaba al árbol, tocaba su corteza con las manos y la frente. En esta reverente actitud permanecía unos minutos. Luego, apoyando la espalda en el tronco, se sentaba en el suelo y dejaba transcurrir todo el tiempo que fuese necesario.

“¿Necesario para qué?” pregunté. “Necesario para sentir que la encina me ha transmitido una parte de su energía”.

Otras veces entrecerraba los ojos y dejaba correr las horas mientras escuchaba el ruido del viento en las hojas.

De pasada aludió a la decodificación de ese murmullo que era el secreto de la auténtica poesía.

En este punto mi colega cortó su exposición considerando tal vez que se había extralimitado. O porque habíamos llegado a la entrada de la Delegación de Hacienda.

Moncho rio de buena gana. Me sobresalté como si hubiese escuchado una bomba. El golpe de hilaridad lo hacía estremecerse. Pensé mosqueado que no era para tanto. A fin de cuentas no había contado un chiste.

Antes de calmarse del todo farfulló: “Tu amigo…tu amigo es…” “Un excéntrico” completé. Esa fue la palabra que se me vino a la cabeza, la misma que utilizaban en el trabajo para referirse a él.

36

Moncho bajó de la piedra donde estaba sentado. Cogió el sombrero y se lo puso. Luego, en jarra, oteó el horizonte manteniéndose en esa postura durante unos minutos.

Pensé que estábamos esperando a Chencho, que había desaparecido al poco tiempo de que llegásemos a la cueva. Pero había regresado.

Tenía en la mano un ramo de flores acampanadas y purpúreas. El hedor que percibí procedía de ellas. Moncho lo confirmó: “El beleño huele mal pero bien utilizado tiene valiosas propiedades curativas”.

Antes de partir volvimos a beber agua del manantial en el cuenco de corcho.

El río y el camino discurrían paralelos durante el primer tramo. Más adelante, en un paraje poblado de majuelos florecidos, divergían.

La brisa fragante y la cálida luz del sol me produjeron una gran sensación de bienestar. Los enanos llevaban el tabardo abierto y a mí me taparon sólo hasta la cintura con la manta de estameña.

El camino serpenteaba entre los añosos árboles a la par que subía y bajaba según los desniveles del terreno.

El encinar guardaba semejanza con el alcornocal de Orozuz. Abundaban las plantas aromáticas como la mejorana y el cantueso. En las solanas había prados de margaritas.

Dondequiera que mirase era una fiesta para los ojos: cabezuelas doradas, espigas violetas, campanillas rosas y celestes, gladiolos de color magenta, florecitas blancas surcadas de una línea rojiza que se apeñuscaban en cimbreantes varas…

En el silencio de la arboleda resonaba el picoteo de un pájaro carpintero. A nuestro paso dos abubillas espantadas alzaron el vuelo y se perdieron en la lejanía.

Tras varias horas de marcha distinguí los primeros signos de que nos acercábamos a un lugar habitado.

El camino, describiendo una amplia curva, discurría de nuevo a escasa distancia del río flanqueado por saúcos y álamos.

En la suave ladera del valle había bancales de trigo y cebada delineados con perfección geométrica. Había también parcelas sembradas de alfalfa y trébol. Las encinas raleaban. Finalmente desaparecieron siendo sustituidas por árboles frutales.

El vial se había interrumpido y contemplé las aguas del Alfaguara corriendo por un lecho de guijarros. Una cerca me ocultó el río pero seguía oyendo su apacible rumor.

La escueta torre de la iglesia fue lo primero que vi. Albergaba una sola campana y estaba coronada por un tejadillo de pizarra. Carecía de adornos o de otros elementos arquitectónicos. Ni siquiera tenía veleta o una cruz en su cúspide.

El pueblo, orientado a poniente, se levantaba al lado del río. Hasta ese momento no nos habíamos cruzado con nadie. No obstante, a la vista de las huertas y de los campos cultivados con esmero, había que descartar la idea de que estuviese deshabitado.

37

El sol declinaba. Su luz dorada acariciaba los viejos edificios de granito remozando sus carcomidos sillares. Llegamos a una explanada donde me dejaron junto a una laguna con profusión de plantas acuáticas.

Los enanos se alejaron sin dar explicaciones. Se dirigieron a una residencia de dos plantas, con una hilera de ventanas sin rejas en cada una de ellas. Estaba situada en el extremo del pueblo, un tanto apartada. La puerta, grande y maciza, estaba provista de un postigo por donde entraron mis porteadores.

Me sentí el único habitante. No la única criatura, pues la enorme charca era un hervidero de vida. Por su pulida superficie correteaban sin descanso los escribanillos.

A mi izquierda se alzaba un muro semiderruido con grandes boquetes. La hierba crecía lozana a sus pies. Sobre los mampuestos renegridos, la explosión floral de los rosales silvestres constituía un irresistible señuelo para una muchedumbre de insectos broncíneos, purpúreos, azules.

Largos tallos de hiedra escalaban el decrépito muro. Había rodales de helechos donde las arañas tejían sus prodigiosas telas, en las cuales se engastaban las gotitas de agua como los resplandecientes diamantes de una alhaja.

Al volver la cabeza hacia el camino descubrí a un perro cruzado, blanco con manchas de color canela, que marchaba en dirección al pueblo. Detrás, a considerable distancia, venía una vieja.

Su figura me resultaba familiar. Deseché por disparatada la idea que se me ocurrió. ¿Qué hacía Fermina en este recóndito lugar? Estaba además casi seguro de que había muerto. Hacía mucho tiempo que le había perdido la pista. Si ya era vieja cuando yo era niño, me dije, ¿cómo podía estar viva?

La mujer avanzaba a paso lento y regular. El perro se detuvo y regresó al lado de su ama, a cuyo alrededor se puso a dar vueltas ladrando y moviendo el rabo. La vieja le habló y el animal redobló su alegría.

Se acercó sonriente. Yo seguía dudando. ¿Era Fermina o no? Sobre el hombro traía un haz de orozuz y en el brazo derecho una cesta de palma con tagarninas y verdolagas.

En las tardes de verano, Fermina montaba a la puerta de su casa un puesto de palitos de orozuz, arropía y otros productos más comunes.

Las bolas de chicle de diferentes tamaños, las pipas de girasol, los cigarrillos de matalahúva y los cigarrillos de sucedáneo de chocolate normalmente rancio eran los artículos que tenían más aceptación entre los chiquillos. En mi caso, era un adicto al orozuz.

Me encantaba el regusto dulzón de esa raíz que había que pelar antes de mascar concienzudamente para sacarle todo el jugo. Los filamentos descoloridos formaban una masa estropajosa que se escupía o se cortaba con una navajita.

Fermina nos tenía convencidos de que esa planta era un dechado de virtudes medicinales. Buena para el estómago, la garganta, la dentadura, el pecho…Indiscutible era que servía para fortalecer las mandíbulas.

38

La vieja puso la cesta en el suelo, apoyada en su pierna, y sacó del haz una vara de orozuz que me ofreció, y que yo no pude coger.

Un nudo en la garganta me impidió dar la debida explicación. Mi actitud se podía interpretar como un rechazo de su obsequio.

Pero la vieja no parecía en absoluto molesta. Cuando se cansó de tener la mano extendida con el palito, la retiró. “No te apures” dijo.

“Me acuerdo bien que te gustaba el orozuz” prosiguió diciendo, “pero crecemos y cambiamos”.

Era Fermina hablando en su tono sentencioso. Los niños la considerábamos un pozo de sabiduría. Menuda y vestida de luto, disfrutaba pontificando ante su audiencia infantil.

A veces se irritaba y nos espantaba como a moscas pegajosas. Pero sus enfados duraban poco tiempo, máxime teniendo en cuenta que nosotros constituíamos el grueso de su clientela. Además, a ella le encantaba disertar y nosotros éramos unos oyentes agradecidos.

Fermina cogió la cesta. Antes de irse dijo: “Aquí estarás bien. Te recuperarás pronto. Los frades hacen milagros”. Y señaló con la cabeza el austero edificio donde habían entrado los enanos. Luego se alejó en compañía del perro.

Los escribanillos daban locas carreras en la laguna sorteando las plantas acuáticas. Se desplazaban a tal velocidad que el choque con un obstáculo parecía inevitable, pero siempre, en el momento justo, daban un quiebro y seguían patinando.

Si sus incontables idas y venidas quedasen trazadas en el agua, el resultado sería un diagrama caótico.

El sol poniente iluminaba los bancales en la ladera del valle. Nunca me había sentido más libre, inmovilizado en unas parihuelas. Nunca había tenido una vivencia de la realidad tan directa y auténtica. ¿Se trataba de percepciones nuevas u olvidadas?

Las aguas del Alfaguara desgranaban sus cantarinas notas en el silencio del atardecer.

Cerré los ojos. Cuando los abrí, aunque no tuviese nada de siniestra, descubrí una aparición de ultratumba.

Paseé la mirada por la residencia de dos plantas con sus dos hileras simétricas de ventanas, por la iglesia con su sobrio campanario, por las casas con soportales sostenidos por pesadas columnas.

Cuando la fijé de nuevo en el individuo que me estaba estudiando con impertinente curiosidad, no pude dudar de su corporeidad.

Durante unos minutos nos examinamos con idéntico descaro. Parecía que no había visto nunca a un accidentado en una camilla. En cuanto a mí, era la primera vez que encontraba a un sujeto de su naturaleza.

39

Tenía noticia de la existencia de esos personajes. De primera mano además. Pero no es lo mismo una descripción, por muy detallada que sea, que la contemplación en vivo de uno de esos estrafalarios individuos.

Había sido Maluenda, a su regreso del primer viaje a la India, quien con admiración me había hablado de los practicantes del ascetismo.

Su espíritu de renuncia y su firmeza lo habían impresionado. De un caso concreto que conoció en Benarés, se hacía lenguas.

Mi compañero no tuvo reparos en unirse a la multitud congregada por el faquir. Cogió un autobús con pasajeros encaramados en el techo y fue al villorrio donde tenía lugar el evento.

Ni los apretones ni los olores ni las incomodidades del viaje y de la estancia en ese despoblado, que habrían hecho desistir a cualquiera, desalentaron a Maluenda.

Su determinación era tan meritoria como las habilidades del asceta. A su favor tenía, aparte de un genuino interés, los precios económicos de los transportes, de los hoteles y de la manutención. El consumo de la comida local le costó, por cierto, una gastroenteritis.

El asceta era un hombre flaco, con los huesos en relieve, y renegrido por pasar la mayor parte de su tiempo a la intemperie. Tenía una voluminosa y enmarañada cabellera, como si se la hubiese cardado.

Con pintura blanca se había trazado rayas horizontales en la frente y en la nariz. Llevaba un exiguo taparrabos.

El primer día lo invirtió en recoger plantas y ramas espinosas con las que hizo una cama o un nido. Cuando acabó esta tarea, se acostó en los abrojos con las piernas entrecruzadas y un rosario en las manos.

Maluenda regresó a Benarés en otro autobús atestado. Pero como muchos devotos y curiosos, al día siguiente estaba de nuevo en el poblado.

Macilento, con los ojos entornados, el faquir rezaba acurrucado en su cuna trenzada con varas de acacia.

Las espinas de este árbol son aceradas y miden hasta treinta centímetros.

El santón pasaba los días encamado, desgranando las cuentas de su rosario. El sol y el viento los iban requemando, a él y a su lecho vegetal, adoptando ambos el mismo tono negruzco. Ese color uniforme sólo era interrumpido por las marcas del rostro y por el taparrabos.

Ese alarde de mortificación que a mí me daba grima, fascinaba a Maluenda. Un día tras otro se desplazaba al villorrio para ser testigo del portento.

El faquir, un profesional del ascetismo dotado de una voluntad sobrehumana, en ningún momento abandonó su yacija ni dio muestras de desfallecimiento.

Al cabo de dos semanas el número de espectadores disminuyó notablemente. Maluenda espació sus visitas. Y su estancia en la India tocó a su fin sin que el santón hiciera amago de incorporarse.

40

El que me observaba fijamente tenía poco en común con su homólogo hindú. Era bajo, de piel blanca, delgado pero en absoluto esquelético. Tenía el pelo largo dividido por una raya. Sus ojos ahuevados le daban un aire bobalicón.

Iba casi desnudo, como es de rigor en el mundo del ascetismo. Pero este representante no cubría sus partes pudendas con un pedazo de tela sino con un faldellín de juncos, mastranzo, cálamo y otras plantas propias de los lugares húmedos. A juzgar por su fragancia y lozanía, acababa de tejer la prenda.

Debía de ser un caso atípico. Más que un faquir parecía un pasmarote. Recordé un fragmento del Rigveda que Maluenda había recitado en varias ocasiones:

“Ceñidos por los vientos
los ascetas sostienen
el cielo y la tierra.
Caballeros del viento,
amigos de los dioses,
los ascetas residen
en medio del océano”.

Había tal contraste entre esta semblanza y la figura que tenía a mi lado, mirándome sin parpadear, que me entraron ganas de reír.

Se marchó sin despegar los labios. A pasos lentos, con la cabeza erguida, cruzó la explanada en dirección al monte. Lo vi alejarse con gravedad pese a su ridícula falda de hierba.

Quedé pensando en el comportamiento del anacoreta. No había articulado una palabra de ánimo. No había tenido un gesto de cordialidad. Yo sólo había sido un objeto de curiosidad para sus ojos de besugo.

Me vino a la memoria otra cita, esta del Tao Te King, cara a Maluenda: “El que sabe no habla”. Si esto era así, el ermitaño sobrepasaba en sabiduría a Fermina.

41

Giré la cabeza en el momento en que Moncho y Chencho salían del edificio de dos plantas. Venían sin sombrero, tabardo y zurrón. Su seriedad proclamaba que no eran proclives a las familiaridades.

Se colocaron en su sitio y empuñaron las varas de la camilla. La levantaron y echaron a andar. Les hice entonces una pregunta que tuvo la virtud de detenerlos.

“¿Acaso no has visto tú mismo a dos habitantes?” dijo Moncho mirándome con ironía. Me habían estado vigilando, pensé. Y añadió: “No te hemos espiado. Tenemos otras cosas que hacer. Sabemos que Fermina y el ermitaño pasan por aquí a la caída de la tarde” “Ese me estudió como si yo fuera un fenómeno de feria”.

Me percaté de que el enano se refrenó para no replicar: “¿Y no lo eres?”.

Yo no estaba dispuesto a cortar la conversación tan rápido. “El hecho de haber encontrado a una vieja y a un chiflado no es razón para considerar habitado este pueblo. ¿Dónde están los vecinos?”.

Moncho resopló. Mis palabras habían logrado irritarlo. “Eres un merluzo. En eso no te diferencias de los demás. ¿Esperabas que saliesen a recibirte, que se arremolinasen a tu alrededor? ¿No acabas de decir que te ha fastidiado la actitud del ermitaño? No hay quien os entienda.

“La gente está en su casa, en sus ocupaciones. Nadie va a acudir corriendo, aquí no, por una novedad. Además, tú no eres una novedad. Y puesto que estoy hablando demasiado, añadiré que no envidio el trabajo de los frades”.

Tras la filípica, me condujeron de un tirón ante la puerta claveteada con dos aldabones de bronce. Chencho empujó el postigo y entramos.

El vestíbulo abovedado comunicaba, a través de un pasillo, con el claustro. Las columnas, el zócalo, los bancos y la pavimentación del gran patio interior eran de granito.

La desnudez y la falta de ornamentación sobrecogían. Este riguroso estilo arquitectónico compaginaba con la adustez de mis porteadores. Me pregunté receloso si el carácter de los demás moradores era semejante.

Subimos una escalera ancha con balaustrada de piedra. Atravesamos un corredor con ventanas al patio y llegamos a una vasta sala dividida en compartimentos por cortinas que colgaban de un entramado de barras de madera.

Tan pronto como entramos, un monje alto y membrudo vino a nuestro encuentro. A pesar del hábito austero, no costaba trabajo imaginárselo a caballo, blandiendo una tizona con sus grandes manos.

Se acercó a nosotros con una cálida sonrisa de acogida. Tenía el pelo y la barba entrecanos.

Como quien está a punto de recibir un regalo, exclamó: “¡Otro descalabrado!”.

Y se apresuró a añadir: “No digas nada. Mañana me contarás tu historia. De momento vamos a alojarte”.

Seguido por los enanos, que no habían soltado las parihuelas, anduvimos por entre los cubículos encortinados hasta llegar a uno que estaba desocupado. Chencho y Moncho me pasaron a la cama y me taparon. Luego se fueron a la francesa.

42

Del techo colgaba una lámpara de hierro con una vela en cada uno de sus diez brazos. A la derecha de la cama había una mesita de noche con tapa de mármol donde reposaba un candelero.

La luz natural era escasa. Pronto quedamos a oscuras. Se escuchaban toses, carraspeos y otros ruidos apagados.

Allí imperaba un ritmo lento. Al confrontar mi mundo y este otro, quedó de manifiesto el desajuste de mis pautas vitales. No cabía hablar de grandes diferencias sino de sutiles distinciones entre lo que uno creía ser y lo que era.

Este edificio de dos plantas era una hospedería regentada por una congregación de frades. No me encontraba en el dormitorio sino en la enfermería, donde en ese momento se atendía a un elevado número de accidentados.

Por fin bajaron la araña y prendieron los pábilos. La enfermería quedó iluminada por la suave luz de las velas. Luego hicieron lo mismo con los candeleros individuales.

Los enanos que realizaban esta tarea, utilizaban una caña en cuyo extremo había enrollada una mecha encendida. La caña estaba provista también de un cucurucho de latón.

Miré el embozo de la sábana, el pulido mármol de la mesita de noche, el techo encalado, las cortinas de color hueso. La luz de las velas difuminaba los contrastes. El resultado era un continuum de diversas tonalidades de blanco.

Un frade entró con una bandeja. Fue un choque cromático. El hábito de la orden era pardo, como la manta con la que Chencho y Moncho me habían cubierto.

En la bandeja traía un cuenco humeante. “Es la hora de la cena”.

El frade me observó y añadió: “Voy a buscar un almohadón”.

Regresó con uno y lo colocó a mis espaldas.

Dije: “Nunca pensé que acabaría comiendo la sopa boba de los conventos”.

El frade cogió la escudilla y replicó: “No es sopa sino gachas. Bobo serías si no las comieras. Esto te va a sentar bien”.

Aparte de los ingredientes comunes, las gachas tenían dos o tres clases de semillas trituradas.

Después de darme la última cucharada, el frade me quitó el almohadón y quedé mirando al techo.

Duré poco tiempo despierto. Antes de que pasaran los enanos con el matacandelas, dormía apaciblemente.

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42.- Los poemas y los relatos son como los chistes. La chispa salta o no salta. Eso es todo. Las explicaciones los matan.

43.- ¿Cuál es la palabra clave para nombrar ese sentimiento que socava el pecho al comprobar el paso del tiempo, al contemplar un paisaje, al andar por un camino y percatarse de que esa experiencia anodina tiene una correspondencia interior?
Esa resonancia, esa vibración que se producen en determinados momentos de paz, a la clara luz de la mañana, al matizado resplandor de la tarde, en el silencio de la noche, se pueden definir como nostalgia.
Esa querencia que se hace sentir tan sutil como inapelablemente, que se puede ignorar pero no negar, es la piedra angular sobre la que se eleva el edificio de la existencia. Todos los grandes artistas la han experimentado y han dejado constancia de sus efectos. Ese soterrado deseo que habita en el alma es lo más genuinamente humano. Incluso puede que sea todavía más: el fundamento compartido por todas las criaturas.
Nostalgia de absoluto, nostalgia de infinito, nostalgia de plenitud, pálpito inefable, puerta abierta a horizontes inconmensurables, exigencia de realización total, vacío cálido y acogedor, norte, raíz, abandono, aceptación.

44.-Nuestras contradicciones e incoherencias constituyen siempre un espectáculo penoso. Cuando entre nuestras acciones y nuestro discurso el hiato se agranda demasiado, su contemplación deja de ser penosa para convertirse en deplorable. Porque deplorable es ver atrapado a alguien en la trampa que él mismo ha montado, y en la que se debate no con el objeto de escapar sino de quedar más pillado. La soberbia juega un papel importante en este juego bufo. Es la que nos impide dar marcha atrás, reconocer nuestros errores, tener en consideración otro punto de vista. La que nos hace pensar que tenemos poderes extraordinarios ante los que los otros se doblegarán o retrocederán.

 

 

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Cuenta Kakuzo Okakura que el poeta Tao Yüan Ming, sentado frente a una empalizada de bambú, sostenía largas conversaciones con un crisantemo silvestre. ¿De qué hablaban? Del fuego que nos consume, y de la espada que quiebra la esclavitud del deseo. Jamás discutían. Si había desacuerdo, Tao Yüan Ming daba la razón al crisantemo.

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