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[Espejos y relojes]

Espejos y relojes
En una casa había
El dueño consultábalos
Día tras día

De enero
Una mañana fría
Al abrir su despensa
La vio vacía.

Sin más ni más
Se zampó los relojes
En un pispás

Con los espejos
En un rincón
Hizo un gran fuego

 

 

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I

El día estaba rompiendo. Hacía un frío glacial. Sobre la puerta había un cartel rectangular con letras en rojo sobre fondo verde pálido donde se leía: BLANCHISSERIE.

No tenía ganas de seguir andando. Así que decidí entrar con mi bolsa de ropa sucia en ese establecimiento de la rue des Saints-Innocents. Los vapores que empañaban los cristales invitaban a pasar dentro donde debía disfrutarse de un agradable calorcillo.

Sin percatarme de lo que hacía, empujé la puerta. Cuando se cerró a mis espaldas, no pensé en nada. Pero ese hecho anodino no era casual.

Que de todas las lavanderías existentes en París fuese a escoger una donde sólo trabajaban negros, es sin lugar a dudas una circunstancia significativa.

Suele ocurrirme que doy el primer paso irreflexivamente, como un niño impulsado por un deseo.

Una vez en el interior supe que no podía retroceder. Lo supe pese a la flojedad que me acometió, a la súbita relajación de mis músculos. Pese a mi miedo.

El cuadro que se ofrecía a mis ojos me mantenía clavado al suelo, delante del mostrador.

Los empleados eran de una talla excepcional y negros como el ébano. No recuerdo el número exacto. Sus movimientos eran felinos. La luz de las barras de neón destellaba en su piel. Pero era la ferocidad de sus miradas lo que impresionaba más.

Los envolvía un halo de desprecio y crueldad.

Durante un rato contemplé sus idas y venidas, fascinado por la precisión con que realizaban su trabajo.

Entre ellos no hablaban. Iban de un lado a otro con las cestas, introduciendo o sacando la ropa de unas lavadoras cilíndricas que parecían ollas gigantescas, y que hacían un ruido espantoso.

Había dos hileras de máquinas, una a cada lado del local. Al fondo había una puerta de cristales esmerilados por la que los negros entraban y salían sin cesar.

De mi pasmo me sacó la risa de la encargada que, detrás del mostrador, estaba observándome. Sus carcajadas dejaban al descubierto su lengua rosácea que contrastaba con la blancura de sus dientes.

Todo en ella era superlativo: su pecho, sus redondos mofletes, su ensortijada cabellera, sus hombros que se estremecían con ese golpe de hilaridad.

Confuso, di un paso en su dirección. Luego otro. La negra redobló sus risotadas.

 

 

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                              La ciudad

La temperatura ha bajado. El sol invernizo calienta poco. El picor del frío en la cara y en las manos tiene la virtud de incrementar la sensación de estar vivo. No hay rastro de nubes en el cielo. Jornada luminosa. Siempre hay escapatoria. La realidad tiene repliegues. Ofrece refugio. No es lisa y dura como un muro de cemento. Tiene recovecos. La ciudad es vertical y geométrica. Ciclámenes rojos y blancos. Naranjos. La realidad no es una superficie impenetrable con la que uno choca como una mosca contra un cristal.

El dependiente

Era dependiente en una tienda de ropa. Ése era el trabajo que había encontrado. Al principio no le gustaba, pero con el tiempo fue acostumbrándose. No era lo que había soñado. Él aspiraba a un empleo en una oficina, a ser posible en el centro de la ciudad, pero las circunstancias mandan y, mientras se presentaba la oportunidad de cambiar, más le valía mostrarse diligente.
Estaba en la sección de hogar. Se convirtió en un experto en mantas, edredones, sábanas y cortinas. Podía presumir de ser apreciado por la clientela, mujeres en su mayoría, para quienes la juventud y la buena presencia del joven eran un reclamo.
Había un obstáculo que se interponía en la consecución de su objetivo. Ante él se abría una hondonada que debía salvar para alcanzar ese centro urbano donde se realizaría como flamante oficinista, tal vez en la plaza de la Magdalena o en la del Duque. O mejor aún, en la plaza Nueva, en un despacho desde el que se viese el Ayuntamiento.
No cabían trampas ni atajos. Esa zanja inmensa y profunda, ese socavón lleno de extraños zumbidos, como si estuviese habitado por gigantescos insectos que no parasen de aletear, no podía franquearse directamente. Había que tener la paciencia de sortearlo con precaución.
Cuando iba a tomar un café, se paraba junto a uno de los naranjos y, cerrando los ojos, visualizaba un barranco y luego, sin solución de continuidad, una comarca plagada de cárcavas que se entrecruzaban y sucedían creando un paisaje onírico, lunar.
Daba entonces una última calada al cigarrillo, tiraba la colilla aplastándola con la punta del zapato y volvía a la tienda, donde ya lo esperaban dos clientas que querían ser atendidas por él.

 

 

 

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                      La salida de casa

Mi madre se levantaba antes que yo y me preparaba el desayuno, que tomaba en la mesa de la cocina. Un vaso de leche con cola-cao y una tostada untada con margarina.
Me despedía y me iba con los libros debajo del brazo y las manos metidas en los bolsillos del chaquetón. Mi madre, como todavía era temprano, volvía a acostarse.
Aún no había amanecido. Me dirigía a la parada del autobús y, junto a otros usuarios, esperaba su llegada.
Estaba oscuro y hacía frío en esa esquina, a la intemperie. Había pocas ganas de hablar. Entonces aparecía ese tipo mal encarado, que miraba a los demás por encima del hombro, como si pasase por casualidad y sintiese lástima de los infelices que estaban allí, a pie firme. Seguramente se creía merecedor de viajar en una limusina o en un cadillac, pero el caso era que, cuando el autobús se detenía y abría sus puertas, se daba prisa en subir y acomodarse en uno de los asientos, si tenía la suerte de encontrar uno.

El puente

Era un puente viejo, abandonado. Era un desafío. Ni siquiera tenía barandas. Pero si querías pasar al otro lado tenías que atravesarlo.
Si no te querías quedar en el mismo sitio como un pasmarote o regresar a casa con el rabo entre las piernas, si querías ir más allá, había que arriesgarse. Había que cruzar el puente por largo o peligroso que pareciera.
No valía la pena perder el tiempo pensando. Mientras más pensases, peor. Más crecería tu miedo, más terreno ganaría tu inseguridad, más te encogerías.
Había que echar valor. Escoger el mejor momento. Cuando uno se siente más animoso. Marchar con decisión, sin mirar atrás, con los ojos puestos en la otra orilla.
Un puente es una tierra de nadie. Un espacio delimitado por dos fronteras, la de acá que es, digamos, la tuya, y la otra, la más lejana, la que es preciso conquistar.
Los miedos siempre acechan. Miedo a derrumbarse, a perder el control, a experimentar la fatal atracción del vacío. Miedo a convertirte en un antihéroe.

 

 

 

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                                    1
Me costó decidirme. Por dos razones principalmente. En primer lugar, por mi propio carácter demasiado “hamletiano”. Y en segundo, porque la información de que disponía no era precisamente alentadora.
A pesar de las vacilaciones y de los momentos de desánimo, acabé aceptando, sin dejar de preguntarme cada dos por tres quién me mandaba meterme en ese berenjenal.
Todo bastante contradictorio. No quería hacer más indagaciones. Sin embargo, como los oídos no se pueden cerrar, seguía enterándome de algún que otro dato.
En esta situación me puse a trabajar de un modo extraño. Como si no fuera yo sino otro quien debía asumir esa tarea. Como si la hubiese delegado en un “alter ego”.
Y así empecé o empezó a leer, tomar notas, elaborar un plan. Y lo más importante, elegir un tema. De este asunto me encargué yo que era, a fin de cuentas, quien iba a dar la cara.
Como tenía a mi disposición toda la Historia de la Humanidad, desde sus remotos albores hasta esta hora crepuscular y confusa, la elección resultó más problemática de lo que había previsto.
Vuelvo a repetir que no estaba convencido ni me sentía seguro. Mi confianza tropezaba en cada dificultad, por pequeña que fuese.

                                                              2
Los aspirantes, todos con cara de circunstancias, no éramos numerosos. Aunque había grupos de dos o tres personas, en general predominaban los individuos solitarios, desperdigados por la nave, esperando la hora crucial.
Como no estaba bien visto dejar traslucir los nervios, todos procurábamos transmitir una imagen de tranquilidad.
Yo estaba allí sin realmente estar, sin acabármelo de creer. Incluso, puesto que todavía estaba a tiempo, consideré la posibilidad de retirarme.
Seguramente no era el único que, haciendo gala de control y prudencia, se hallaba en esa situación ambigua. Las sonrisas forzadas y las miradas furtivas confirmaban esta sospecha.

                                                             3
El círculo estaba iluminado por un haz de luz cenital. La claridad se concentraba en este espacio, dejando en penumbra los rincones más alejados de la nave.
Este pabellón, que recordaba una lonja, formaba parte de un palacio-fortaleza situado en un monte, por el que descendía un muro almenado.
Del exterior no puedo dar más detalles porque, cuando llegamos, era noche cerrada. Y hacía un frío de los diablos.
En la nave, de techo alto, hacía casi el mismo frío que fuera.
Poco a poco fui avanzando hasta situarme a escasa distancia del círculo iluminado. Notaba cómo las miradas de los demás convergían en mí. Cómo me observaban en completo en silencio.
A pesar de la sensación ambivalente que experimentaba, di unos cuantos pasos más.
Desde donde estaba, podía distinguir las resquebrajaduras y desniveles de las placas de pizarra sobre las que se abatía el descarnado haz de luz.

Nota.- En esta entrada puedes leer el cuento completo.

4
Sentado sobre sus cuartos traseros, el mastín nos contemplaba con indiferencia canina. A nuestra aprensión se oponía su impasibilidad.
De hecho, daba la impresión de que sólo reparaba en nosotros de vez en cuando, tras bostezar de aburrimiento y enseñar su lengua rosada del tamaño de un buen filete. O tras levantarse y dar un corto paseo.
Al llegar al límite de la circunferencia, se paraba y se quedaba como un pasmarote. Luego se daba la vuelta y se echaba de nuevo.
El perro, casi tan grande como un San Bernardo, tenía largas guedejas negras, ligeramente onduladas. Su aspecto no era fiero. Por el contrario, parecía bonachón.
Esperaba no haberme equivocado en mi apreciación porque estaba decido a entrar en el círculo.
Como suelo hacer en estas circunstancias, procuré dejar la mente en blanco. No pensar en nada. Abandonarme, en la medida de lo posible.
Es el método más eficaz para no bloquearme. Para no quedar fuera de juego.
Nos habíamos preparado a fondo. El otro había hecho un buen trabajo. Por supuesto, ignorábamos si el planteamiento y desarrollo de la exposición iba a ser del gusto del examinador. Siempre interviene un factor subjetivo cuya importancia no es desdeñable.

5
Tan pronto como entré en el círculo, el mastín se levantó y se acercó a mí.
Se detuvo a pocos pasos y, plantado sobre sus grandes pies, me observó.
Así transcurrieron unos minutos que me parecieron horas. Por fin, el perro resopló y meneó su voluminosa cabeza. Al apartar los largos mechones de pelo, quedaron al descubierto sus ojos negros, que tenía fijos en mí.
Hubiese deseado desviar la mirada, pero intuía que era necesario mantener este cara a cara hasta que el perro decidiera otra cosa.
Con un golpe de su hocico me indicó que me situara en el centro, allí donde la intensidad de la luz imprimía un tinte cadavérico a la piel. Incluso la sentía perforándome la coronilla.
El mastín siguió inspeccionándome. A veces, con una ligera sacudida apartaba las negras guedejas que le dificultaban la visión.
En una ocasión, sentí sus belfos rozándome una mano. En otra, su aliento a través de la tela del pantalón.
Cuando hubo acabado su reconocimiento, me dio otro golpe con el hocico para que saliera del círculo.

6
Ante mí se extendía un largo corredor pavimentado de grandes lajas de pizarra que rezumaban humedad.
Era consciente de que no podía retroceder.
Los muros eran altos y sin aberturas. El techo, abovedado.
Aunque no fuera necesaria esa comprobación, pasé la mano por los sillares de piedra que estaban mojados. Mi propio vaho se condensaba en una nube.
Me obsesioné con la humedad. La sentía en la ropa, en el pelo. Se me metió en los huesos, provocándome temblores que no podía controlar. Era peor que el frío.
Andaba despacio por miedo a resbalar. Iba pisando huevos, como decía mi madre cuando me quedaba rezagado.
El otro, habitualmente tan callado, dijo que tenía que relajarme. Y me recordó que habíamos superado la primera prueba.
Hice movimientos rotatorios con los hombros y el cuello, que notaba especialmente contraídos. Y a un paso normal seguí avanzando por esa interminable galería.
De trecho en trecho, pegada al muro a bastante altura y protegida por una red metálica, había una bombilla que, como si llevase una eternidad encendida y estuviese a punto de fundirse, arrojaba una luz mortecina.

7
Escuché un gruñido y me paré en seco. Conteniendo la respiración, agucé el oído.
Había recorrido un buen tramo de la galería. No sabía, por supuesto, si más o menos de la mitad. Yo tenía la impresión de llevar andando mucho tiempo.
El sonido no se repitió. Con precaución, reanudé la marcha. Sea lo que fuere, tenía que estar preparado.
¿Preparado? ¿Qué significaba esta palabra en semejante situación? ¿Acaso se acercaba el momento de pronunciar mi discurso?
El otro respondió suavecito que tal vez había llegado el momento de mostrar entereza.

8
A lo lejos distinguí una mancha clara en movimiento. Fue una visión fugaz, pero no un engaño de los sentidos o un invento de mi ansiedad.
Seguí andando con la mirada puesta en ese borrón que, conforme me aproximaba, se iba delineando. Sentía las gotas de sudor en la frente y en el cuello.
Caminaba cada vez más despacio. Cuando descubrí que la mancha era un lobo plateado, me quedé clavado en el suelo.
De no ser por el vaho que expulsaba por la boca y la nariz, habría podido pasar por un animal disecado.
Sentado sobre sus cuartos traseros, muy erguido, esperaba pacientemente.
Su pelaje gris perla era casi blanco en el vientre y en el cuello. Tenía los ojos celestes y el hocico afilado.
Era la viva imagen de la inexorabilidad.
Se puso en pie y, lanzando un gruñido apagado, se situó en mitad de la galería.

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