
1
Me costó decidirme. Por dos razones principalmente. En primer lugar, por mi propio carácter demasiado “hamletiano”. Y en segundo, porque la información de que disponía no era precisamente alentadora.
A pesar de las vacilaciones y de los momentos de desánimo, acabé aceptando, sin dejar de preguntarme cada dos por tres quién me mandaba meterme en ese berenjenal.
Todo bastante contradictorio. No quería hacer más indagaciones. Sin embargo, como los oídos no se pueden cerrar, seguía enterándome de algún que otro dato.
En esta situación me puse a trabajar de un modo extraño. Como si no fuera yo sino otro quien debía asumir esa tarea. Como si la hubiese delegado en un “alter ego”.
Y así empecé o empezó a leer, tomar notas, elaborar un plan. Y lo más importante, elegir un tema. De este asunto me encargué yo que era, a fin de cuentas, quien iba a dar la cara.
Como tenía a mi disposición toda la Historia de la Humanidad, desde sus remotos albores hasta esta hora crepuscular y confusa, la elección resultó más problemática de lo que había previsto.
Vuelvo a repetir que no estaba convencido ni me sentía seguro. Mi confianza tropezaba en cada dificultad, por pequeña que fuese.
2
Los aspirantes, todos con cara de circunstancias, no éramos numerosos. Aunque había grupos de dos o tres personas, en general predominaban los individuos solitarios, desperdigados por la nave, esperando la hora crucial.
Como no estaba bien visto dejar traslucir los nervios, todos procurábamos transmitir una imagen de tranquilidad.
Yo estaba allí sin realmente estar, sin acabármelo de creer. Incluso, puesto que todavía estaba a tiempo, consideré la posibilidad de retirarme.
Seguramente no era el único que, haciendo gala de control y prudencia, se hallaba en esa situación ambigua. Las sonrisas forzadas y las miradas furtivas confirmaban esta sospecha.
3
El círculo estaba iluminado por un haz de luz cenital. La claridad se concentraba en este espacio, dejando en penumbra los rincones más alejados de la nave.
Este pabellón, que recordaba una lonja, formaba parte de un palacio-fortaleza situado en un monte, por el que descendía un muro almenado.
Del exterior no puedo dar más detalles porque, cuando llegamos, era noche cerrada. Y hacía un frío de los diablos.
En la nave, de techo alto, hacía casi el mismo frío que fuera.
Poco a poco fui avanzando hasta situarme a escasa distancia del círculo iluminado. Notaba cómo las miradas de los demás convergían en mí. Cómo me observaban en completo en silencio.
A pesar de la sensación ambivalente que experimentaba, di unos cuantos pasos más.
Desde donde estaba, podía distinguir las resquebrajaduras y desniveles de las placas de pizarra sobre las que se abatía el descarnado haz de luz.
Nota.- En esta entrada puedes leer el cuento completo.
4
Sentado sobre sus cuartos traseros, el mastín nos contemplaba con indiferencia canina. A nuestra aprensión se oponía su impasibilidad.
De hecho, daba la impresión de que sólo reparaba en nosotros de vez en cuando, tras bostezar de aburrimiento y enseñar su lengua rosada del tamaño de un buen filete. O tras levantarse y dar un corto paseo.
Al llegar al límite de la circunferencia, se paraba y se quedaba como un pasmarote. Luego se daba la vuelta y se echaba de nuevo.
El perro, casi tan grande como un San Bernardo, tenía largas guedejas negras, ligeramente onduladas. Su aspecto no era fiero. Por el contrario, parecía bonachón.
Esperaba no haberme equivocado en mi apreciación porque estaba decido a entrar en el círculo.
Como suelo hacer en estas circunstancias, procuré dejar la mente en blanco. No pensar en nada. Abandonarme, en la medida de lo posible.
Es el método más eficaz para no bloquearme. Para no quedar fuera de juego.
Nos habíamos preparado a fondo. El otro había hecho un buen trabajo. Por supuesto, ignorábamos si el planteamiento y desarrollo de la exposición iba a ser del gusto del examinador. Siempre interviene un factor subjetivo cuya importancia no es desdeñable.
5
Tan pronto como entré en el círculo, el mastín se levantó y se acercó a mí.
Se detuvo a pocos pasos y, plantado sobre sus grandes pies, me observó.
Así transcurrieron unos minutos que me parecieron horas. Por fin, el perro resopló y meneó su voluminosa cabeza. Al apartar los largos mechones de pelo, quedaron al descubierto sus ojos negros, que tenía fijos en mí.
Hubiese deseado desviar la mirada, pero intuía que era necesario mantener este cara a cara hasta que el perro decidiera otra cosa.
Con un golpe de su hocico me indicó que me situara en el centro, allí donde la intensidad de la luz imprimía un tinte cadavérico a la piel. Incluso la sentía perforándome la coronilla.
El mastín siguió inspeccionándome. A veces, con una ligera sacudida apartaba las negras guedejas que le dificultaban la visión.
En una ocasión, sentí sus belfos rozándome una mano. En otra, su aliento a través de la tela del pantalón.
Cuando hubo acabado su reconocimiento, me dio otro golpe con el hocico para que saliera del círculo.
6
Ante mí se extendía un largo corredor pavimentado de grandes lajas de pizarra que rezumaban humedad.
Era consciente de que no podía retroceder.
Los muros eran altos y sin aberturas. El techo, abovedado.
Aunque no fuera necesaria esa comprobación, pasé la mano por los sillares de piedra que estaban mojados. Mi propio vaho se condensaba en una nube.
Me obsesioné con la humedad. La sentía en la ropa, en el pelo. Se me metió en los huesos, provocándome temblores que no podía controlar. Era peor que el frío.
Andaba despacio por miedo a resbalar. Iba pisando huevos, como decía mi madre cuando me quedaba rezagado.
El otro, habitualmente tan callado, dijo que tenía que relajarme. Y me recordó que habíamos superado la primera prueba.
Hice movimientos rotatorios con los hombros y el cuello, que notaba especialmente contraídos. Y a un paso normal seguí avanzando por esa interminable galería.
De trecho en trecho, pegada al muro a bastante altura y protegida por una red metálica, había una bombilla que, como si llevase una eternidad encendida y estuviese a punto de fundirse, arrojaba una luz mortecina.
7
Escuché un gruñido y me paré en seco. Conteniendo la respiración, agucé el oído.
Había recorrido un buen tramo de la galería. No sabía, por supuesto, si más o menos de la mitad. Yo tenía la impresión de llevar andando mucho tiempo.
El sonido no se repitió. Con precaución, reanudé la marcha. Sea lo que fuere, tenía que estar preparado.
¿Preparado? ¿Qué significaba esta palabra en semejante situación? ¿Acaso se acercaba el momento de pronunciar mi discurso?
El otro respondió suavecito que tal vez había llegado el momento de mostrar entereza.
8
A lo lejos distinguí una mancha clara en movimiento. Fue una visión fugaz, pero no un engaño de los sentidos o un invento de mi ansiedad.
Seguí andando con la mirada puesta en ese borrón que, conforme me aproximaba, se iba delineando. Sentía las gotas de sudor en la frente y en el cuello.
Caminaba cada vez más despacio. Cuando descubrí que la mancha era un lobo plateado, me quedé clavado en el suelo.
De no ser por el vaho que expulsaba por la boca y la nariz, habría podido pasar por un animal disecado.
Sentado sobre sus cuartos traseros, muy erguido, esperaba pacientemente.
Su pelaje gris perla era casi blanco en el vientre y en el cuello. Tenía los ojos celestes y el hocico afilado.
Era la viva imagen de la inexorabilidad.
Se puso en pie y, lanzando un gruñido apagado, se situó en mitad de la galería.

Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.
Read Full Post »