El día estaba rompiendo. Hacía un frío glacial. Sobre la puerta había un cartel rectangular con letras en rojo sobre fondo verde pálido donde se leía: BLANCHISSERIE.
No tenía ganas de seguir andando. Así que decidí entrar con mi bolsa de ropa sucia en ese establecimiento de la rue des Saints-Innocents. Los vapores que empañaban los cristales invitaban a pasar dentro donde debía disfrutarse de un agradable calorcillo.
Sin percatarme de lo que hacía, empujé la puerta. Cuando se cerró a mis espaldas, no pensé en nada. Pero ese hecho anodino no era casual.
Que de todas las lavanderías existentes en París fuese a escoger una donde sólo trabajaban negros, es sin lugar a dudas una circunstancia significativa.
Suele ocurrirme que doy el primer paso irreflexivamente, como un niño impulsado por un deseo.
Una vez en el interior supe que no podía retroceder. Lo supe pese a la flojedad que me acometió, a la súbita relajación de mis músculos. Pese a mi miedo.
El cuadro que se ofrecía a mis ojos me mantenía clavado al suelo, delante del mostrador.
Los empleados eran de una talla excepcional y negros como el ébano. No recuerdo el número exacto. Sus movimientos eran felinos. La luz de las barras de neón destellaba en su piel. Pero era la ferocidad de sus miradas lo que impresionaba más.
Los envolvía un halo de desprecio y crueldad.
Durante un rato contemplé sus idas y venidas, fascinado por la precisión con que realizaban su trabajo.
Entre ellos no hablaban. Iban de un lado a otro con las cestas, introduciendo o sacando la ropa de unas lavadoras cilíndricas que parecían ollas gigantescas, y que hacían un ruido espantoso.
Había dos hileras de máquinas, una a cada lado del local. Al fondo había una puerta de cristales esmerilados por la que los negros entraban y salían sin cesar.
De mi pasmo me sacó la risa de la encargada que, detrás del mostrador, estaba observándome. Sus carcajadas dejaban al descubierto su lengua rosácea que contrastaba con la blancura de sus dientes.
Todo en ella era superlativo: su pecho, sus redondos mofletes, su ensortijada cabellera, sus hombros que se estremecían con ese golpe de hilaridad.
Confuso, di un paso en su dirección. Luego otro. La negra redobló sus risotadas.
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Muy a tener en cuenta las carcajadas y risas, no se ven muchas y ¡qué más tesoro que tales señales!, porque son humanas…porque pertenece a las » Personas», ¿ saben las personas que son los sentimientos, acaso?…
El protagonista se queda pasmado y esa actitud desencadena la hilaridad de la encargada. Pero el estupor del recién llegado se explica a la vista de esa extraña lavandería. «¿Dónde me he metido?» se pregunta perplejo.
¡La manera más especial de cantar, la más profunda la que procede del sufrimiento de los algodonales!…la voz negra…
Gracias por este góspel, por esta música que es expresión, sobre todo, según creo, de espiritualidad.
Y este mi favorito que hizo levantar a todos los hippies.
De Otis Redding recuerdo especialmente este tema:
Sentado en la Bahía es el tema más especial y bonito de Otis, ahí has acertado, Antonio. Un abrazo.