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A derecha y a izquierda, aleatoriamente, se suceden, con sabor onírico, las confiterías, las copisterías, las librerías, los bares, las tiendas, las autoagresiones, las pesadillas, las humillaciones, los mareos, el vértigo, la tentación del autismo. Todo ello bañado en la irrealidad que confiere la marejada de la angustia, cuyas turbias aguas desdibujan los objetos y los hace brillar con una luz fantasmal.

Basta entonces la circunstancia adecuada, que puede ser cualquiera, calle concurrida, recintos abiertos o cerrados, ascensores, cola de clientes en la caja de un supermercado, para que las defensas salten por los aires, para que los monstruos acudan, para que se dé un traspié y se choque con la luna de un escaparate donde hay expuestos objetos de ortopedia.

Sigo andando. Al lado de la puerta de los grandes edificios hay placas de reluciente latón con el nombre de médicos y abogados. Abundan los bufetes, las consultas, las oficinas. Nada que interese, nada que salve.

Sólo ayudan los sueños y el hambre. El estómago vacío es un buen acicate. Si voy a comer en esa situación, camino más alegre, sin pensar en otra cosa, porque al final me espera un plato de lentejas o unos filetes empanados que no importa lo resecos que estén. Mi hambre es suficientemente grande para dar buena cuenta de ellos. Lo malo es no tener hambre. Yo la tenía y tenía sueños, que son dos condiciones indispensables para caminar. Son el combustible de la vida.

Hambres saciadas o por saciar, sueños realizados o frustrados. Su recuento es el contenido de cualquier biografía. Desde esta altura puede contemplarse el panorama de eso que llamamos vida. Y a lo mejor, aunque no sea necesario, animarse a hacer un balance provisional, lo cual es una redundancia. Todos los balances lo son.

Papelerías, agencias de viajes, tiendas de ropa. Espoleado por el hambre. En alas del sueño. Andando. Entonces. Ahora. Hasta que surge el obstáculo, la prueba inevitable a la que deben hacer frente los paladines.

Esa prueba suele aparecer, según la literatura y la realidad (una y otra se reflejan, son espejos mutuos), como un puente que hay que atravesar. Hay que llegar al otro lado, conquistar la otra orilla. Si se tiene confianza en uno mismo, la empresa no resulta difícil. Pero si aquella falla, está carcomida, erosionada por un exceso de lucidez, por una aguda conciencia de la transitoriedad o de la futilidad de los actos humanos, la cosa cambia. El puente se convierte en un abismo.

Primero hay que dejar atrás a los manipuladores, a aquellos a los que uno ha pagado un innecesario peaje por transitar por un mundo que es de todos. Pero la ingenuidad, el buen talante, el deseo de ser aceptado e integrarse en una comunidad, nos lleva a abonar precios elevados, incluso exorbitantes, de forma que ese ruinoso dispendio exigirá largos sacrificios.

Lo primero es alejarse de esos artistas en manejos que te ponen a su servicio, razón por la que, encima, te tienen en poco o te desprecian. Lo primero es marcar las distancias aunque para ello sea inevitable aceptar la soledad, que es el estado de los paladines, de los caballeros que quieren alcanzar la otra orilla.

La manipulación, que implica una enorme falta de respeto a los demás, es una de las facetas más desagradables de las relaciones humanas. Es la base y el inicio de los procesos de degradación. Es el ariete que demuele la dignidad, la individual y la colectiva.

 

 

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                      La salida de casa

Mi madre se levantaba antes que yo y me preparaba el desayuno, que tomaba en la mesa de la cocina. Un vaso de leche con cola-cao y una tostada untada con margarina.
Me despedía y me iba con los libros debajo del brazo y las manos metidas en los bolsillos del chaquetón. Mi madre, como todavía era temprano, volvía a acostarse.
Aún no había amanecido. Me dirigía a la parada del autobús y, junto a otros usuarios, esperaba su llegada.
Estaba oscuro y hacía frío en esa esquina, a la intemperie. Había pocas ganas de hablar. Entonces aparecía ese tipo mal encarado, que miraba a los demás por encima del hombro, como si pasase por casualidad y sintiese lástima de los infelices que estaban allí, a pie firme. Seguramente se creía merecedor de viajar en una limusina o en un cadillac, pero el caso era que, cuando el autobús se detenía y abría sus puertas, se daba prisa en subir y acomodarse en uno de los asientos, si tenía la suerte de encontrar uno.

El puente

Era un puente viejo, abandonado. Era un desafío. Ni siquiera tenía barandas. Pero si querías pasar al otro lado tenías que atravesarlo.
Si no te querías quedar en el mismo sitio como un pasmarote o regresar a casa con el rabo entre las piernas, si querías ir más allá, había que arriesgarse. Había que cruzar el puente por largo o peligroso que pareciera.
No valía la pena perder el tiempo pensando. Mientras más pensases, peor. Más crecería tu miedo, más terreno ganaría tu inseguridad, más te encogerías.
Había que echar valor. Escoger el mejor momento. Cuando uno se siente más animoso. Marchar con decisión, sin mirar atrás, con los ojos puestos en la otra orilla.
Un puente es una tierra de nadie. Un espacio delimitado por dos fronteras, la de acá que es, digamos, la tuya, y la otra, la más lejana, la que es preciso conquistar.
Los miedos siempre acechan. Miedo a derrumbarse, a perder el control, a experimentar la fatal atracción del vacío. Miedo a convertirte en un antihéroe.

 

 

 

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Estos sitios son puertas a través de las cuales
se llega al otro lado. Lugares encantados
que no corroe el tiempo, ubicados al margen
de todo devenir. Lugares terapéuticos
que curan las heridas y consuelan benévolos
de las arremetidas y de los sinsabores
que depara la vida. Estos sitios son puentes
que cruzan el abismo, y sano y salvo alcanzas
la otra orilla lejana.

Es labor personal encontrar estos sitios
y cartografiarlos con fervor, con esmero,
pues tienen más valor que el ansiado dinero.

 

 

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