Se pusieron el tabardo y me cubrieron con la manta. Las llamas iluminaban las paredes y la parte más baja del techo. En la alta dominaban las sombras, que sólo eran disipadas fugazmente por una lengua de fuego más viva.
Me habría gustado contemplar la consumición de la leña y su transformación en brasas palpitantes que poco a poco se irían solapando bajo una capa de ceniza. Pero los enanos no tenían la intención de demorar la partida.
Se colocaron en su puesto y cogieron las parihuelas. Dije: “No iréis a dejar la candela encendida”. Como no replicaron nada, añadí: “Es peligroso”. “¿Peligroso para quién?” preguntó Moncho. “Para el bosque” “¿Ves aquí muchos árboles?” “No, pero…” “Pero nada. La candela se apagará sola”.
De los tres tramos en que puede dividirse el camino de regreso, este fue el más penoso y, al menos eso me pareció, el más largo.
Dada la pericia de los enanos, en ningún momento me asaltó el temor de que nos hubiésemos extraviado en ese laberinto de galerías. Pero el recorrido, salvo en tres ocasiones, lo hicimos a oscuras.
Por la inclinación de la camilla advertía que unas veces subíamos y otras bajábamos. La temperatura oscilaba también. Pero lo que me desconcertaba más eran los bruscos cambios de dirección. Incluso llegué a pensar que habíamos dado media vuelta y desandábamos el camino.
Atravesamos un túnel cuyas paredes despedían un resplandor mortecino, y un pasaje cuyas rocas tenían un halo fosforescente unas veces verdoso y otras amarillento. Los enanos aceleraron poniendo cuidado en no rozar esas piedras sulfurosas.
Aparte de estos episodios, en los que la claridad radioactiva permitía distinguir el contorno de los objetos, durante todo el trayecto estuve ciego.
Los enanos ni tropezaron ni vacilaron en ningún momento. Sólo aminoraron su ritmo de marcha en una galería al final de la cual se percibía una luminosidad rojiza. Conforme nos acercábamos, aumentaba el calor.
Como de costumbre, mis porteadores no abrieron la boca. A mitad del recorrido giraron repentinamente a la izquierda y nos internamos en un corredor donde la temperatura fue disminuyendo a la par que nos alejábamos de esa sima de magma borboteante, según supuse.
Por último enfilamos un pasadizo con un núcleo de luz clara al fondo. La robustez de Moncho embutido en su tabardo era un impedimento a esta grata visión, de la que sólo tenía atisbos, y que sólo podía ser la salida.
Cuanto más nos acercábamos, más intensamente se nimbaba la figura achaparrada del enano.
El aire era fresco. Y me llegó una vaharada de efluvios montaraces. Me sentí tan reanimado como cuando me dieron a beber la poción. E igual que entonces me hubiese gustado hacer un comentario festivo. Conociendo la adustez de los enanos, me contuve.
El corredor descendía suavemente y desembocaba en una caverna abierta al exterior. Los enanos pusieron las parihuelas a un lado y se quitaron los tabardos. Luego se desperezaron y golpearon el suelo con los pies para desentumecer los músculos o para exteriorizar su alegría. Los tres respiramos a pleno pulmón.
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¡Sorprendente Antonio, magistral, he visto hasta las llamas!, Gracias por ofrecernos tan brillante obra. Un abrazo.
El bailoteo de las llamas es siempre un espectáculo agradable.
Gracias a ti por dejarnos este concierto para flauta de Mozart.
¡Dicen que en la soledad y oscuridad de una caverna los de antaño aprendían mucho!
Sólo hace falta haber leído uno de los tomos de Los Hijos De La Tierra de Jean M. Auel para comprobar que eso es cierto.
Este tránsito de Jonás, literalmente en manos de los enanos, es como cuando en la vida no tenemos más opción que dejarnos llevar por las circunstancias, porque no tenemos control sobre la situación en la que encajan. Esto, por un lado y por el otro, ese camino lleno de accidentes, de subidas y bajadas, con segmentos escarpados o tupidos y otros más llanos, con obstáculos o fluido, con claros y oscuros, es como un sendero iniciático, y de ahí que Jonás se desoriente a ratos o crea que están retrocediendo o tan sólo dando vueltas.
Al final, sólo le resta dejarse en manos de Chencho y Moncho hasta que de nuevo vuelva a ver la luz.
Los giros de tu narración toman rasgos interesantes e intrigantes, maestro.
Al final, consigues el propósito central del crear literario: disfrute para la mente y el alma.
Abrazobeso cariñoso para mi frater-amicus y siempre con grande admiración para el bardo y maestro.
Es exactamente como dices. Hay situaciones en que se impone el abandono o la dependencia. O, mejor dicho, en que no podemos valernos por nosotros mismos. No somos completamente autónomos ni independientes. Aspiramos a ello. Pero tarde o temprano emerge nuestra debilidad constitutiva.
Mientras somos jóvenes y tenemos fuerza, esas reflexiones nos hacen reír, las menospreciamos.
Sólo es cuestión de tiempo, de esperar para comprobar que, aun no admitiéndolo, estábamos equivocados.
A este respecto recuerdo siempre el caso de Nietzsche, el desfase entre sus escritos maximalistas y el final de su vida.Para salir del hoyo o del barranco hace falta que alguien nos tienda la mano.
El tramo correspondiente a la cueva (como la madriguera por la que cae Alicia) es de tránsito. Por ahí se llega a otro lugar donde aparecerán elementos conocidos pero transformados.
En realidad, siempre se trata de lo mismo, el quid está en verlo bajo otra luz.
No hay que ir a ningún país lejano en busca de soluciones milagrosas. Las soluciones están aquí (y si no, en ningún sitio existen).
En este episodio, a Jonás le pasa como a Alicia durante su descenso por el túnel. Da tantas vueltas que es lógico que se pregunte si está avanzando o retrocediendo. Es lo que nos planteamos todos en esas circunstancias. Un abrazo.
Puntual lo apuntalas, Antonio, se trata de enfocar las situaciones desde distintas perspectivas, con diferentes luces; es cuando nos llevamos sorpresas y podemos empezar a creer que estamos aprendiendo a vivir.
Afortunado cierre de semana, querido amigo. Abrazobeso cariñoso y fraternísimo, trovador.